Tapachula siempre cautiva. Antes que el aliento dorado del sol me haga sudar preparo un café y aspiro la nostalgia. La ciudad, muy temprano, dormita y cuando despierta el calor parece fundir el horizonte y la tierra.
Este crisol de identidades, tendido entre el mar y la montaña, tiene más de 700 colonias. En sus calles, el calor se instala con la majestuosidad de un dictador benévolo, acariciando cada rincón con sus manos invisibles y omnipresentes.
Pero ese calor que algunos fastidia yo lo disfruto porque ese aliento dorado del sol, acaricia la tierra despertando el sueño verde de sus semillas, promesa de abundancia y vida.
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Cómo ninguna ciudad, aquí en las calles hay historias. Hay sueños, hay alegría conjugada con el llanto. Hay migrantes de diversas latitudes que hablan idiomas diversos y me lleva imaginariamente a caminar por Sudáfrica, el Caribe y a recorrer Centroamérica en este hemisferio tan nuestro.
El bullicio de la gente en el Parque Miguel Hidalgo forma un coro polifónico de voces, risas y música que baila al ritmo de un eterno verano.
En esta ciudad, donde el café se siente como una promesa en el paladar, me lleva a recordar que el fruto del rambután aún cuelga y es pequeño. Para julio, quizás, ya cuelguen de los árboles como farolillos rojos en una fiesta sin fin.
Aquí en el extremo sur de México cada día es una celebración de la vida misma. Las huellas de Juan Preciado y Santiago Zavala convergen aquí, en el vértice de sus mundos creados por Rulfo y Vargas Llosa, donde las historias se cocinan a fuego lento en las cocinas humeantes. Unas mujeres, con sus manos sabias y arrugadas, cocinan quesadillas en un austero restaurante de la Colonia 5 de Febrero mientras cuentan historias de espantos y de tierras que prometen más de lo que entregan. Los hombres, en los cafés, discuten acaloradamente sobre política y fútbol, sus palabras tan fuertes como el café negro que sorben entre sus argumentos
Pero es en el mercado San Juan donde Tapachula realmente se despliega una pasarela de colores y olores. Entre pasillos estrechos, los mangos ataulfo brillan con el dorado del sol recién atrapado, y el cacao ya molido, ese oro oscuro y amargo, promete transformarse en espumante chocolate.
Un viejo, de la Calle Draco en el Fraccionamiento Galaxias que veo a diario bien podría ser el Pedro Páramo de Rulfo, mira desde la sombra, sus ojos perdidos en el recuerdo de un Tapachula menos ruidoso, menos colorido. A su lado, un muchacho lee un librito . Imagino que es "Conversación en La Catedral", y los viejos sabores coloniales de Vargas Llosa se mezclan con el polvo y el calor, en una pregunta que flota en el aire: "¿En qué momento se había jodido el paraíso?"
Este Tapachula, tan real como imaginario, es un lugar donde las historias de esperanza y desencanto se sirven en cada esquina, alimentando el alma tanto como el cuerpo. Aquí, cada día es un capítulo nuevo en el libro de la vida, escrito con el sudor de su gente y el perfume de su tierra. En Tapachula, los días son eternos, tan vastos como la misma literatura.
Hoy es un día en que los aromas compiten en el aire; el café, recién molido, lleva consigo la promesa de una jornada plena. Las plantaciones de rambutan en la zona alta y mango ataulfo, esparcidas en el campo, son pequeños paraísos terrenales donde el verde brillante se fundirá con el rojo pasión y el amarillo oro. En esta tierra, el café crece con la dignidad de los ancianos sabios, y el cacao, con la misteriosa promesa de lo ancestral.
En el mercado, las conversaciones se tejen como redes entre los puestos: historias de pescadores que enfrentan la bravura del Pacífico, cuentos de campesinos cuyas manos transforman la tierra en oro comestible. Aquí, cada palabra, cada gesto, parece cargado de una historia que clama por ser contada.
Las calles de Tapachula son arterias vivas, palpitantes con el ir y venir de los locales y los forasteros, todos seducidos por la promesa de su riqueza culinaria. Las cocinas destilan un arte que va más allá de la mera necesidad; es un arte que celebra la vida, que invita a compartir el banquete como un acto de comunión.
Y en este día, bajo el sol que todo lo ve, Tapachula se revela no solo como un espacio de la geografía. Es una ciudad que no solo existe en la geografía, sino en el tiempo y en el corazón de quienes la caminan, quienes la viven, quienes, en cada bocado de su rica gastronomía, en cada sorbo de su excelente café, saborean el dulce néctar de la vida misma.