EXCMO SR. EMB. DON JORGE CASTAÑEDA GRAN PRÍNCIPE DE LA ARROGANCIA
Muy Ilustrado Magíster de Maestros:
No se vaya a tomar a mal que me dirija a Vuestra Gracia con el título de príncipe, y menos aún con la calidad de arrogante, pues al hacerlo tan sólo reconozco la palmaria superioridad que emana de su linaje. Hay cosas que ni qué, como se dice en dialecto yucateco, y una de esas es el porte señorial, la mirada altiva, el verbo mandón y el gesto desdeñoso que distingue a los de su estirpe, un sello de alcurnia que los acompaña desde la cuna hasta el sepulcro.
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Antes que irritarlo, lo que deseo es confesarle que extraño sus intervenciones en el programa “Es la hora de opinar”. No es que fueran profundas y analíticas (a veces sí), no es que me parecieran informativas o reveladoras (a veces también), pero siempre eran maliciosas, harto malintencionadas, con el tufo inconfundible de la provocación. Su destinatario, más que el público, siempre fue el gobierno, y su esencia, más que opinar, era molestar al régimen, zaherirlo con alguna impertinencia, desnudarlo en su grosera ineptitud, retarlo donde más le duele, sin dudar en usar para ese fin las más atroces exageraciones y las más burdas mentiras. Maese Castañeda, en mi humilde opinión, cada vez que abría la boca tenía en mente su agenda personal, su propio diálogo con el poder, con lo cual, de paso, apuntalaba su fama de enfant terrible de la política nacional (aunque de infantes, para ser sinceros, ya no nos quede mucho).
En mis noches de insomnio, por no decir de pesadilla, alguna vez me pregunté qué hubiera pasado si Vuestra Arrogancia se hubiese convertido en presidente de México, como lo intentó en un par de ocasiones (y lo soñó toda su vida). ¿Hubiera gobernado el Castañeda demócrata de los discursos, el crítico reflexivo de los libros, ese que exige límites al Ejecutivo, división de poderes, organismos autónomos, justicia de primer mundo, y medios de comunicación insolentes y criticones? ¿O hubiese prevalecido el Castañeda irascible y déspota, ese que aterrorizó al servicio exterior cuando fue titular de Relaciones Exteriores, ese que humilló embajadores, que maltrató cónsules, y que llegó al patético extremo de aventarle su teléfono celular a un chofer de la embajada de Washington, enfurecido porque se equivocó de ruta?
Castañeda presidente, ¿hubiera sometido al Congreso? ¿Hubiera avasallado a la Corte? ¿Hubiera respetado las leyes, aceptado los errores, tolerado las críticas? ¿O hubiera sido una copia al carbón del actual régimen, un gobierno tal vez más ilustrado, quizás no tan chairo, pero igual de prepotente, de pendenciero y de implacable? En resumen, Castañeda presidente, ¿hubiera sido lo opuesto o lo mismo que AMLO?
Obvio, tómese Su Señoría todo lo anterior como una provocación. Lo bueno de este comentario es que el hubiera no existe…
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Ya que confieso tanto recelo y pongo tanto reparo al Castañeda político, es comprensible que Su Altivez se pregunte por qué lo elegí destinatario de esta carta. Antes de que me aviente el celular, la respuesta estriba en que reconozco sin regateos su erudición en los asuntos públicos, su extrema agudeza al analizar los entresijos del poder y su fina prosa para darnos alguna luz a los neófitos en politología.
De todos los Castañedas posibles, yo me quedo con el Castañeda académico, y de sus textos, esta semana rescato sin vacilar “La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México”, donde Vuestra Sapiencia desmenuza la transmisión del poder durante la etapa final del PRI hegemónico. Llama la atención que ese proceso haya sido tan parecido al primer relevo de Morena, que revivió hasta en sus más mínimos detalles los usos del tricolor: el presidente en turno escoge en secreto a su sucesor (a), máquina con teatralidad hasta hacerlo candidato (a), lo provee de cuantiosos recursos públicos para que gane la elección y le entrega la banda presidencial en una ceremonia de pompa y circunstancia.
Es una lástima que el recuento de tan buen libro finalice con el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, el último priísta que decidió quien sería su sucesor, no una, sino… ¡dos veces! (primero Colosio, luego Zedillo), pues con ese doblete finalizó también la prerrogativa de designar heredero. Luego de eso Zedillo perdió la elección, Fox no logró imponer candidato, Calderón ni impuso candidato ni ganó la elección, y Peña Nieto negoció en lo oscurito la entrega del poder. En realidad, en lo que va del siglo, el único que logró reanimar el dedazo con plena contundencia ha sido Andrés Manuel López Obrador.
