PELÍCULA LOS CAIFANES

La inolvidable película “Los Caifanes”

“Los caifanes”, la película dirigida por Juan Ibáñez en 1967 es uno de los grandes clásicos del cine mexicano. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

“La noche es larga Caifanes”, dice El Gato (Sergio Jiménez), jefe de la banda. Todo va a suceder en una noche. El encuentro entre Paloma (Julissa), “la señorita” de una familia acomodada, su novio Jaime (Enrique Álvarez Félix), el arquitecto arrogante y pomposo y “Los caifanes”, un grupo de aparentes malandros que, a fin de cuentas, no lo son tanto. “Los caifanes”, la película dirigida por Juan Ibáñez en 1967 es uno de los grandes clásicos del cine mexicano. El escritor Carlos Fuentes fue pareja de la actriz Rita Macedo, madre de Julissa. Escribió el guion para la película y junto con Ibáñez, convocaron a la joven actriz para el papel protagónico de Paloma. Un rol hecho a la medida de su espontaneidad, de su juventud, de su suavidad y de su risa.

La noche en la ciudad de México a finales de los años sesenta. La reunión en una casa elegante con conversaciones “intelectuales” y tres idiomas que se mezclan. ¿A dónde van a seguir la fiesta? Al “Quid”, el célebre centro nocturno de la época. Pero Jaime y Paloma prefieren quedarse solos. Se internan en las calles de la ciudad bajo la tormenta. Es tiempo de caricias. Por el momento, solo eso. Paloma le dice a Jaime que es “el arquitecto más guapo, más elegante y más inteligente”, muy probablemente en ese orden. Si bien no es el mejor orden posible, ella todavía no tiene manera de saberlo. Nunca ha salido de su jaula. Tal vez se aburre, pero no está tan segura. Se resguardan en un carro que suponen abandonado. 

El Gato se asoma por la ventana del carro. Sus amigos se le suman. El “Mazacote”, (Eduardo López Rojas), el “Azteca” (Ernesto Gómez Cruz) el “Estilos” (Oscar Chávez). Se presentan: son los caifanes. “¿Qué es un caifán?” pregunta Paloma más bien fascinada. Intuye una noche en la que ella, también, podrá asomarse por cantidades de ventanas. “Caifán es el que la puede todas”. El habla de los barrios marginales. Los albures. Los constantes juegos del lenguaje. “Qué divino hablan, hasta parece otra lengua”, exclama Paloma. Es otra lengua. La primera mirada entre Paloma y el “Estilos”. La letra de la música de fondo: “Voy a buscarte/Voy a encontrarte/Voy a llevarte/Fuera del mundo/fuera del mundo”. La espectadora se derrite. 

Los que eligieron no ir al “Quid”, terminan en un cabaret de barrio que se llama “El Géminis”. En el baño las mujeres le aconsejan a Paloma cómo pintarse, le preguntan para quién “talonea”. La noche es una fiesta. Carlos Monsiváis irrumpe vestido de Santa Claus ebrio: “Órale, arriba la naquiza. Vivan mis nacos”. Un Santa Claus arrepentido que llama a su madre. Por si fuera poco, el “Estilos” se lanza con “El brindis del bohemio”, el poema de Guillermo Aguirre Fierro, título que Monsiváis eligió durante años para nombrar su columna. La oda a la madre santa. Cuántos estereotipos femeninos: la “señorita” protegida y fresa, las trabajadoras sexuales, las bailarinas y la madre –necesariamente ausente en un antro de “vicio”– invocada desde la culpa infinita del hijo trasnochador.

La violencia estalla. El deseo en su versión más brutal. Esas mujeres, las del espectáculo, son atacadas por una turba de hombres un tantito después de las loas a la madre abnegada. Ellas no tienen que consentir a las caricias, son intercambiables. Son las “putas”. Las malas. La infinita tristeza de la noche. Paloma y Jaime se alejan, un caifán dice: “Qué suerte tienen los que se bañan con jabón de olor”. El “Estilos” canta la niña de Guatemala. Su mano roza la mano de Paloma. Jugar a desafiar la ley, en una funeraria intentan reírse de la muerte. Paloma descubre “los palacios olvidados” convertidos en vecindades. “Nunca había estado en un lugar así, me gusta”, le dice al “Estilos”. “Quién sabe si le gustara si tuviera que vivir aquí”. “Depende con quién”, “¿de veras?”.

Están solos. Paloma provoca. Juega con la delgada línea roja. Sabe que tiene el poder, por temerario que parezca. El “Estilos” cita a Pedro Infante: “Esa cosa de las diferencias sociales no lo deja a uno aventarse”.

Regresa la canción “Fuera del mundo”. ¿Acaso es posible más allá de una noche? “¿Fuera?” ¿Qué tan fuera? Entre la molestia, el miedo y el desdén, Jaime sigue en esa “fiesta” extraña tan llena de risa y de amenaza de que algo explote. Y de abismos. Y de dolor. El deseo brutal podría explotar. Lo andan rozando. Pero el “Estilos” está enamorado.

Cuando llega la mañana van a desayunar y los celos de Jaime estallan. Es entonces cuando colgado del legado de su clase y de su “nombre” se desliza por la rampa enjabonada sin siquiera darse cuenta. ¿Qué no es su derecho de niño rico, de diplomado, de blanco? “Es muy fácil ser bravo, cuando no se tiene nada que perder, ustedes ni nombre tienen: Mazacote, Azteca, Gato, Estilos. Yo soy el arquitecto Jaime de Landa y yo sí tengo algo que perder, ¿ustedes qué tienen? Mugrosos sin nombre”. El Gato responde: ¿qué tenemos? Tenemos lo que a ti te falta”. No vio nada en ellos, Jaime. No aprendió nada. Pero tampoco sabe quién es Paloma. La que emerge, se descubre, cambia. 

El final. Cuando Jaime y Paloma se bajan del carro en una colonia elegante. Caminan. Jaime se aleja a buscar un taxi. El “Estilos” viene corriendo con el caballo de madera que le regaló a Paloma: “tenga señorita, ya se le andaba olvidando su caballito”. Ella solo dice “Gracias”, y la mirada de Julissa nos hunde en la silla. La otra vida posible. La vida paralela. La intensidad de esa mirada que se despide. De la noche. De el “Estilos”. Y de Jaime. Paloma se sube al taxi sola y deja a su novio a mitad de la calle. Bueno, no sola, va con su caballito. Va con la nueva Paloma.

María Teresa Priego

@Marteresapriego