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Memoria • David Lagercrantz

Un caso para Rekke y Vargas.

Escrito en OPINIÓN el

Claire Lidman falleció catorce años atrás, pero Samuel, su marido, siempre se ha negado a aceptarlo. Cuando un buen día cree reconocer su perfil en una fotografía tomada delante de la basílica de San Marcos, en Venecia, recurrirá al profesor de Psicología Hans Rekke y la policía Micaela Vargas en busca de ayuda. Los dos se muestran escépticos al principio, pero Rekke descubre indicios sorprendentes. ¿Es posible que Claire siga viva? ¿qué la llevó a desaparecer? ¿O sólo quieren aceptar el caso como excusa para seguir trabajando juntos?

La frenética investigación los llevará atrás en el tiempo y Rekke se verá obligado a revivir dolorosos recuerdos de su propio pasado, mientras Micaela deberá hacer frente a las amenazas de su despiadado hermano Lucas. Además, el nuevo amor de Julia, la hija de Rekke, hará temblar los cimientos de la ordenada vida del profesor y se verá obligado a enfrentarse, de nuevo, a su terrible enemigo de juventud, Gabor Morovia.

Oligarcas de la antigua KGB y corruptos banqueros de la gran crisis de los años noventa desfilan por las trepidantes páginas de MEMORIA, el segundo caso que Hans Rekke y Micaela Vargas deberán resolver para dar con la clave de la desaparición de una misteriosa mujer.

Una investigación que los obligará a reavivar los miedos que habitan en lo más profundo de sus almas.

Fragmento del libro de David Lagercrantz Memoria. Un caso para Rekke y Vargas” publicado por Destino. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

David Lagercrantz | Vive en Södermalm, Estocolmo, ciudad que es el corazón de la acción de Millennium. Es periodista hasta 1993 en Expressen, un diario nacional, donde estuvo a cargo de la fuente policiaca. Autor aclamado por la crítica, su trabajo abarca numerosas biografías, incluida la internacionalmente reconocida I am Zlatan Ibrahimovic, de la cual fue el gosth writer, y Fall of a Man in Wilsmlow, una novela sobre Alan Turing, el creador de las computadoras.

Memoria • David Lagercrantz

#AdelantosEditoriales

Capítulo 1

En aquel entonces Hans Rekke solo tenía doce años.

La nieve caía copiosamente y en la espaciosa casa que poseían en Viena alguien llamó a la puerta. Entró el doctor Brandt, el profesor de matemáticas, provisto de un gorro de piel demasiado grande, y a su lado iba un chico de la edad de Rekke con pelo rizado y unos vivaces ojos oscuros. El doctor Brandt lo presentó como Gabor, y Hans le tendió la mano.

La mano se quedó suspendida en el aire.

El chico se limitó a pasar por delante de Rekke con ligereza y elegancia, cual ágil felino. Había algo inquietante en él, y Hans no entendía lo que estaba sucediendo. La mirada del chico lucía verde y todos sus movimientos desprendían un aire de vigilancia, un estado de alerta. El profesor les pidió que se sentaran en la mesa grande junto a la librería en la que reposaba el busto de Beethoven, y no fue hasta ese momento cuando las cosas empezaron a aclararse un poco.

Al parecer, el chico poseía dotes de algún tipo y la idea era que los dos compitieran, midiéndose entre ellos. El doctor Brandt repartió unos ejercicios —sobre la demostración que realizó Cantor de los infinitos en la matemática— y en ese mismo momento una tensión intensa emergió. El chico, Gabor, temblaba de entusiasmo y se puso manos a la obra en seguida. Hans, por su parte, permaneció quieto, como paralizado, con la mirada clavada en las líneas que los músculos dibujaban en los hombros del chico.

—¿Por qué no escribes? — preguntó el doctor Brandt.

—Ahora voy —dijo.

Pero estaba atrapado en sus pensamientos, absorbido por un misterio que le atraía más que las matemáticas. Fascinado, observaba al chico realizar sus cálculos, rápido como un rayo, casi de forma virtuosa, mientras pensaba: voy a dejarle ganar. ¿Qué más da? Aun así, había algo en su interior que lo animaba a contraatacar, y poco a poco se metió en la tarea. Después le pareció que no lo había hecho del todo mal, quizá no había sido una ejecución brillante, pero sí decente. Sin embargo, cuando alzó la vista, los ojos de Gabor resplandecían triunfantes.

