Recordemos: cuando el entonces presidente del Congreso Nacional, el coronel en situación de retiro, Luis Alfonso Dávila García, preguntó a Hugo Chávez Frías, en la ceremonia de juramentación como presidente constitucional de Venezuela, “¿jura Usted cumplir fielmente los deberes inherentes al cargo de presidente constitucional de Venezuela, y cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de la República?”, Chávez respondió: “Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo, que sobre esta moribunda Constitución, haré cumplir, impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro”. Hablo del 4 de febrero de 1999, día en que comenzó la tragedia venezolana en curso.
No sólo en términos jurídicos, también simbólicos, históricos y políticos, en el momento en que Chávez viola el protocolo, cuando reniega del propio acto de jurar (nunca dijo, “Sí, juro”); cuando no lo acata en los términos establecidos; cuando no lo sigue con la exactitud que todo acto de juramentación exige, lo que realmente Chávez hizo fue anunciar, advertir que, en lo sucesivo, su voluntad sería la de violar la Constitución. Ir en sentido contrario a la promesa contenida en el juramento. El 4 de febrero Chávez no juró cumplir los deberes del cargo ni respetar la Constitución, sino que declaró que haría unas transformaciones, definitorias de “nuevos tiempos”.
25 años después, puede decirse que las transformaciones han ocurrido y que Venezuela ha cambiado de forma tan radical que, en ciertos aspectos determinantes, la nación venezolana ahora es otra.
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Cuando intento pensar en qué ha cambiado en mi país, articular una respuesta resulta tremendamente complejo. Son tantas las realidades menoscabadas, tantos los agravios, tantas las injusticias, tantas las heridas causadas a las personas y a las familias, que resulta casi una temeridad decidir por dónde empezar. Resulta hasta riesgosa la decisión de qué decir en un artículo de unas 900 palabras. A pesar de ello, aquí va mi balance armado alrededor de tres ideas.
Creo que uno de los fenómenos fundamentales de estos 25 años venezolanos es la instauración de un Estado de Destrucción. El Estado de Derecho que nació a partir del 23 de enero de 1958, tras el derribo de la dictadura de Pérez Jiménez, y que funcionó con aciertos y errores hasta 1998, ha sido desmontado, pieza a pieza, para erigir un Estado dedicado a destruir los fundamentos de la sociedad: acabó con la independencia y autonomía de los poderes públicos; aniquiló el régimen de las libertades; se apropió de las instituciones que garantizan la vida y la convivencia; arruinó el funcionamiento de la economía; condujo a las empresas responsables de los distintos servicios públicos a una condición de colapso generalizado -uso la palabra ‘condición’ porque ese colapso no tiene un carácter coyuntural y se ha establecido como estatuto permanente-.
De los gruesos enunciados anteriores -una lista detallada de los capítulos de la destrucción de Venezuela demandaría un número incalculable de palabras- deriva una de las tres experiencias más profundas y estructurales que ha sufrido la sociedad venezolana: la catástrofe humanitaria.
Es la primera que debo mencionar: Chávez y Maduro han empujado a la sociedad a experimentar realidades de hambre, enfermedad y carencia de las mínimas condiciones necesarias para vivir -energía eléctrica, agua, disponibilidad de alimentos y medicamentos-, que eran inéditas en la magnitud y extensión en que se han producido. Ni siquiera durante las guerras civiles del XIX tanta carestía y penuria se abalanzaron de modo tan feroz y casi unánime sobre la población venezolana, cuya sobrevivencia pasó a depender de la caridad internacional y las remesas.
Pero ese Estado de Destrucción no ha limitado su acción a lo que cabría llamar las condiciones de vida: también ha promovido el establecimiento del venezolano indefenso: millones de personas y familias amenazadas, empobrecidas, víctimas de la fuerza desproporcionada que el poder utiliza en contra de ciudadanos sin recursos con los que defenderse, testigos cotidianos de la impunidad y el desprecio que los dueños del poder ejercen contra la nación venezolana. Ese es el segundo producto neto de la revolución bolivariana: la impotencia civil, el sujeto corriente imposibilitado y acorralado por unas fuerzas que lo amenazan, lo acosan, lo rodean, lo espían, le mienten, lo arruinan, lo hambrean, lo enferman, lo despojan de servicios públicos y, después de todo esto, le imponen la ley del silencio. La ley del sometimiento.
Aplastado por el Estado Destructor, el ciudadano desprovisto, impotente y sin esperanzas -la ausencia de esperanzas, ese es el tercer producto neto del régimen de Chávez y Maduro- ha emigrado. Y lo ha hecho para sumarse a un fenómeno social inédito en América Latina: más de siete millones de personas -pronto seremos ocho millones- que se han marchado del país, impulsados por desesperación y la persecución, rotas las expectativas de progreso, quebrados todos los horizontes de que la vida mejore y tenga un sentido legítimo.
Desde el momento en que Chávez se negó a cumplir con el deber de juramentarse, en sustancia ocurrieron estas cuatro cosas: el Estado de Derecho se convirtió en un Estado Destructor; se orquestaron las cosas para crear una crisis humanitaria; se liquidó la ciudadanía para imponer al indefenso como el sujeto aceptable para el poder y, por último, se crearon las condiciones para que millones huyeran del país, al punto de haber pervertido la pirámide poblacional del país, a un extremo cuyas consecuencias todavía están por verse. Tal el balance de la tragedia venezolana del siglo XXI.