Cuando hablamos de la Navidad y sus nostalgias solemos referirnos a las imágenes entrañables de la infancia y adolescencia y de la familia –relativamente armónica o armónica– reunida alrededor de una mesa. Adornar el árbol, preparar los guisos, escuchar música navideña y abrir regalos es conservar una tradición que –se supone– nos hace felices. ¿Acaso podría ser de otra manera? En todo caso y esta es la parte más compleja de la Navidad: se considera que tendría que hacernos felices. Tendría que emocionarnos y llenarnos de “amor y paz”. Cultural y socialmente existe una obligación a la alegría y a la festividad asociada al mes de diciembre, nos cuesta trabajo respetar a quienes sienten distinto y respetarnos a nosotros mismos cuando sentimos distinto.
Qué carga tan enorme la obligación de ser felices. Sobre todo, para las personas y las familias que no lo son y que viven esa exigencia que acorrala desde todas las esquinas: algo debe estar muy mal en ti si este año la Navidad no te gusta o si no te gusta nunca. Las pérdidas en las familias nos llevan a nostalgias muy intensas: “cuando estábamos todos”, “cuando mis papás estaban juntos”, “cuando mi hermano estaba vivo”. No todas las familias están en la posibilidad de resolverlas reuniéndose. Hay quienes necesitan distancia, tiempo, silencio. Y tenemos que respetar, aunque “la tradición” se nos imponga. Respetar sin idealizaciones y sin juicios.
La Navidad tiene otro poder muy doloroso: provoca la nostalgia de lo no vivido. Desde que comienza a anunciarse nos confronta a ideales de familia y de encuentros amorosos que muy probablemente no existieron en la vida de millones de personas. Es la larga temporada del “si hubiera”. “Si hubiera sido distinto”, “si fuéramos una familia unida”, “si no hubiera existido tanta violencia”, “si hubiera recibido alguna vez un regalo”. ¿Por qué se agudiza esa sensación de soledad e inadecuación? Justo por la presión de ese llamado a la felicidad que dificulta tanto aceptar las diferencias. Existen tantísimas personas para quienes es una época muy triste y solo desean que ya, por favor, sea primero de enero.
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Si quiero celebrar las navidades porque es una experiencia amorosa que sí viví, o porque es un resarcimiento dado que antes no lo viví, no hay duda de que está muy bien. Pero hay una cantidad enorme de emociones bien distintas asociadas a las fiestas navideñas y no permitimos que fluyan. “Qué amargado” quien se engenta en la fiesta de la empresa. “Qué aguafiestas” quien quiere quedarse solo con su familia nuclear y no participar cada vez en la cena de la familia extensa. “Qué inadaptado” quien irrumpe en llanto en una fiesta donde todas/os cantan y celebran. “Qué pedante” quien quiere ponerse su pijama y cenar cereal en su casa.
Las grandes celebraciones son como una ola que intenta homogeneizarnos. En la realidad no es posible ni deseable. Es necesario que haya espacio para nuestras diferencias y para las coyunturas de vida de cada persona. Es necesario que quepa la posibilidad de ofrecer regalos materiales o de no ofrecerlos. Los regalos pueden producir mucha tensión en las familias. A veces se puede, a veces no. A veces hay ganas, a veces no. Qué angustia confundir el cariño con las compras mientras de comercio en comercio nos deslizamos ¿sonrientes? Hacia la cuesta de enero. Ojalá pudiéramos ser más libres. Ojalá la supuesta etapa del “amor y la paz” no fuera una época tan llena de exigencias e intolerancias. Que estar juntas/os –con regalo o sin regalo– sea una elección. Que cada quien sea libre de lo que quiera y pueda.