—Estoy impresionado, chavales. ¿Qué os parece si nos tomamos un descanso de unos veinte minutos para que os conozcáis? —propuso el doctor Brandt, visiblemente contento, y entonces Hans y Gabor se abrigaron y salieron al jardín con pasos que crujían sobre el suelo congelado.

La nieve caía en copos grandes, hacía mucho frío. De repente, Hans percibió un débil pitido, un tono de sol 6, que se oía cada tres o cuatro respiraciones. Se trataba de una especie de vulnerabilidad que contrastaba con el explosivo carisma del chico.

—¿Qué deporte haces? —preguntó.

Gabor pareció reflexionar.

—Autodefensa.

Eso era demasiado vago para Hans.

—¿En qué sentido? —quiso saber.

—Puedo enseñártelo.

El cuerpo de Gabor se tensó, y el débil pitido de su respiración bajó medio tono, cosa que distrajo a Hans. Aquello formaba parte de su maldición durante aquellos años: frente a una variación en la sonoridad no podía dejar de analizar compulsivamente los tonos del entorno. Por eso no estaba preparado cuando Gabor lo agarró.

Era como si hubiese quedado atrapado en un lazo. Su cuerpo giró con una tremenda fuerza antes de acabar en el suelo, y durante unos segundos no vio nada. Luego intuyó los ojos de Gabor allí arriba, que ahora parecían contentos, satisfechos, como los de un depredador que ha conseguido lo que perseguía.

Después desapareció, y Rekke permaneció tumbado en el suelo con un intenso dolor en el cogote, y no fue hasta el tercer o cuarto intento que logró ponerse de pie y entrar tambaleante en la casa. Tenía el pelo mojado y pringoso, y permaneció un buen rato delante de la bañera en la planta baja tratando de detener la hemorragia. Cuando volvió a la biblioteca habían pasado quince o veinte minutos.

El doctor Brandt seguía junto a la mesa lamentando con gestos ampulosos y una mirada de profunda decepción que Gabor se hubiera marchado a casa. Por eso no advirtió que Rekke estaba lastimado y pálido, algo que, por cierto, tampoco notó la madre de Rekke. Ella pasó toda la tarde ocupada buscando unas joyas que, de pronto, habían desaparecido.

Capítulo 2

La agente de policía Micaela Vargas, de Husby, se había mudado a la casa del profesor Hans Rekke en Grevgatan, en uno de los barrios más elegantes de Estocolmo, algo que había provocado un revuelo considerable a su alrededor dando pie, además, a cotilleos generalizados. Pero ahora quería marcharse de allí.

Micaela se desesperaba con Rekke, que estaba deprimido y apenas salía de su dormitorio. En cuanto se serenara un poco, iría a recoger sus cosas. Pero antes quería cerrar el caso que habían empezado a investigar. Se trataba de una mujer a la que habían declarado fallecida, pero que aun así parecía que salía en una fotografía recién sacada por un turista durante unas vacaciones en Venecia, y aunque Micaela en realidad no acababa de creérselo, había algo en la historia que despertaba su curiosidad.

Por eso se había acercado a la jefatura de policía, en Bergsgatan, para ver al inspector Kaj Lindroos, que había investigado la muerte de la mujer hacía casi catorce años. Pero Kaj Lindroos tardaba en aparecer, cosa que no le sorprendía, pues por teléfono había sonado malhumorado y reacio a recibirla. Mientras esperaba en la recepción, aburrida, Micaela miraba a la calle, por donde pasaba un camión con estudiantes que pegaban gritos celebrando la graduación del instituto ataviados con las tradicionales gorras blancas. Era el 5 de junio de 2004, un radiante día de principios de verano, y a punto estaba de marcharse cuando oyó una voz a sus espaldas.

—¿La compañera que hace de detective privado, supongo?

Micaela se dio la vuelta y le tendió la mano. El inspector era más joven de lo que se había imaginado, sin duda menos de cincuenta, con grandes ojos marrones y pelo rubio peinado hacia atrás, pero también lucía un aspecto más descuidado de lo que esperaba. El hombre la miró como si fueran las tres menos cinco de la madrugada. Micaela se cerró la cazadora vaquera.

