Este fin de semana acudí a conocer la llamada “Calzada flotante”, la recorrí primero de la Segunda Sección de Chapultepec a la Primera y luego de regreso. Cuando estaba a punto de llegar a las escaleras de Los Pinos, vi acercarse a un hombre joven, de pelo y barba rubias, lentes oscuros redondos, quien hacía ademanes de emoción, al ver, probablemente por primera vez, el puente peatonal bautizado como “Calzada Flotante”. Cuando pasó junto a mí, murmuró “Viva la 4T, chingao”.
Por un momento, pensé preguntar: “¿Te encuentras bien?”. Naturalmente, me contuve, pero sí reflexioné sobre el caso específico de la llamada “Calzada Flotante”, que ni es calzada, ni es flotante. Que lo haya hecho el actual gobierno es motivo de orgullo para sus seguidores, entre los cuales asumo estaba el emotivo ‘güerito’. Que el diseñador de la calzada no sea un arquitecto, sino un artista cuya obra no se destaca por la estética sino por la disrupción, da pie a que el resto de los mexicanos podamos usarla y observarla como lo que es: un puente un poco más ancho que el resto de los puentes antipeatonales de la ciudad.
Aunque en esta colaboración seguiré hablando de la “Calzada Flotante”, en realidad la utilizo para llegar a la reflexión más importante ¿Cómo se debió hacer la calzada y cómo deberíamos realizar todos los proyectos de movilidad? Me refiero a lo procedimental.
Celebro que las dos primeras secciones de Chapultepec ahora estén conectadas mediante un puente, pero estrictamente fue en el gobierno de Marcelo Ebrard cuando quedaron desunidas. Se dio paso a la Autopista Urbana Norte y, en vez de que el proyecto contemplara la unión de ambas secciones, la Secretaría de Obras y Servicios de esos años ignoró los flujos peatonales transversales al Segundo Piso del Periférico. El origen de la calzada fue la falta de previsión y planeación de la ciudad. Un simple puente no revierte la división de ambas márgenes de Chapultepec, sólo une puntos específicos.
Quizá el método más adecuado para diseñar la “Calzada Flotante” debió ser un concurso arquitectónico, pero aún obviando esta opción, un nombre tan pretencioso exigía algo más que un simple puente de acero, de estética débil, sostenido por columnas tubulares ramificadas. Puedo ir más lejos en el cuestionamiento a la “Calzada Flotante”. Uno de los principales flujos hacia la Segunda Sección de Chapultepec proviene del transporte público: el metro Constituyentes de la Línea 7. Esos flujos no fueron tocados por la obra de Gabriel Orozco pues implicaba afectar la calle de Electrificación, hoy al servicio de un hospital militar.
En la medida que el gobierno en turno atribuye grandilocuencia a una obra menor, en este caso la “Calzada Flotante”, el juicio puede ser de la misma escala, pero no aspiro a quedarme en ello, sino en la reflexión sobre cómo, mientras los triunfos de unos impliquen las derrotas de otros, las obras públicas serán magnificadas o minimizadas en función de la simpatía o la aversión políticas. La obra pública es propaganda antes que progreso.
Una de las mayores obras del México contemporáneo es el Puente El Baluarte, que conecta la costa del Pacífico con el norte del país, en la ruta Mazatlán-Durango. Su construcción tardó cuatro años y fue el puente atirantado más alto del mundo. Si la celebración de una obra así depende de las simpatías políticas, sólo los calderonistas podrían estar orgullosos. Sin embargo, si entendemos que ese puente forma parte de una estrategia nacional de carreteras y autopistas que inició en la administración de Carlos Salinas de Gortari, obras como esa pueden ser celebradas más allá de las simpatías políticas.
Los impactos negativos de la “Calzada Flotante” son mínimos. Ayuda a integrar, pero en su concepción se perdió la oportunidad de generar más rutas de unión en Chapultepec, y sobre todo, hacer una obra arquitectónica icónica. No será la primera ni la última vez que perdamos este tipo de oportunidades. La diferencia no está en que gane Morena o que gane la Alianza, sino que, como mexicanos, podamos construir procesos de planeación e instrumentación mucho más ricos.
Hace unos días renunció el Director General del Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva de la Ciudad de México, Pablo Benlliure. Es una mala noticia, como también lo es que se haya caído el proceso de aprobación de los documentos básicos de la planeación urbana de la capital mexicana. Seguimos sin planear nada. Mala ley, instituto sin rumbo y ciudad sin instrumentos de planeación.
El destino de la metrópoli lo marcan la casualidad y los triunfos de cada una de las fuerzas políticas en la entidad y su zona metropolitana, no un proceso de planeación. Vivimos a expensas de la genialidad. Unos celebrarán sus obras como el tipo que se emocionó al ver el puentesote peatonal de Chapultepec; otros harán coraje y otros seguiremos la ruta estéril pero divertida del sarcasmo.
