En la medida en la que la edad avanza una va acumulando pérdidas. Despedir a la generación que nos antecede se convierte en un doloroso e imparable ritual. Podemos decirnos: es ley de vida, “ya era muy mayor”, “ya no estaba bien”, “vivió una larga y buena vida”. Si tan solo pudiéramos ser tan racionales. Pero paulatinamente desaparece el mundo conocido. Mueren los padres. Visitamos por última vez la casa familiar. Nos atropella la infancia. Las memorias llegan en ese tropel que nos descobija; ¿es posible que nunca más? ¿Cuándo fue la última vez que dormimos todos bajo el mismo techo? ¿cuándo fue la última vez que nos reunimos sin saber que era la última? ¿Cuánto quedó por preguntar? ¿cuánto quedó por ser dicho?
Desaparece el que alguna vez fue un hogar en común. ¿Quién se atreve a desmantelar la casa? Mirar los objetos que tuvieron un dueño y de pronto se quedan abandonados. Huérfanos. El reloj en la mesita junto a la cama, el pijama que cuelga en el baño, el cuadernito de apuntes con aún tantas páginas por llenar. ¿Qué hubiera escrito? Aunque a una le quede muy claro que, para entonces, su padre, ya no podía escribir. La pera de box para su ejercicio. La miel de sus hot cakes. El pan dulce de su cena. Sus papeles. Las cartas del hermano. Las fotos de juventud. Guardo todo lo que puedo. Lo guardo.
Cuando llega la edad madura el teléfono va a sonar muchas veces para anunciarnos que hay un fin que se acerca. Si vivimos lejos: que hay un fin que ya llegó. ¿Acaso no es lógico? “La edad”, nos decimos. El tío que llegó un día de la ciudad de México cargando una entera colección de libros de cuentos porque en la ciudad no había librerías. Una colección de libros muy grandes con ilustraciones. Todos los clásicos. Los libros que aún existen vueltos a encuadernar porque los bordes se fueron deshilachando de tanto trajinarlos. Los adultos eran eternos. Los tiempos de la infancia. La maravilla de esas páginas que una va a agradecer la entera vida. El tío le regalaba el mundo a su sobrina. Sus primeras lecturas.
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Anoche sonó el teléfono. La tía. La esposa de ese mismo tío, el de los libros. Les digo que el tropel de memorias regresa: era fuerte, altiva, divertida. En la adolescencia boteaba junto a ella en las colectas de la Cruz Roja. Era risueña y le gustaban las fiestas. Cuántas navidades, cuántos fin de años en su casa. Era la cuñada y la mejor amiga de mi mamá. Se acompañaron siempre. El capítulo de sus vidas se cierra. Ahora sus hijos tienen que enfrentar el ritual inevitable: deshacer la casa. Mirar los objetos, esparcirlos. Ya nada une a esos objetos entre sí, retomaran un sentido distinto en otros espacios. En otras familias.
En realidad no estoy en la ciudad de las calles que se inundan donde los hechos suceden, donde la ceremonia de la despedida tiene lugar, pero la noche me arrastró a la infancia. Estuve allí. Estoy allí. Vamos juntos a un pueblo hermoso que se llama Teapa. A la Quinta se sube por una escalera de piedra rodeada de Buganvilias. A lo lejos miramos los cerros. La familia de mi madre y la familia de su hermano. Siete niños. A las seis de la mañana habrá tortillas con nata. Mi tío nos narra historias, conoce cantidades de anécdotas que cuenta y actúa. Mi tía es más callada. Más retenida, se ríe de los excesos de su esposo. Ya no están.
Pero insisto en la memoria y la escribo y llamo a una aceptación de la realidad que algún día tiene que llegar. Mi generación se va quedando sola de esa soledad que implica perder a sus mayores. Sola de esas referencias que algunas aceptamos y otras no, pero que constituyeron el centro mismo de nuestro micro-universo. Una puede andar por el mundo a lo largo de su vida, pero pareciera que hay un rincón particular donde su ombligo se queda enterrado. Es probable que se prefieran otras ciudades, otros modos de vivir, sí, es muy probable, pero ese inolvidable primer universo nos acompaña. Ya son memoria, los primeros amores. Una punzadita de dolor por cada nombre, por cada ausencia. La vida ya es así. Ya son y siempre lo serán: memoria. Les digo, nos vamos quedando solos.