—Te agradezco que me atiendas —dijo ella. —Claire Lidman está muerta — soltó Kaj Lindroos.

—Probablemente. Pero creo que esto, aun así, podría resultar de cierto interés — replicó ella mientras se palpaba el bolsillo interior—. Prometo no alargarme demasiado.

El inspector Lindroos continuaba recorriendo el cuerpo de Micaela con la mirada.

—Puedes alargarte todo lo que quieras. Pero no me lo creo.

Micaela deseaba tener algo que meterle a ese tío por la garganta.

—Quizá deberías echar un vistazo a la foto antes de decidirte —sugirió y lo acompañó al ascensor.

Kaj Lindroos, evidentemente, miraría la foto, y era ridículo, claro, que le molestara que la chica fuera tan joven, y para colmo inmigrante. Por otra parte, controlar sus prejuicios no le resultaba tan fácil, sobre todo si se trataba de la investigación de Lidman. Era la gran espina clavada de su carrera; no cabía duda de que había algo raro en la historia. Hacía catorce años, una mujer muy guapa y muy preparada, que había negociado con los peces más gordos del mundo empresarial sueco, se esfumó sin dejar rastro solo para aparecer unos meses más tarde muerta y quemada hasta el punto de resultar irreconocible tras un accidente de tráfico con un camión cisterna en España. Claro que le había dado mil vueltas a aquello. Aunque, joder, en serio..., eso ya era historia, y ahora era viernes por la tarde. Debía asegurarse de llegar pronto a casa, entonarse con unos copazos y quizá tirarle los tejos a esta chica también. Al menos podía merecer la pena intentarlo.

—Así que te dedicas a la delincuencia juvenil —comentó.

—Trato de hacer otras cosas también en mi tiempo libre.

—¿Y eso sienta bien en la comisaría?

—Mucho.

—Ya me imagino. Me gusta tu cazadora vaquera —dijo, pero se refería más bien a los pechos, y volvió a escanearla de arriba abajo.

Las piernas podrían haber sido más largas, y no le vendría mal sonreír de vez en cuando. Pero tampoco había mayores motivos para quejarse.

Entraron en su despacho y se apresuró a recoger un poco la mesa. Al otro lado de la ventana abierta, los estudiantes pegaban gritos de júbilo subidos a las cajas de los camiones que circulaban por el centro. Tuvo ganas de soltar algún comentario despectivo sobre ellos, pero desistió, no quería dar la impresión de ser un carca.

—Menuda fiesta —dijo—. Casi dan ganas de unirse.

—Casi —contestó ella.

—¿También gritaste tanto el día de tu graduación?

—Todo lo que pude.

—No hace mucho de eso, ¿verdad? —continuó Lindroos, pero se arrepintió de inmediato.

Le había salido el mismo tono irritado de antes, la misma manera inconsciente de dejar claro que ella era demasiado joven y que le faltaba la experiencia necesaria para presentar extrañas teorías sobre la resurrección de Claire del reino de los muertos. Pero no podía remediarlo.

—¿Quieres decir algo con eso o...? —dijo ella. —No, no —respondió él—. Pero en mi época esas gorras blancas se consideraban reaccionarias.

Y ahora de repente todo el mundo se las pone.

—Ah, ¿sí? —dijo ella con evidente desinterés. —Al parecer, ya no se lleva ser rebelde. —¿Tú crees?

—¿Te gusta Ulf Lundell?

—¿Quién?

Estas malditas tías del extrarradio no saben nada de la cultura sueca, pensó él.

—Venga, ¿qué te parece si nos ponemos ya con lo nuestro? —continuó con una voz que era incapaz de abandonar por completo la irritación, y entonces ella asintió con la cabeza, metió la mano en el bolsillo interior de la cazadora y sacó una pequeña funda de plástico en la que había una fotografía.

Durante un instante él sintió miedo. No era capaz de entender por qué. Pero no podía ser, se dijo a sí mismo para tranquilizarse, era imposible. Había un certificado de defunción, y unas pruebas de ADN, y había visto el cuerpo con sus propios ojos. Definitivamente, Claire Lidman no podía estar paseándose de nuevo por las calles envuelta en sus elegantes abrigos rojos.

