Con demasiada frecuencia partimos de nuestros ideales para vivir la vida, sobre todo en los temas que tienen que ver con nuestros vínculos amorosos fundamentales. Necesitamos pensar/sentir que hay relaciones –a priori– luminosas y sin contratiempos notables. ¿Por qué? Porque poner en duda los espacios más íntimos en donde nos jugamos la piel nos llena de angustia. De la misma manera en que solemos idealizar la figura materna dejando de lado a las madres de la realidad y a la enorme variedad de maneras de ser madre, tendemos a idealizar las relaciones entre hermanas/os.
El amor filial se da por hecho desde los comienzos de la vida, como si realmente existiera algo parecido a un “llamado de la sangre”. Las expectativas de que la llegada de un/una hermanito/a al mundo no puede ser sino motivo de alegría para la personita que ya forma parte de una familia es recurrente. Primero, porque preferimos negar que las emociones positivas y no tanto ya están presentes en las infancias en toda su intensidad: amor, desamor, ira, desamparo, celos, envidia, miedo. El egoísmo es inherente a la condición humana.
Pero aprendemos. Poco a poco vamos reconociendo y aprendiendo a manejar nuestras emociones, si nos dan la oportunidad de vivirlas y expresarlas. En los ideales el trabajo de emociones no cabe. ¿Por qué cabría lo que no aceptamos que existe? Asumir que el amor y la aceptación entre hermanas/os se dan de inmediato –cada vez y sin falla– nos impide ofrecer a las infancias la oportunidad de entender lo que sucede dentro suyo. Esa niña, ese niño siente la necesidad de defender su espacio. Teme que le arrebaten lo que considera suyo.
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Pasa de ser el centro de atención a experimentar la llegada de una personita minúscula a la que de golpe todas/os rodean, admiran, aplauden. Tiene que compartir el amor, el tiempo, el espacio y los cuidados. No está fácil de transitar por mucho que le hayan explicado las bondades de la familia que crece. Esas personas adultas de quienes depende para sobrevivir están ocupadas. Todos sus logros y sus aprendizajes palidecen ante un ser minúsculo al que se le celebra hasta el más mínimo gesto. Por esto en tantas ocasiones percibimos un retroceso en los avances del/la hermano/a mayor.
También le llega el golpe de nostalgia: esa/e bebé tiene derecho al seno materno, al biberón que él/ella ya tuvo que abandonar. Le contaron que era parte de crecer y que crecer es buenísimo, pero no es tan sencillo que lo entienda cuando otra persona goza de sus antiguos privilegios. Que el hermanito mayor sienta celos por la menor es lo más natural de este mundo. También que se enfurezca, que le lance miradas rabiosas, que le esconda su juguetito preferido, que manifieste de muchas formas que se siente desplazado y no le gusta. Si actúa un daño contra el recién llegado o si puede verbalizar sus celos, es una gran oportunidad para conversar.
Conversar sin hacerle sentir que sus emociones son “malas”, que no tiene derecho a sentir lo que siente. Sus emociones son suyas y claro que tiene derecho a sentirlas, lo que le espera es el aprendizaje del respeto: lo que no puede permitirse es hacer daño. Forzarlo –tantas veces sin darnos cuenta– a que niegue sus emociones, sonría y abrace sin ganas, mientras le decimos que eso es ser un “niño bueno”, nos lleva a correr el riesgo de una negación de la realidad que no anula las emociones de fondo, solo obliga a ocultarlas. Y lo que se oculta termina estallando. Tarde o temprano.
Así como abundan las historias del aprendizaje del amor entre hermanos que se traduce en cuidados y solidaridad a lo largo de la vida, abundan las historias más destructivas. Las rivalidades y envidias entre hermanas/os –silenciadas por décadas– que llevan a traiciones, fraudes, engaños y violencias de distintas intensidades. Cuando tardíamente la violencia muestra su cara puede ser muy difícil dar marcha atrás. Ese/esa hermano/a que se sintió despojado, va a despojar. La madre, el padre miraron más al mayor, al menor, a la hermana, a cada quien su historia y, además, el agraviado se sintió obligado a callar. Con todo su desamparo transformado en odio a cuestas.
¿Cuándo habría sido posible evitar la catástrofe? Comencemos por la infancia. Es allí donde se juega el futuro, donde se trabajan el amor y la empatía. Comencemos por escuchar a las/los niñas/os en sus desamparos. El derecho a las emociones que consideramos “oscuras” abre el camino a la posibilidad del amor. Nos dignifica como personas. Nos humaniza. Si aceptamos la complejidad de nuestras emociones y que ya están presentes en la infancia, si dejamos de lado nuestros ideales para asumir la realidad, estamos trabajando esperanza.