Recientemente, fui invitada a participar en un foro sobre ciberseguridad donde se discutió un tema recurrente: ¿cómo puede la legislación nacional seguir el trepidante avance de la tecnología? En particular, se planteó la cuestión de si es posible reducir la brecha entre el desarrollo tecnológico, específicamente en ciberseguridad, y los resultados regulatorios en esta área. Mi respuesta fue clara: no es necesario que la tecnología y la regulación vayan a la par, porque la naturaleza de ambas es, por definición, distinta.
Pensar que la regulación tiene que ir a la misma velocidad que la innovación tecnológica es no entender la esencia de la innovación misma. El objetivo de la regulación no es restringir la creatividad o el avance tecnológico, sino moderar el uso que se hace de esa tecnología, regulando conductas humanas. No podemos aspirar a fomentar la innovación y, al mismo tiempo, colocarle una correa restrictiva. En lugar de eso, debemos centrar los esfuerzos regulatorios en temas críticos, como la ciberseguridad, donde la intervención del Estado se vuelve esencial para garantizar un entorno digital seguro.
Un punto crucial en esta reflexión es que, en muchos casos, la ausencia de regulación es preferible a los efectos negativos que puede generar una mala regulación. La tentación para los legisladores es, a menudo, la de crear leyes que parezcan estar a la vanguardia, sin considerar completamente las consecuencias a largo plazo ni consultar con los actores clave del ecosistema. Esto resulta en regulaciones que, en lugar de promover la innovación, acaban por obstaculizarla.
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Los procesos legislativos que incluyen diálogos profundos y consensuados entre el gobierno, la industria, organizaciones sociales y la academia tienden a ser más lentos, pero son infinitamente más resilientes y sostenibles. Las soluciones que surgen de estos procesos no solo responden mejor a las necesidades reales de la sociedad, sino que también permiten que la tecnología siga evolucionando sin poner en riesgo los derechos y la seguridad de los usuarios.
Es vital que entendamos que la regulación no es una carrera mano a mano con la tecnología. No se trata de "alcanzar" la innovación, sino de crear un marco de referencia flexible que permita que la tecnología avance de manera responsable. Un marco que aborde los riesgos reales, como los relacionados con la ciberseguridad, y que, al mismo tiempo, deje espacio para que la creatividad tecnológica florezca.
La ciberseguridad es un ejemplo perfecto de cómo este enfoque puede funcionar. No se trata de regular la tecnología en sí misma, sino de establecer reglas claras sobre su uso, las responsabilidades de los actores implicados y las protecciones necesarias para los usuarios. El desafío es crear normas que sean lo suficientemente sólidas para garantizar la seguridad, pero lo suficientemente flexibles para adaptarse a los rápidos cambios del entorno digital.
Con este enfoque, la regulación y la innovación no necesitan competir entre sí. En lugar de eso, pueden complementarse, creando un entorno donde el avance tecnológico se integre con un marco regulatorio que proteja a las personas y fomente un desarrollo sostenible y seguro.