Hace unos días, mientras volvía con mis hijos de la escuela, nos encontramos que la “tiendita de la esquina” tenía dos enormes sellos de clausura. Mis pequeños, de 10 y de 8 años, preguntaron qué había pasado, a lo que sólo respondí con diatribas hacia las autoridades. Como los niños no entendieron nada, hicieron más preguntas, a lo que respondí: los clausuraron para sacarles dinero.
Mientras explicaba esto a mis hijos, me escuchó uno de los que atiende la miscelánea y me dijo, eso es, nos dieron unos días para juntar el dinero. El pretexto fue el uso de suelo. En el mismo inmueble hay otros locales comerciales, que no fueron objeto de la verificación, por una razón obvia: la tiendita vende más que el negocio de tamales, la cerrajería o la tortillería. ¿Por qué clausurar en vez de dar un plazo para la entrega de documentación?
Las clausuras, en México, son la base de la corrupción y no de la justicia administrativa.
Una tiendita que lleva décadas en funcionamiento, por lo menos cuenta con derechos adquiridos. Forzar su cierre es un acto de extorsión del Instituto de Verificación Administrativa, que dirige Teresa Monroy, a menudo de la mano de las alcaldías. Hay demarcaciones tapizadas de sellos de Suspensión y Clausura, porque las autoridades están cobrando derecho de piso.
El tema de la tiendita ha sido recurrente en las conversaciones con mis hijos los últimos días. Parece que he dejado una mala impresión en ellos. El sábado, el niño de 10 años desarrolló un monólogo bastante sólido en contra del gobierno actual, y concluyó con la frase lapidaria: Yo no confío en las autoridades. Es por ello que decidí reflexionar en estas líneas respecto al terrible papel del INVEA.
Tengo sentimientos encontrados. He sido autoridad y he procurado ser confiable: procedimientos apegados a la legalidad, sin corrupción y utilizando la suspensión o clausura como último recurso, no como la respuesta cotidiana. Sin embargo, la frase de mi hijo, Yo no confío en las autoridades, refleja una situación generalizada en el país. Los negocios están siendo presa de extorsiones por las autoridades, por el narco y/o por otras mafias.
Me encantaría construir en mi hijo la tranquilidad de que las autoridades sólo verifican el cumplimiento de la ley, pero la clausura de la tiendita de la esquina detonó en mí un enojo acompañado de sentencias contra las autoridades involucradas. Es inverosímil que hasta una pequeña tienda de barrio termine clausurada tras décadas en operación.
Me parece que tarde o temprano volveré a ser servidor público y no quisiera que mis propios hijos dijeran que no confían en mí por ser autoridad. Algo tendríamos que estar haciendo, de fondo, siguiendo las mejores prácticas, para cambiar esta situación: no lo digo por mis hijos, la desconfianza de la sociedad hacia las autoridades es generalizada y merecida.
Las suspensiones y clausuras, tras una inspección, sólo deberían ocurrir por riesgos inminentes hacia la población, la naturaleza o el patrimonio; no es el caso. También deberíamos considerar el seguimiento de ciertos procesos mediante instancias colegiadas en las que siempre haya una versión pública de los expedientes.
Esto, a su vez, nos habla de la necesidad de una profunda reforma en materia administrativa, en la cual se privilegie al sector formal por sobre el informal, así como la protección al empleo, la derrama económica y sus cadenas productivas. Una tiendita de barrio nunca debería cerrar. Muchos otros negocios locales que generan más beneficios que afectaciones podrían modificar su operación, de ser necesario, pero sin cerrar y sin ser presas de las extorsiones oficiales.
La frase de mi hijo no sólo es contundente, representa el sentir de miles o millones de mexicanos, indefensos frente a los abusos de las autoridades, sin entornos institucionales que acoten el poder de entidades que se vuelven contra los ciudadanos. Esa es la causa de fondo del deterioro en la seguridad e institucionalidad de nuestro país.