Mas en esta nueva edición tal vez el dedazo fue idéntico en la trama, pero, si Vuestra Paciencia me lo tolera, diría que no lo fue en el desenlace, o sea, en la ceremonia de entrega del poder. Primero, comparado con la solemnidad que tenían los relevos del pasado, es de pena ajena ver al Congreso nacional convertido en un circo. Ahora lo que impera son las porras, lo que priva son los alaridos, lo que cuenta son las piruetas, y lo que busca el discurso es generar ruido, ya sea con abucheos, ya con aplausos.
Esa fue la impresión que me causó el mensaje inaugural de Doña Claudia, ungida el pasado martes como nuestra primera Jefa de Estado, esto es, nada más y nada menos que como Presidenta de México (así con A, como ella lo exige y lo demanda), quien utilizó la más alta tribuna del país para pronunciar un discurso partidista ante una multitud de acarreados (bastantes sí lo eran), donde por momentos se percibía a la ahora responsable de los destinos de la Patria como la encargada de construir el segundo piso de la 4T.
En ese tenor, poco por la mañana y mucho por la tarde, Doña Claudia hizo una lista de cien promesas, a todas luces imposibles de cumplir. No sé si Vuestra Ilustración coincida, pero eso de prometer y no cumplir, y en el trayecto afirmar que cumplieron de sobra y con creces, se está volviendo costumbre en los mandos de Morena. El mejor ejemplo es Andrés Manuel, que prometió que recuperaría la seguridad, combatiría el narcotráfico, regresaría al ejército a los cuarteles, terminaría Dos Bocas y el Tren Maya, crecería al cuatro por ciento y acabaría con la corrupción, hazañas que no se concretaron más que en el micrófono de la mañanera.
Pero lo más notorio de esta entrega de poder es que nunca se percibió que hubiese tal entrega. Como bien ilustran los ensayos de Vuestra Erudición, los presidentes del pasado sí elegían a su sucesor, pero sí les entregaban el poder, es decir, el liderazgo del partido, el control del Congreso, la integración del gabinete y anexas. López Obrador se fue por la libre: se adueñó del partido, se afirmó en el Congreso, se entrometió en el gabinete, controló por completo los meses de transición, fijando la agenda cotidiana de su heredera, y prometió en forma reiterada que se retirará de la política, otro compromiso que no va a cumplir.
La ceremonia del martes fue prueba ostensible de su apego al cargo y al encargo, un espectáculo inaudito de culto a la personalidad, con rasgos de idolatría. Fue la propia Doña Claudia quien inició la ronda de ditirambos, saludando a AMLO antes que al Congreso y luego llamándolo ‘el dirigente político y el luchador social más importante en la historia moderna’, ‘el presidente más querido’, y ‘para millones, aunque a él no le gusta que se lo digan, el mejor presidente de México’ (claro que no le gusta: ¡le encanta!).
Yo no he leído gran cosa, Vuestra Eminencia, pero hasta donde alcanzan mis saberes, corríjame si me equivoco, alabanzas de ese tamaño no se oían en la tribuna del Congreso desde los tiempos de Don Porfirio, a quien sus aduladores llamaban ‘patricio esclarecido’, ‘insigne estadista y pacificador’, ‘admirable bienhechor de la Patria’ y otras lindezas semejantes.
La quema de incienso no paró ahí. Ya en su discurso, tras haber jurado el cargo, Doña Claudia se confundió y, volteando hacia donde se encontraba Andrés Manuel, dijo con todas sus letras: ‘como nos dice el Presidente’. De inmediato se dio cuenta del desliz, pues la Presidenta ya era ella, así que al momento corrigió, ‘como dice Andrés Manuel López Obrador’, pero fue notorio que en algún lugar de su mente él sigue siendo el líder, y ella la seguidora. También hay que anotar en la bitácora que las hordas morenistas culminaron la jornada con su porra zalamera, ‘es un honor, estar con Obrador’, poco sensibles al hecho de que ya tienen otra líder.
Una gran cantidad de comentócratas, entre ellos Su Señoría, han manifestado en todos los tonos el peligro de que el gobierno entrante no tenga contrapesos, que someta al Legislativo y a la Corte, que desaparezca los órganos autónomos, que no rinda cuentas y que no dé explicaciones. Todo eso es verdad pero, para efectos de gobernar, de imponer la agenda, de fijar el rumbo, me temo que Doña Claudia va a tener de frente, por arriba y a los costados un abrumador e indeseable contrapeso, que responde al nombre de Andrés Manuel López Obrador.
Deseando como nunca estar equivocado en el pronóstico, le ruego a Vuestra Académica Autoridad que no se tome a pecho el rosario de impertinencias que acumulé en esta kilométrica misiva y que, con proverbial elegancia aristocrática, acepte el saludo y el reconocimiento de