MALTRATO FAMILIAR

El maltrato

A partir del maltrato que padeció en su infancia, Alice Miller fue trabajando toda su vida y de manera insistente, la necesidad de mirar atrás y de aceptar, sin idealizaciones, nuestras vivencias de infancia. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Releía a la psicóloga y filósofa polaca Alice Miller, autora de “El drama del niño dotado”, “Es por tu bien”, “El saber proscrito”, “El cuerpo nunca miente”, “Salvar tu vida”. Regreso a ella en el contexto de los niveles de hostilidad cotidiana en los que estamos viviendo. No me refiero aquí a la violencia grave, ni a la violencia extrema, sino a esa manera en la que la convivencia en las familias se da de una manera autoritaria y represora de las emociones en las infancias, muchas veces sin que madres y padres estemos conscientes de lo que estamos haciendo y, que, termina traduciéndose en una hostilidad naturalizada

Quizá venimos nosotras/os mismas/os de infancias arrinconadas, sometidas, sin derecho a las palabras. A partir del maltrato que padeció en su infancia, Alice Miller fue trabajando toda su vida y de manera insistente, la necesidad de mirar atrás y de aceptar, sin idealizaciones, nuestras vivencias de infancia. Pero un mandato cultural y social pareciera imponerse: la prohibición de cuestionar a madres y padres. La demanda de una lealtad ciega hacia las figuras tutelares que nos lleva a reprimir nuestras verdaderas emociones y a “inventarnos” infancias redondas y felices en las que el dolor, los celos, el enojo, el maltrato son arrancados de raíz para construir memorias idílicas y sin fisuras.

Pero “el cuerpo habla” y nos dice Miller: “el cuerpo no miente”. Tendemos a somatizar. A vivir un desasosiego que no logramos explicarnos porque todo pareciera “estar bien”. Crisis de pánico. Angustias de orígenes inexplicables. Súbitas crisis de ira. Insatisfacciones persistentes, amarguras hondas. Con frecuencia venimos cargando un legado que nos pesa y al que la culpa no nos permite analizar. ¿Cómo podría cuestionar mi infancia si todo lo que sucedió no fue sino por “mi bien”? Si la crianza no puede haber tenido de fondo sino las mejores intenciones. Si me insultaban era porque me querían, me faltaban al respeto “para ponerme límites”, me invadían porque las/los hijas/os deben de obedecer a los padres que siempre tienen la razón.

La educación que exige sumisión tiene un costo. ¿Quién se somete sin negarse? Tiende a cortar la creatividad y las alas. Se nos va demasiada energía en reprimir el dolor y la rabia que nos provoca haber padecido tratos injustos, y sin analizarlos corremos el riesgo de repetirlos.  Miller llama “pedagogía negra” a las crueldades en la crianza justificadas como “necesarias”. Dejar a un bebé llorar hasta que se duerma agotado por el cansancio y la desesperanza, por ejemplo. ¿La explicación? A los tres, seis meses ya es un “manipulador” al que tenemos que controlar. Callar a una niña cuando intenta expresar lo que siente ante un familiar que la maltrató: “tu tía lo hace por tu bien, porque te ama y quiere educarte. No se te ocurra volver a quejarte de ella”.

La prohibición familiar y social de cuestionar a las personas adultas de nuestro entorno nos envía un mensaje muy rotundo: “si te parece que estás recibiendo un trato injusto, te lo estás imaginando”, “eres una niña ingrata”. La personita va a dudar de quién es, de lo que siente, desarrollará una idea negativa de sí misma. Mejor idealizar que hundirse en la culpa. A veces he tenido la impresión que entre más autoritaria haya sido la educación, más esas/esos niñas/os, ya de adultas/os, insistirán en la grandeza de sus padres. Como si sus narcisismos fragilizados solo pudieran sostenerse construyendo quimeras: son los mejores hijas/os porque tuvieron los mejores padres. 

Todo está bien en el mejor de los mundos. Pero la hija que soñaba con ser profesora de primaria tuvo que estudiar otra carrera que detesta y que ejerce cada día, porque ese oficio era el sueño no cumplido de su madre. Todo está bien, pero el hijo se casó con la amiga de infancia que correspondía a los mandatos familiares aún sabiendo que sus deseos estaban en otro lado. Todo está bien, pero la hija cae en una depresión sin que pueda entender qué le sucede: cumplió con las expectativas de su entorno, ¿acaso no eran las suyas? ¿habrá sido posible que sus anhelos no coincidieran con lo que se esperaba de ella? ¿por qué siente tanta furia contra sus hijas? ¿por qué necesita someterlas? ¿por qué las envidia?

Seguir siendo –sobre todo-– hija, hijo. Si durante la crianza nos hicieron pensar que nuestras emociones no eran legítimas, que nuestros deseos no eran valiosos, que nuestras palabras no merecían ser escuchadas, nos resultará complejo no repetirlo. En estos escenarios olvidamos que los padres traen su historia. Que quizá ese bofetón que nos propinaron no fue porque “lo mereciéramos”, sino porque ellas/os mismas/os fueron víctimas de un trato violento que reproducen sin pensarlo demasiado. “A mí me daban de cinturonazos y no salí tan mal”. “A mí me encerraban en la alacena porque era rebelde y así aprendí”. ¿Quizá hay otras maneras de aprender?

Miller escribe: “El descubrimiento de que fui una niña maltratada, de que desde el principio de mi vida tuve que amoldarme a las necesidades y los sentimientos de mi madre sin tener la menor oportunidad de sentir los míos, fue una gran sorpresa para mí”. ¿Y hacia dónde nos convoca cuando nos llama a cuestionar nuestros dolores, nuestras impotencias de infancia? Hacia la posibilidad de detenernos y experimentar compasión y amor por la niña/el niño que fuimos. Es un tránsito hacia una nueva forma de vivir que no se instala en la negación, sino en la aceptación. Que no se enquista en la queja, sino en el movimiento. Recordando la célebre frase de Jean Paul-Sartre: “somos lo que hacemos con lo que nos hicieron”.