El doctor Vergerus, personaje de una película de Ingmar Bergman, nos recuerda que cualquiera puede ver el futuro, pues es trasluciente como el huevo de un ofidio. Ello le permite advertir del ascenso del nazismo como producto del ánimo vengativo de quienes, siendo en ese momento jóvenes, alcanzarían pronto la edad adulta y seguirían a un líder carismático.
La reforma judicial opera hoy como ese traslúcido cigoto de serpiente, que deja entrever un futuro donde se desenmascare la condición esencialmente autoritaria del proyecto cuatroteísta. El desarrollo de la disputa entre el viejo orden constitucionalista, hoy encarnado en el Poder Judicial, y el naciente régimen contrario a las libertades, encabezado desde el Ejecutivo y respaldado por un sometido Legislativo federal, pareciera que llevará irremediable a una confrontación, a una crisis cuya salida bien pudiera desnudar lo más oscuro que hay detrás de quienes dicen intentar una transformación, que para otros constituye simplemente una regresión contraria a la democracia.
Una reforma inconstitucional
En la que sin duda será una histórica Acción de inconstitucionalidad 164/2024 y sus acumuladas, promovida por los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional, que tuvo como ponente al Ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá, y que será resuelta en sesión del Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) el día 31 de octubre de 2024 –cuando esto se publique–, el máximo órgano de justicia del país parte de reconocer su facultad para resolver acciones en las que se impugne la constitucionalidad de normas generales como la que está en cuestión. Bajo el amparo de la Constitución, se trata luego de mantener una República representativa, democrática, laica y federal defendiendo el pacto constitucional, anulando los puntos de la reforma judicial aprobada por el Poder Reformador en aquello que definitivamente contraviene principios constitucionales.
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Esta lectura resuelve desde una visión garantista la controversia mencionada en el Amicus curiae presentado a la Corte el 21 de octubre de 2024 por un colectivo de docentes e investigadores jurídicos en el ámbito del derecho constitucional y otras áreas jurídicas quienes, al hacer un recuento histórico de la actuación de la Corte, advierten una alternancia continua de posturas sobre el control de reformas constitucionales, entre la visión de que los actos del constituyente permanente no pueden ser sujetos a revisión formal ni material, y la lectura de que el poder reformador es un poder constituido, por lo que sus actos pueden ser impugnados y sujetos a control para garantizar el cumplimiento de lo establecido en la propia Carta Magna.
En el proyecto de sentencia sobre la reforma al Poder Judicial se reconoce que no es procedente invalidarla toda, al no encontrarse vicios formales en el procedimiento para su aprobación, pero sí se declara la inconstitucionalidad de la elección por vía del voto popular de magistrados y jueces federales y locales, pues esto viola las garantías de inamovilidad que dan certeza a la independencia judicial y nulifica la división de poderes, a la vez de que no existen condiciones mínimas para el ejercicio de un voto libre e informado por la ciudadanía. Con ello se salvaguarda la carrera judicial y el proceso meritocrático para la designación de jueces y magistrados. Además, se declara la invalidez de la figura de jueces sin rostro, al violarse con ello derechos humanos y la garantía del debido proceso, y se invalidan reformas a la Ley de Amparo que anulen el efecto de las suspensiones a normas generales.
En cambio, se validan los tiempos máximos para resolver procesos penales y tributarios, al ser acordes a los principios de una justicia expedita, la constitución del Tribunal de Disciplina Judicial por voto popular –aunque se eliminan múltiples disposiciones sobre la supervisión de jueces que se consideran ambiguas–, la extinción de fideicomisos y el tope máximo a remuneraciones en el Poder Judicial.
No sólo en todo lo anterior se percibe un ánimo mediador, que de manera inteligente permite un zurcido invisible de los textos reformados, sino que en un ejercicio de autocontención que hubiera podido dar espacio para el entendimiento, la propuesta de resolución de la Corte no vislumbra eliminar la elección popular de quienes ocupen los ministerios judiciales ni las magistraturas electorales, aunque ello se perciba también como inconstitucional. A ello se suma la renuncia, efectiva para dentro de diez meses, de la mayoría de los actuales integrantes de la Corte, quienes no participarían en el proceso electoral del año próximo y que desde ahora abandonarían cualquier aspiración por un encargo para cuando se dé el relevo en la integración del máximo órgano de justicia de la Nación, salvando así su haber de retiro.