Capítulo 3

Hans Rekke tocaba el adagio de Pathétique en el piano de cola. Lo dejó al cabo de unos pocos minutos. La pieza ya no le decía nada, pero sin duda no era culpa de Beethoven. Nada le decía nada ya, y se levantó preguntándose adónde ir. ¿A la derecha o a la izquierda?

Últimamente, su vida consistía en ese tipo de decisiones. ¿Debía acostarse o quedarse sentado? En la calle aullaba la alarma de un coche y el reloj de la pared hacía tic, tac, tic, tac, como para mostrar cuántos segundos se malgastaban en cosas sin sentido.

¿Dónde se había metido Micaela? Llevaba una semana sin verla. Quizá había vuelto a su casa, ¿y quién podía reprochárselo? Él había sido una compañía horrible. Pero le dolía de todos modos. Decidió ir a la cocina y tomarse una copa de vino, y tan mal estaba que incluso esa idea le pareció una señal de iniciativa. Pero ni siquiera llegó a hacerlo. En su lugar se desvió hacia el cuarto de baño y abrió el armario botiquín. Ciérralo, pensó. Sal de aquí. Pero sus manos tenían vida propia, y cogió esas nuevas pastillas que le había dado Freddie, su médico del infierno.

Oxycontin se llamaban, nada adictivas, según el prospecto. Timadores, pensó, y se dejó caer sobre el inodoro mientras permitía que los recuerdos lo inundaran, ninguno bueno, claro, solo más de esos escombros angustiosos, como aquellos días lejanos en Viena, cuando la nieve no paraba de caer. ¿No desaparecerían nunca? Se levantó y aguzó el oído. ¿Se oía algo? Sí, sin ninguna duda. Pasos en la escalera, pasos que le resultaban familiares.

Los tacones de su hija Julia repiqueteaban contra el suelo ahí fuera, igual de rítmicos que siempre, o quizá... Escuchó con más atención... Quizá no, a pesar de todo. Los pasos se ralentizaban, privándose de su elasticidad y su soberbia juvenil, y se acordó de que las últimas veces que la había visto Julia se le había antojado preocupada. Pero los viejos recuerdos cubrían sus pensamientos como un velo y no se acordaba de si ella le había comentado algo al respecto.

Se limitó a arreglarse el pelo y dirigirse a la puerta. No le hizo falta abrirla. Julia entró sin esperarlo, y Rekke se quedó contemplándola, aún sin tener la cabeza despejada del todo. Ella llevaba unos vaqueros con rotos en las rodillas, una cazadora de cuero, comprada en una tienda de segunda mano, y un par de zapatos negros, con tacones tan altos que rozaban lo ridículo. Además, iba exageradamente maquillada. Se arrebujó en la cazadora, como si tuviera frío.

—Hola, cariño. ¿Está nevando? —dijo mientras miraba el hombro de su hija, como si hubiese descubierto unos copos de nieve.

—¿Eso ha sido una broma?

—Sí —contestó Rekke avergonzado—. Claro. Abrió los brazos con la intención de abrazarla,

pero ella pasó por su lado sin hacerle caso.

—Estamos en verano, papá.

—Por supuesto.

—¿O es que nieva en algún sitio dentro de tu cabeza? —continuó ella, comentario que por desgracia daba de lleno en la diana.

Pero ahora, Rekke tenía que regresar al presente. Su hija había venido a verlo, y la examinó un poco más de cerca. No cabía duda de que había adelgazado, y a él eso no le gustaba. Ese castigo corporal estaba en la familia. Su madre lo veía como una virtud, claro, una señal de elegancia y de clase. Pero Rekke sabía que esa virtud a veces ocultaba un horror, una adicción mortal, la única adicción que conocía que perseguía una carencia, una ausencia.

—Cariño —dijo—. Vamos a comer juntos. —¿Vas a cocinar tú o qué?

Había un tono hostil en la voz, y algo tenso en sus delgados brazos.

—Efectivamente —dijo él antes de entrar en la cocina y abrir la nevera—. Sé que mi torpeza suele divertirte. Si no, seguro que la señora Hansson ha preparado algo. