Lo ignoramos casi todo de Elisabeth Sparkle (Demi Moore), protagonista de “La sustancia”, la película dirigida por Coralie Fargeat. Elisabeth fue actriz, ganó un Oscar, su nombre está (rodeado de la habitual estrella) en el Paseo de la Fama en Hollywood Boulevard. Tiene cincuenta años. Es muy guapa y conduce un programa de ejercicios en la televisión. También tiene un jefe misógino y horrible. No sabemos nada de sus orígenes, de su pasado, de su familia, de sus amigas, de sus parejas. ¿Qué piensa de la vida? ¿Qué le gusta además del dinero y la fama? ¿Lee? ¿Toma café? Por allí comienza la insustancialidad (elegida para los fines de la película) de su persona. Vemos un cuerpo femenino que se agita armoniosamente, guiando a otros cuerpos femeninos que se agitan igual para conservarse bellas y sanas. En su casa aparece brevemente otra mujer: una trabajadora del hogar tomada de lejos que no emite una sola palabra: otro cuerpo femenino en marcha.
Desde la cabina de un baño, Elisabeth escucha a su jefe explicando, en una joya del edadismo, los inconvenientes de tener que soportar en la pantalla a una mujer que ha dejado de ser joven. Bueno, no a una mujer: a un cuerpo. Ese es el punto. Sus senos ya no son lo que eran. De principio a fin: la cosificación. Elisabeth está atrapada en una corporalidad que, necesariamente terminará por traicionarla. Con o sin la “sustancia” química que aparecerá después. ¿Quién se salva – a la larga– de las deserciones del cuerpo? Por el momento, es una mujer sana al borde del desempleo. Deducimos que si ahora ofrece clases de gimnasia es porque la industria del cine consideró en algún momento que ya era tiempo de prescindir de su presencia.
De una voz masculina surge el milagro: existe una pócima que puede convertirla en “la mejor versión de ti, más hermosa, más perfecta”. Queda claro que más joven, no se especifica dato alguno de en qué podría consistir la “perfección”. ¿Más inteligente? ¿más sabia? ¿más empática? ¿Más dispuesta a escapar del cruel contrato de las pieles? Nada de eso. Más acinturada, con músculos más firmes, con ojos más grandes y azules. La voz aclara que serán dos, pero que serán la misma. Separadas, pero inseparables. Elisabeth no tiene tiempo de reparar en los detalles. Imposible no pensar en el retrato de Dorian Gray en el que la persona de la realidad se embellece, mientras el retrato se corrompe. Elisabeth elige la poción inyectada y surge Sue. Visualmente fantástica.
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Pero ese alter ego por el cual Elisabeth pactará su decadencia no es un retrato: es otra persona capaz de sentir emociones bien diferenciadas, capaz de rebelarse, a pesar del vínculo que las une. Sue es contratada para ocupar su lugar en el programa. La gloria (por procuración) regresa. Mientras Elisabeth vive encerrada, Sue brilla. Hasta que comienza a desatarse la tan llevada y traída rivalidad entre mujeres como en las canciones de Jenni Rivera. Elisabeth es una especie de madre que no soporta la juventud de su hija como si sucediera a costa de ella, solo que en esta ocasión no hay metáfora: sucede a costa de ella. Comienza a comer desaforadamente para afectar el cuerpo perfecto de esa joven ya convertida en La Otra. Se enfrentan y las enemigas se hacen volar a golpes por la sala. No hay marcha atrás para Elisabeth que se ha convertido en un cuerpo cada vez más alejado de lo humano.
Sucede en escenas que me recordaron a los Transformers, unos muñecos extraños que les gustaban a mis hijos; les deban vuelta y aparecía una segunda cabeza, un tercer brazo. La sustancia milagrosa se ha convertido para Elisabeth en un veneno que la discapacita. Su cuerpo se deforma. Mucha violencia. Ríos de sangre. El body horror en todo su esplendor. La una y la otra ya se detestan y solo quieren destruirse. Aprendieron bien de ese exterior misógino, de esa máquina implacable trituradora de belleza y juventud: rivalizar, odiarse la una a la otra, abandonarse a sí mismas en aras de ser miradas. Nada más importante, más poderoso: ser miradas. Ser “elegidas”. Colocar en la juventud y la belleza el valor máximo. Aceptaron el pacto que terminó devorándolas. Como sucede en la realidad.
El final es terrible: a final de cuentas antes de la pócima, Elisabeth era una mujer sana de cincuenta años con un problema muy específico: estaba desempleada. Una horrible alegoría de la cosificación de las mujeres. Y recordando a Bourdieu cuando habla de “la violencia simbólica”, de la manera en la que las mujeres mismas –harakiri de harakiris– participamos en su perpetuación. Mientras dura.