Los tiempos para la resolución de esta acción de inconstitucionalidad son precisos: una vez agotado el período para la presentación de causas, pero antes de que pueda haberse aprobado como reforma constitucional la iniciativa de supremacía legislativa que se pretende establecer, aunque ahora la mayoría legislativa pretenda dar prisa a este procedimiento, para adelantarse y complicar la resolución de la Corte. En todo caso, sin embargo, se anticipa que la adecuación a la Carta Magna para establecer esa supremacía legislativa entra en conflicto con principios fundamentales del orden constitucional mexicano, entre ellos la división de poderes, el control judicial y la protección de derechos humanos, por lo que no sólo la SCJN podría revisar la reforma supremacista mediante el control de límites implícitos a los que debe ajustarse el Poder Reformador y la defensa del principio vigente de supremacía constitucional que garantiza la existencia de mecanismos de control sobre modificaciones a la propia Constitución –dado que el Poder Reformador de la misma no tiene la autoridad para eliminar los controles de constitucionalidad, pues ello podría abrir la puerta a cambios arbitrarios y autoritarios–, sino que los jueces ordinarios podrían todavía realizar el control difuso respecto de esas reformas constitucionales. Además, aun en el caso de que el legislativo se adelantase con su propuesta de limitación de los mecanismos de defensa frente al Poder Reformador, en el extremo ello podría simplemente obligar a que primero se revocara la reforma en cuestión y luego se abordara la reforma al Poder Judicial en los términos actuales.
En el camino del desacato
La revocación parcial de la reforma judicial abre así una aparente disyuntiva: que se reafirme el Estado de derecho y se privilegie la Constitución, conforme a una sentencia judicial de última instancia vinculante para todos los poderes del Estado, o que los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la Unión no acaten, alegando la improcedencia de la revocación, y se entre en una abierta y grave crisis constitucional. Pero esto no es más que un falso dilema, de antemano resuelto: si se aprueba con los votos necesarios la resolución que invalida en parte la reforma judicial, ya se ha dicho que no se atenderá la decisión, con todas las consecuencias que de ello deriven.
La inmediata será el establecimiento de una dualidad en el orden normativo, con una reforma acotada por la Corte Suprema según los juzgadores y más extensa conforme otros Poderes. Eso dividirá desde su seno a las más diversas instituciones, confrontando no sólo a los representantes populares del bando mayoritario versus las hoy reducidas minorías, sino partiendo a los órganos superiores electorales entre quienes continúen con las tareas rumbo a unas elecciones carentes de sustento legal y quienes adviertan lo proscrito de las mismas.
Por otra parte, se pudiera dar paso a la manifestación abierta del desacuerdo no únicamente de trabajadores del Poder Judicial, sino del estudiantado interesado, corporaciones religiosas y parte del empresariado, que se expresarían con movilizaciones sociales que amenazarían ser inhibidas desde el gobierno para lograr contenerlas y acallarlas, o provocar su exacerbación, con el consiguiente riesgo de ruptura del orden social.
En lo mediato, las secuelas de esta crisis serían, además del esperable impacto en las condiciones para el crecimiento económico por la retracción de inversiones desde el exterior y la mayor complejidad para la negociación del Tratado comercial en la región norteamericana, un desorden y descomposición del Poder Judicial, donde podría darse la duplicación de titulares de puestos de juzgador y un difícil y confuso proceso de permanencia o relevo entre los actuales responsables y los supuestos sucesores.
Ello haría inoperantes e irrelevantes las resoluciones que se dicten por unos para los otros poderes y por otros para la sociedad. El caos se apoderaría del ámbito judicial y nadie sabría a ciencia cierta a qué atenerse. Este y no otro, como el pretendido combate a la corrupción, podría ser el objetivo auténtico de la reforma impulsada desde el Ejecutivo federal: aniquilar al Poder Judicial desde adentro, haciéndolo totalmente ineficiente, para permitir la concentración del poder real en una persona, la encargada de un Ejecutivo que por su naturaleza unipersonal no enfrentaría las divisiones que se exhibirían en otros poderes. De ocurrir esto, se limitarían las libertades sociales y se posibilitaría la perpetuación de una nueva élite política.
Además, como consecuencia del desacato a la resolución que acotaría la reforma, se daría una muy factible pérdida de legitimidad para el nuevo régimen, apenas en construcción, que pasaría del deseado iliberalismo con rostro democrático que pretendía, a una franca dictadura que habría perdido cobijo legal, al eliminarse la división de poderes y aniquilarse el Estado de derecho.
Hay que recordar que el iliberalismo es un sistema de gobierno en el que se mantiene la lógica formal democrática con elecciones, pero la ciudadanía carece de condiciones efectivas para su control, debido a la ausencia de las libertades civiles que caracterizan a las sociedades eminentemente democráticas y por el predominio de las mayorías, que avasallan a las oposiciones y margina o subordina al Poder Judicial. Empero, cuando la fachada democrática se desquebraja por la exhibición de los rasgos autocráticos del régimen, como resultaría del desacato de una revocación parcial de la reforma judicial dictada por autoridades competentes, fácilmente se transitaría de esta realidad iliberal a la abierta quiebra del orden democrático formal, pudiendo el gobierno, para mantenerse, percibirse obligado a echar mano de medidas de fuerza que contraríen y nieguen todo espíritu democrático.
El problema sencillo de la democracia es la pervivencia de las formas electorales. El problema difícil de la democracia es la dotación de legitimidad por la sociedad hacia el gobierno, que sustente el ejercicio de las funciones públicas y la externalización del debido monopolio de la violencia. El riesgo ahora es que eclosione el cascarón de una democracia superficial y se ventilen las pestilencias sulfurosas de un régimen autoritario.