ELECCIONES 2024

2024: ¿qué significa votar a una mujer presidenta?

¿Podemos esperar un cambio con una mujer presidenta? | Fernanda Salazar

Escrito en OPINIÓN el

La lucha que por décadas han dado millones de mujeres para lograr y consolidar su participación política en condiciones de igualdad ha sido, como toda lucha por el reconocimiento y las garantías de los derechos humanos, dura y llena de violencia en su contra. México es, hoy por hoy, un referente en el mundo por el número de mujeres que ocupan espacios públicos y por sus normas constitucionales, legales y reglamentarias para garantizar la protección de sus derechos.

En unas cuantas semanas, las personas en México estaremos eligiendo a la primera mujer presidenta. Nadie puede negar lo histórico de este hecho.

Pero ¿hay algo más allá de lo histórico, de lo legítima que es la aspiración de las mujeres a ocupar el ámbito público y político, y del muy importante aspecto de la representación? ¿Votar por una mujer significa, en los hechos, algo mejor para la vida de las personas? En todo caso, ¿debería significar algo distinto, o el solo plantear la pregunta nos lleva inevitablemente a un lugar esencialista?

En la mayor parte del mundo es aún imposible de responder a esta pregunta de manera generalizada, porque el liderazgo de las mujeres en política es más o menos reciente, porque sigue siendo combatido enérgicamente por los hombres que han detentado históricamente el poder y han determinado los códigos bajo los que se ejerce la política, y porque continúa siendo limitada la diversidad de mujeres en cada contexto.

Es importante reconocer que las mujeres somos infinitamente diversas y que no podemos partir de una categoría biologicista para argumentar a favor de nuestras cualidades y competencias. Sin embargo, es cierto que las mujeres, por serlo, hemos sido históricamente marginadas del ámbito público. Por supuesto, como todo, esto tiene dimensiones diferenciadas para mujeres que enfrentan además otras formas de discriminación, que se suman a la discriminación por género, pero eso no desaparece la dimensión sexista y misógina.

Más aún, la política en el contexto del Estado, por ser uno de los espacios en donde se decide aquello que compete a las colectividades, está configurada desde una mirada y estructuras patriarcales, caracterizadas por la competencia en lugar de la colaboración, la jerarquía en lugar del liderazgo compartido, el interés individual sobre el interés colectivo, entre otros. Está estructurada también, en la misma lógica que jerarquiza el valor de las vidas de las personas y su “utilidad”.

Por lo mismo, en general puede argumentarse que las mujeres que acceden a puestos de representación suelen ser mujeres de las elites, o que están más conectadas de diversas formas a los campos de poder. También existe un fenómeno que prevalece en distintos países, que apunta hacia las redes de patronaje lideradas por hombres, quienes determinan qué mujeres tienen o no acceso a las posiciones. En general, puede decirse que la autonomía de las mujeres en política es más restringida que aquella de los hombres. Todo esto siempre tiene que ser analizado también a la luz de diversas intersecciones, pero los estudios apuntan a una constante.

No obstante, en México eso empieza a ser distinto. Las regulaciones que hemos logrado crear han permitido que con el paso del tiempo cada vez más y más diversas mujeres participen en el ámbito público, acceden a cargos de representación y liderazgo, y tomen decisiones por sí mismas.  Por supuesto, en el marco de los partidos políticos a los que pertenecen y representan, pero con un nivel de autonomía cada vez mayor en tanto a que las consecuencias de sus decisiones no serían distintas que para un hombre que toma la misma dirección, como, por ejemplo, ir en contra del voto mayoritario de su partido.

En ese sentido, la gran pregunta es: ¿qué tanto ha cambiado la política en nuestro país con la mayor participación de mujeres? ¿podemos esperar un cambio con una mujer presidenta?

