Los regímenes populistas no son una novedad, lo nuevo es más bien su amplia y rápida proliferación mundial en las dos primeras décadas del siglo 21. La rapidez del fenómeno tomó por sorpresa a las y los estudiosos de la ciencia política y el tema pasó de ser una curiosidad más del catálogo histórico de los regímenes políticos, a uno de los temas más estudiados actualmente, pues se ha convertido en un cáncer mortal de las democracias modernas.
De entre las muchas definiciones que se pueden encontrar del término populismo, me quedo con la que lo define como una ideología elástica y simplista que divide a la sociedad en dos grupos genéricos, homogéneos y antagónicos: "el pueblo puro" y "la élite corrupta”.
La diseminación de los populismos en su nueva etapa, después por supuesto de todos los populismos latinoamericanos del siglo 20, empezó en el 2010 con el auge del Tea Party en los Estados Unidos y la llegada al poder de Víctor Orban en Hungría. Les siguieron el Frente Nacional de Francia y el UKIP del Reino Unido en el parlamento europeo. En el 2015 el SYRIZA de Grecia tomó fuerza y el partido Ley y Justicia de Polonia llegó al poder; en el 2016 los populistas británicos lograron ganar el referéndum del Brexit y Trump ganó la presidencia en los Estado Unidos. En 2017, la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, entró en la segunda ronda de las elecciones presidenciales francesas y el AfD ganó escaños en el Bundestag de Alemania por primera vez. La lista incluye a muchos otros, como Erdogan en Turquía, Bolsonaro en Brasil, Duterte en Filipinas, Narendra Modi en India, Giorgia Meloni en Italia y López Obrador en nuestro país.
El manual del populista es sorprendentemente simple y eficaz. Es tan maleable que le viene bien y por igual tanto a los extremistas de derecha como a los de izquierda. La polarización de la sociedad es un objetivo sencillo de alcanzar cuando se tiene la suerte de enfrentar las condiciones propicias. Los populistas lo han logrado recurriendo a los nacionalismos; satanizando a la migración; atacando a las minorías étnicas y religiosas, a los científicos y a los intelectuales liberales; subvirtiendo los objetivos de las feministas y de los grupos LGBT; denostando a los poderes constitucionales que no los apoyan y a las instituciones que consideran “herramientas de las élites corruptas”, como los bancos centrales independientes, las agencias reguladoras, los organismos internacionales, los medios de comunicación independientes, las organizaciones no gubernamentales y los gremios y colegios de académicos y profesionales que no comulgan con su letanía.
Todo lo que aparece en esta lista lo acomodan, casi puerilmente, en la categoría de los enemigos del pueblo bueno. Y el impacto es sorprendente: han ganado elecciones locales y nacionales sin recurrir a la violencia física y dentro de los cauces de las democracias electorales. Los casos mencionados al principio dan cuenta de ello.
La maleabilidad del discurso basado en la guerra entre el pueblo puro y bueno contra las élites corruptas ofrece una amplísima gama de posibilidades para el engaño. Por ejemplo, permite que un hombre ultraconservador se presente como el adalid de la izquierda progresista, y que al mismo tiempo que destruye las redes gubernamentales de seguridad social y de protección de las mujeres contra la violencia, se jacte y presuma de ser el presidente más feminista de la historia. Lo patético es que millones de personas se lo crean, porque la ilusión que les vende de llegar a un estado superior de bienestar, es sólo un sueño.
Lo anterior no es evidentemente una opinión personal, eso sí, se ha demostrado con una amplia variedad de estudios que han comparado, por ejemplo, el desempeño de las economías y de los niveles de pobreza en períodos de varios lustros antes y después de la llegada al poder de gobiernos populistas en varios países. En todos los casos la pobreza ha sido mayor después de que esos experimentos fracasan.
En términos estrictamente económicos la situación es clara: el manejo irresponsable de las variables macroeconómicas puede dar la ilusión de mejoría en el plazo inmediato, pero poco a poco la realidad va cayendo por su propio peso.
Pero más allá de la economía hay aspectos de fondo que no han sido suficientemente estudiados todavía, como los que tienen que ver, por ejemplo, con las relaciones de causalidad entre los cambios culturales globales y locales, y el crecimiento exponencial de las redes sociales, con la proliferación mundial de los populismos. Materia de estudio no nos falta.