En medio de la atención mundial centrada en Ucrania y el conflicto en Gaza, un acontecimiento de profunda importancia geopolítica ha pasado casi desapercibido: la silente preparación de una ofensiva relámpago que condujo al colapso del régimen sirio de Bashar al-Assad. Este desarrollo resulta particularmente significativo considerando la estrecha relación entre Damasco y Moscú, evidenciada por la visita de Putin a Damasco en 2005 y a la base aérea de Hmeimim en Latakia en 2017, así como las visitas de Bashar al-Assad a Rusia entre 2011 y 2015, que reflejaron no solo una alianza diplomática sino un compromiso estratégico profundo que nació del acuerdo entre la entonces Unión Soviética y el gobierno de Hafez al-Assad, padre del depuesto presidente, en 1971.
La vertiginosa caída de importantes bastiones del régimen ante el avance de grupos rebeldes, particularmente Hayat Tahrir al-Sham (HTS), además de un revés militar al gobierno sirio constituye un golpe a la estrategia rusa de proyección de poder global, que, cuidadosamente cultivada durante años, buscaba contrarrestar lo que el Kremlin percibe como una serie de amenazas existenciales: la expansión de la OTAN hacia sus fronteras, la instalación de escudos antimisiles en Europa del Este, y la modernización de arsenales nucleares estadounidenses en Alemania.
Para comprender la magnitud de esta pérdida, es crucial contextualizarla dentro de las prioridades geopolíticas rusas. Moscú ha estado trabajando en múltiples frentes para fortalecer sus enlaces políticos, económicos y militares, y Medio Oriente siempre ha sido clave, por lo que la alianza con Siria ha representado desde hace décadas uno de los pilares geoestratégicos en los que Rusia ha buscado establecer de manera simultánea su condición de potencia global capaz de mantener una presencia firme más allá de sus fronteras, y más allá de su entorno inmediato.
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El timing y la efectividad de las operaciones rebeldes que finalmente pusieron fin al régimen de Assad sugieren un nivel de coordinación que plantea serias interrogantes sobre su respaldo internacional. Este desarrollo coincide con un momento en que Rusia enfrenta múltiples desafíos domésticos e internacionales: desde la necesidad de contener el avance del fundamentalismo islámico hasta las sanciones económicas occidentales y la imposibilidad de llevar el conflicto en Ucrania a una conclusión (en el que el significado ruso de victoria es algo incierto).
La pérdida de influencia en Siria compromete la capacidad rusa para cumplir con sus prioridades estratégicas fundamentales. Primero, debilita su posición como contrapeso a la influencia occidental en Medio Oriente. Segundo, complica sus esfuerzos por prevenir que el conflicto ucraniano se convierta en el único punto focal de tensión con Occidente. Tercero, socava su capacidad para demostrar poderío militar, un elemento que había sido central en su estrategia de negociación en conflictos regionales.
Para Rusia, que había utilizado su intervención en Siria como escaparate de sus capacidades militares modernas –incluyendo misiles de alta precisión y operaciones conjuntas sofisticadas–, la incapacidad de sostener al régimen de Assad representa un golpe significativo a su credibilidad como socio militar confiable. Este desarrollo podría tener repercusiones en sus relaciones con otros aliados potenciales, particularmente en un momento en que busca fortalecer la Organización de Cooperación de Shanghái y la Unión Económica Euroasiática.
El vacío de poder resultante en Siria podría tener implicaciones más allá de las fronteras del país. Para Rusia, que ha identificado el control del fundamentalismo islámico como una prioridad de seguridad nacional, la pérdida de influencia en Siria podría complicar sus esfuerzos por contener amenazas terroristas dentro de sus fronteras. Además, este desarrollo podría catalizar un reajuste más amplio en las alianzas regionales, potencialmente beneficiando a actores que Rusia ve como competidores estratégicos.
Los equilibrios geopolíticos no admiten la generación de vacíos. A la caída de Assad, las acciones inmediatas tomadas por Israel y Turquía las colocan, no sin riesgo, como naciones que apuestan a sacar ventaja de los sucesos que alteran el equilibrio en la región. Instigadores o meros vencedores en la presente coyuntura, Ankara y Tel Aviv elevan su apuesta en torno al expediente kurdo y el enfrentamiento con Irán, respectivamente. Hoy podemos decir que, por lo pronto, Rusia no está resignada a perder Tartus, su único puerto en el Mediterráneo. La reconfiguración del nuevo panorama geopolítico en el Medio Oriente está en plena gestación.
La historia sugiere que los momentos de cambio geopolítico significativos, a menudo ocurren cuando una potencia enfrenta desafíos simultáneos en múltiples frentes, en especial cuando está militarmente sobre-extendida. Por lo que la caída de Siria podría marcar un punto de inflexión: o Rusia encuentra cómo recuperarse, y pronto, o podría ver seriamente afectada su capacidad para mantener su posición (o, mejor dicho, su lucha para ser considerada) como actor global significativo, más allá de su liderazgo en el arsenal nuclear mundial. Este desarrollo no solo representa una pérdida estratégica inmediata, sino que podría señalar el inicio de un reajuste fundamental en el orden internacional emergente. Ante esto, surgen de inmediato dos pulsiones contrapuestas: la necesidad de Rusia de avanzar y consolidar su posición en el frente ucraniano y, de otra parte, la toma de posición de Ucrania y sus aliados de Occidente para aprovechar este revés ruso como nuevo impulso para reforzar demandas ante una eventual finalización de la guerra. A Putin le urge salvar cara y en lo inmediato sólo tiene una carta para lograrlo.
*Ambos autores son asociados COMEXI e integrantes de la Unidad de Estudio y Reflexión sobre Rusia