La semana pasada terminó el juicio contra Dominique Pelicot y otros cincuenta hombres que violaron a lo largo de una década a Gisèle Pelicot, en ese entonces, esposa de Dominique y a quien él mismo drograba y ofrecía en grupos de internet para que desconocidos abusaran de ella.
El juicio fue histórico, primero, por supuesto, por la propia Gisèle, quien eligió llevar el proceso de forma pública para que, como ella insistió en diversas ocasiones, la vergüenza cayera sobre los perpetradores y no la víctima. Y sí, el juzgado encontró culpable a todos los acusados, sin embargo, tras la primera ola de euforia por este veredicto, llegó la indignación y la rabia por sentencias menores contra muchos de los agresores, algunos de los cuales, reaccionaron burlándose de las decenas de mujeres que clamaban contra la impunidad y el pacto patriarcal.
El impacto mediático del caso fue global. Sin embargo, las reacciones públicas parecían estar limitadas a las miles de mujeres que en artículos, conversaciones, redes sociales, hablaban del impacto en sus vidas y sus experiencias frente al juicio Pelicot. Mientras nosotras hablamos, reconocimos y nos acompañamos en nuestras propias historias de violencia sexual, el silencio de los hombres era si acaso roto por el “no todos los hombres”, señalando a los agresores como monstruos, anomalías en la sociedad.
Te podría interesar
Quizá fue por el foco en el caso Pelicot, o por el ensordecedor silencio masculino que un reportaje de octubre en el periódico Público en Portugal pasó más o menos desapercibido.
En él, se denunciaba la existencia de un canal de la aplicación Telegram, con 70 mil participantes, donde se compartían cientos de fotos y videos sexuales de mujeres que o bien no sabían que estaban siendo capturadas en imagen o no habían dado consentimiento para que éstas fueran compartidas. Setenta mil hombres en ese chat, y en otro, 25 mil; y diez mil más en un tercero. Las imágenes, con tags como “hija y madre”, “embarazada”, “hermana”, muchas veces incluían información de geolocalización y nombre u otros datos identificativos. De acuerdo al periódico portugués, para entrar a estos chats sólo hace falta pagar veinte euros -unos 500 pesos- para obtener el enlace de acceso a través de un monedero digital.
La investigación de Público sacudió al país luso pero por motivos sólo entendibles por la extendidísima cultura de la violación, no causó mayor oleaje mediático. Sin embargo, la investigación que hace unos días publicó la radio pública de Alemania (ARD) ha abierto de nuevo una ventana hacia el horror de la violencia sexual y su normalización.
Periodistas de STRG_F, el equipo de investigación de ARD, infiltraron durante un año diversos grupos de -otra vez- Telegram donde al menos 70 mil hombres, otros 70 mil hombres, compartían no sólo imágenes sino sugerencias y tips para violar y agredir sexualmente a mujeres. Muchos de ellos aseguran haber violado mujeres en sus propios hogares, incluidas sus parejas, hijas, hermanas o madres, compartiendo instrucciones sobre cómo hacerlo y enlaces para obtener sedativos; en al menos un caso, alguien ofreció drogar a alguna mujer para que otros abusen de ella. Algunos, incluso comparten transmisiones en vivo de las agresiones.
La tranquilidad con la que estos hombres están dispuestos a compartir estas imágenes, propuestas e instrucciones pone en extraordinaria claridad la impunidad con la que cometen las agresiones, seguros que ninguno de los otros 70 mil hombres en esos chats los juzgará o denunciará, que todos y cada uno lo protegerá con su silencio. Por otro lado, la brutal normalización de la violencia, y en particular la violencia sexual, contra las mujeres. Como en el caso Pelicot, muchos, miles de los hombres que participan en estos canales son esposos, padres, miembros activos de sus comunidades, hombres “normales” que viven sus vidas “normales” mientras sujeta sus teléfonos celulares para ver cómo otros violan mujeres, o para fantasear y planear violarla ellos mismos.