En la mitología griega, un psicopompo es un ser que tiene la tarea de conducir las almas de los difuntos hacia su morada definitiva. Caronte juega este papel, al disponer de una barca en la que, a cambio de un óbolo, guía a las sombras errantes de los difuntos recientes para su viaje entre la tierra y el mundo de los muertos.
No es otro lugar sino en esa barcaza donde transitaban quienes integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) durante la sesión del Pleno del martes 5 de noviembre pasado, en la que se decidió el destino de la reforma constitucional al Poder Judicial. Con renuncias ya presentadas, pero que se harán efectivas en diez meses, los integrantes de esta Corte parecían estar más allá del bien y del mal para resolver sobre el asunto, aunque la realidad mostrara que lejos estaban de hallarse en tal situación, pues siguen y seguirán siendo sujetos a los avatares de la vida terrena.
La decisión sobre la reforma
El Pleno decidió. Y con su decisión se garantiza la futura reducción del número de integrantes de la Corte Suprema, su elección por voto popular, así como el de las magistraturas y jueces, además de limitarse los alcances de la función jurisdiccional, al impedir que los juzgadores interpreten las leyes y restringir los alcances del control de constitucionalidad, que además queda sólo en controles difusos ante la reforma que da supremacía al legislativo e impide acciones de cualquier tipo en contra del contenido material de reformas constitucionales.
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Es de mencionarse que en el proyecto que se discutió se hablaba de una autocontención de la Suprema Corte al no plantear la revocación de la elección directa de sus futuros integrantes. Empero, esta perspectiva es tramposa, toda vez que la autonomía de la Corte se perdió el día de la elección presidencial, al quedar el dilema entre que se mantuviera la norma con la cual el Ejecutivo federal podría definir a un nuevo integrante del órgano en este próximo mes de diciembre, conteniendo así el potencial de aprobación de recursos contra reformas constitucionales, o aceptar las nuevas reglas de integración de la Corte propuestas por la reforma judicial y que haría nugatorio el mismo potencial a partir de septiembre del año próximo, como de hecho ocurrirá. Al no demandarse la revocación de los cambios en este punto, se ganaban nueve meses de persistencia de una posible mayoría calificada contraria a las normas que se expidan por las mayorías morenistas.
La Corte tenía la posibilidad de expulsar, mediante ocho de once votos existentes, las normas reclamadas si se determinaba que contravenían la Constitución. Empero, dado que sólo se reunieron siete votos potenciales, se desestimaron las acciones de inconstitucionalidad que estaban a revisión sin entrar al fondo del asunto, al no pasarse el examen de procedencia. Así, no se validó ni invalidó la reforma, sino que sólo se desestimó, con lo que otros instrumentos siguen vivos.
Lo que sigue tras la decisión
El matemático y filósofo Alfred North Whitehead, quien trabajó en la magna obra “Principia Mathematica” junto con Bertrand Russell, nos recuerda que “el futuro, por su naturaleza, es peligroso”. Y vaya que es así. Y es claro que ello compete a los procesos político-sociales, ante lo imprevisible del comportamiento de los actores en este drama.
En el caso que nos ocupa, luego de la decisión del 5 de noviembre tomada por la Suprema Corte, no todo está escrito ni terminado. Un aspecto que puede todavía detener la aplicación efectiva de la reforma al Poder Judicial es la existencia de múltiples amparos, que se mantienen vigentes luego de la decisión de la Suprema Corte, a la espera de que la misma los resuelva en definitiva, siendo necesarios solamente seis votos para que se sostengan y obstaculicen las labores preparatorias de la elección a cargo del Instituto Nacional Electoral (INE), organismo que ha dado muestras de no querer pasar por delante de los amparos y que demanda que se resuelvan estas suspensiones, que hoy se mantienen intactas.
Además, no se cuenta con un marco normativo suficiente para la realización de las elecciones programadas para junio de 2025 y no existen garantías de disponer de los recursos para financiar el ejercicio como se debiera, por lo que el tiempo disponible tenderá a reducirse ante la previsible contención de la autoridad administrativa electoral nacional para dar los pasos subsecuentes para organizar estos comicios.
Otro factor que pesará en la cabal concreción de la reforma judicial son las instancias internacionales a las que recurrirán los afectados y que pudieran resolver, aunque más bien tarde, la inoperancia de las normas aprobadas. Más inmediata será la presión que pudieran tener inversionistas y organizaciones empresariales del exterior, a la que pudiera sumarse eventualmente el propio nuevo gobierno de Estados Unidos, que pudiera poner en entredicho la renovación del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá para dentro de dos años en caso de no modificarse las reglas para la impartición de justicia en México. Ante esto último, una respuesta potencial desde el gobierno sería la creación de tribunales especiales sujetos a otras normas para la atención de los asuntos que involucraran a intereses del resto de la región, para salvar el escollo.
En dónde está la república
Como resultado de las elecciones de junio pasado y con los ajustes en la representación con la que cuenta el bloque mayoritario, más el futuro recambio en el órgano superior del Poder Judicial, se conformará en México una situación política que suele denominarse trifecta, donde el control político recae en un mismo partido político en los distintos poderes, dando pie a que en la práctica se limite o incluso se suprima la división de poderes formalmente establecida.
Más allá de la supuesta eficacia de este tipo de estatus, visible al compararlo con el rendimiento de los gobiernos divididos previos, su aparición supone la posibilidad de que la mayoría haga a un lado a las minorías e imponga leyes indeseables, que servirían para la perpetuación potencial del grupo en el poder y eventualmente atenten contra la sobrevivencia misma de una forma democrática de gobierno. Esto y no otra cosa es lo que está sucediendo actualmente en México, más con la reforma que otorga una supremacía legislativa que invalida al Poder Judicial como contrapeso y abre la puerta a posibles cambios constitucionales que sean contrarios a los derechos humanos y los principios que soportan dicha democracia.
Así, puede decirse que el actual régimen político mexicano se constituye como una oligarquía, en tanto el poder está realmente en manos de una cuantas personas de un mismo y único partido con capacidad de influir en la toma de decisiones y donde las oposiciones deben mantenerse dentro de un estrecho límite prescrito y aceptar no ser considerados en el diálogo. El mando de este régimen opera en la práctica cual si fuera un buró político, donde quien ocupa el Ejecutivo federal es tan sólo primus inter pares, cabeza de una dirección colegiada informal donde concurren los liderazgos establecidos en el Legislativo federal y está presente el anterior gobernante como espectro tras bambalinas.