El 10 de octubre pasado, Don Manuel Atienza uno de los más destacados filósofos del derecho dictó en la Escuela Judicial Electoral una excelente conferencia sobre “Cómo redactar una sentencia”. Una de sus más valiosas aportaciones fue el “Decálogo minimalista” que contiene reglas muy puntuales para ayudar a las personas juzgadoras a mejorar esta difícil tarea. Su decálogo habla de simplificar, de no usar tecnicismos innecesarios, y lo más importante, de pensar y definir muy bien el problema jurídico a resolver antes de empezar a escribir. Hasta aquí no se podría más que estar de acuerdo con Atienza. Sin embargo, como él mismo lo admitió, había un punto en su exposición que seguramente causaría polémica, y es que básicamente no recomienda usar lenguaje incluyente.
De acuerdo con el jurista, el lenguaje incluyente es una ideología -en el sentido más negativo de la palabra- que nos está llevando a destruir el lenguaje y la cohesión en las sociedades. Más que generar inclusión, considera que estamos excluyendo a partir de marcar las diferencias. Entre los ejemplos que usó para persuadir a su auditorio convirtió el simple enunciado “el perro es el mejor amigo del hombre” en “el perro y la perra son los mejores amigos y amigas de los hombres y las mujeres”. Señaló que nadie habla así de complicado y que este tipo de discusiones nos están distrayendo de los problemas realmente importantes. Pero ¿qué tal si esta excesiva simplificación del lenguaje es uno de nuestros principales problemas?
En su magnífico ensayo “¿Qué es la política?” Hannah Arendt afirma que no hemos entendido lo que la política realmente significa porque en un afán de homogeneizarlo todo hemos explicado todo a partir de la idea del hombre en singular, como si todos los seres humanos fuéramos iguales. Explica que la filosofía política no ha alcanzado el nivel de profundidad que se requiere para comprender los problemas más apremiantes de la convivencia humana porque desde Platón lo hemos querido entender todo a partir de una idea abstracta y universal del hombre como si eso fuera posible. Pero nos dice Arendt que la política se basa justo en el hecho de la pluralidad de los seres humanos, del vivir los unos con los otros aun siendo diversos. La política, ese diálogo entre los que piensan distinto es lo que permite después de acaloradas discusiones, la construcción de acuerdos y consensos para evitar la imposición y la violencia. Tal vez el uso del lenguaje incluyente sea uno de los pasos más importantes que debamos dar en nuestras comunidades políticas -y jurídicas- para dar cuenta de esa diversidad que compone a nuestras sociedades y dejar atrás la violenta imposición de hombres que históricamente han querido gobernar solos.
El lenguaje incluyente no es un asunto de gramática ni de corrección, es un asunto de inclusión, implica visibilizar esa diversidad que por siglos hemos negado, porque lo que no se nombra no existe. Atienza señala que nadie habla así en la vida cotidiana o que solo lo hacemos al inicio y después se nos olvida. Y tiene razón porque estamos en un proceso de deconstrucción, en un proceso de aprendizaje. El lenguaje no es algo inmutable, sino es algo que se ha ido transformando acorde a las necesidades tanto fisiológicas, como culturales. Si el lenguaje fuera estático no hablaríamos hoy en español, ni siquiera en latín sino en aquellas lenguas primigenias. Hoy quienes estamos convencidos del lenguaje incluyente muchas veces repetimos fórmulas masculinas y androcéntricas pero las nuevas generaciones son las que seguramente harán suyas estás nuevas fórmulas que estamos probando a modo de ensayo y error para construir sociedades más democráticas e inclusivas.
Atienza considera que al usar siempre los neutros como profesorado en lugar de profesor o profesora reducimos la riqueza del idioma. Pero todo lo contrario, se trata ahora de usar la imaginación y la creatividad, e incluso de inventar nuevos pronombres, y por qué no, adjetivos y sustantivos para que el lenguaje no pertenezca exclusivamente al grupo de notables que integran la Real Academia Española. El reto es que nos entendamos sin excluir a nadie.
Las personas juzgadoras también comunicamos con nuestras sentencias, busquemos que en ese acto sean incluidas también esas personas que sencillamente no se identifican con esa idea etérea del hombre en singular ni con el binarismo de género. Con ello también se hace un acto de justicia.
¿Y para qué son las personas juzgadoras sino para eso: para impartir justicia? Justicia en fondo y forma, justicia en lo principal y lo accesorio. Así, las juezas y los jueces no deberían pensar dos veces usar lenguaje incluyente en sus sentencias, si con ello se imparte justicia, si, justicia a secas.