Si bien algunos estudios señalan que cuando hay más mujeres en parlamentos se incrementan ciertos presupuestos con enfoque de género y se abordan otras temáticas, y otros análisis señalan que las mujeres tienden más a la colaboración, la realidad es que esto también puede ser debido a que más mujeres son asignadas a comisiones que se refieren a temas tradicionalmente vistos como “de mujeres” o a que las mujeres se sienten orilladas a crear redes como un mecanismo para lograr sus objetivos individuales, frente a la falta de poder comparado con los hombres. En ambos casos, considero que la evidencia no es tan clara como para asumir una u otra versión.

No obstante, existe la expectativa de que, a mayor participación y liderazgo político de las mujeres, las lógicas de hacer política deberían de transformarse. La realidad es que esto solo es plausible si consideramos las normas sociales en un contexto determinado, pues las mujeres habrán de actuar como consideran que se espera de ellas en el contexto de su liderazgo o, de estar dispuestas a romper con esos moldes, deberán tener una estrategia colectiva que las lleve a establecer exitosa y rápidamente nuevos estándares que conecten con sus sociedades y electores desde un nuevo lugar que resulte atractivo para un número importante y estratégico de personas. De lo contrario, muy pronto se puede ver comprometida su posición de poder.

De acuerdo con un estudio reciente , las normas sociales que se relacionan con las expectativas de liderazgo eficaz y deseable son las que impiden que mayor presencia de mujeres lleve a menos guerras y más apuestas por la paz en el mundo. Es decir, las posibilidades de cambio no solo tienen que ver con un comportamiento y deseo individual, sino con la colectividad en la que se inserta la percepción de liderazgo y sus sistemas.

En ese sentido, el hecho de que estemos en un país en donde la violencia y la participación militar en nuestro cotidiano está altamente normalizada y es aceptada, en el que los roles de género y el llamado “backlash” o repercusiones negativas asociadas a las demandas de igualdad de género son ampliamente justificadas, en el que la discriminación es ampliamente tolerada, en el que la participación económica de las mujeres permanece baja y en el que la impunidad, la falta de transparencia y rendición de cuentas siguen siendo grandes pendientes en nuestra sociedad, hace pensar que difícilmente las candidatas tendrán los incentivos para buscar una transformación social y cultural de gran escala.

Por el contrario, es muy probable que los riesgos asociados al hecho de ser la primera presidenta del país, y la complejidad de un contexto criminal en el que el poder militar ha crecido enormemente, inhiban grandes transformaciones sistémicas necesarias que no se han atrevido a hacer los hombres que han dirigido al país.

A este respecto, es interesante el surgimiento y la popularización del concepto de “acantilados de cristal”, que se refiere a la forma en que las mujeres y/o personas racializadas son a veces instrumentalizadas por organizaciones, instituciones y sociedades para asumir liderazgos en condiciones poco menos que imposibles de manejar. Si bien creo que es una idea útil, también considero que su uso debe ser cuidadoso, pues refuerza la idea de que las mujeres o integrantes de otros grupos no tienen autonomía al momento de decidir si asumen o no una responsabilidad, con lo cual se omite la elección deliberada de jugar un juego en el que también hay intereses individuales de por medio. Por ello, el análisis debe ser riguroso.

Estamos a unas cuantas semanas de la elección presidencial en México, en la que se elegirán más de 19 mil cargos de elección popular, incluyendo la renovación de ambas cámaras del congreso federal. Muchas mujeres estarán ocupando posiciones de extrema relevancia, una mujer estará al frente del país en una situación nacional delicada por la creciente violencia e impunidad, en un contexto global retador. Las posibilidades de cambio en el país, más allá de “mentiras sinceras”, están por verse.

Que no se malentienda. Estoy convencida, y es parte de mi lucha, que el derecho a participar y decidir en lo público sea para todas las mujeres. Sin embargo, como feminista y politóloga, la ilusión que un día tuve de presentarme a votar por nuestra primera mujer presidenta, tristemente, hoy no la siento. Por el contrario, tengo profundo escepticismo de las alternativas que nos ofrece un cambio de género en el liderazgo del país, que no está acompañado de un cambio de visión y de prácticas.

 

Fernanda Salazar

@Fer_SalazarM