Sexenio tras sexenio, una de las promesas recurrentes de quienes nos han gobernado sin distingo de su origen partidista, ha sido acabar con la corrupción –aunque a la fecha sigue siendo un gran lastre para nuestro país–. Me acuerdo por ejemplo de uno de los principales lemas de Miguel de la Madrid, “la renovación moral de la sociedad” o de los famosos pañuelos blancos que en varias ocasiones agitó el ex presidente López Obrador anunciando el fin de la corrupción en el gobierno. Sin embargo, las investigaciones, encuestas y, sobre todo, lo que la gente vive en el día a día indican todo lo contrario.
En este sentido, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) del INEGI arroja que el 83% de las personas consideró que los casos de corrupción en México son frecuentes, y el 14% señaló que la experimentó en la realización de trámites, pagos, solicitudes de servicios o al tener contacto con alguna persona servidora pública. De igual forma, en una encuesta publicada recientemente por El Financiero, si bien la presidenta Claudia Sheinbaum registra un alto porcentaje de aprobación a dos meses de gobierno con un 69%, en lo que se refiere a la corrupción, la percepción negativa es del 58% por solo el 28% que da una respuesta positiva, lo que coincide con los datos que se presentaron durante la gestión de AMLO.
Hace unos días, el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) publicó los resultados de una investigación en la que advierte sobre las principales prácticas de riesgo en las compras públicas realizadas por dependencias del gobierno federal en el año anterior, y que pueden generar un amplio espacio de corrupción como la contratación por más de 2 mil 500 millones de pesos a empresas sancionadas por incumplimiento de contratos o por presentar registros sanitarios falsos. También se contrataron a empresas de reciente creación por más de 3 mil millones de pesos, es decir, empresas que difícilmente podían acreditar su experiencia y la calidad de sus productos o servicios –se ha descubierto que en ocasiones ni siquiera existen por lo que se les llama empresas fantasmas–, además de que se sigue recurriendo a la adjudicación directa e invitación restringida para no convocar a procedimientos de licitación por un monto de casi 151 mil millones de pesos.
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No es casual que entre 2019 y 2023 la Auditoría Superior de la Federación haya detectado irregularidades por más de 127 mil millones de pesos que aún están en proceso de aclaración, o que la International Chamber of Commerce en México (ICC) señale que la corrupción representa alrededor del 5% del PIB, más de 500 mil millones de pesos al año.
De acuerdo con el Índice de Percepción de Corrupción 2023 de Transparencia Internacional, nuestro país se ha estancado en los últimos cuatro años al obtener los mismos 31 puntos, lo que nos coloca en la posición 126 de los 180 países evaluados. Para darnos una idea, Dinamarca, país con el que se pretendía compararnos hace no mucho tiempo, obtuvo 90 de 100 puntos.
Por más que se niegue, poco o nada ha cambiado en estos últimos años. Igual de grave fue la estafa maestra en el gobierno de Peña Nieto que el desfalco de Segalmex en el sexenio pasado, ambos por miles de millones de pesos. Las “mordidas” por infracciones de tránsito reales o inventadas están a la orden del día en muchas ciudades, al igual que el “brinco” para pasar la verificación vehicular –es de reconocer que, cuando menos en mi experiencia, no es el caso de la Ciudad de México–, las dádivas o incentivos para desatorar trámites en oficinas municipales o de alcaldías, o las comisiones para obtener contratos. El reto es enorme, hay mucho por hacer y corregir, pero depende que efectivamente se tenga la voluntad política para ello –máxime cuando los contrapesos institucionales se han debilitado tanto– y no se quede tan solo en el discurso.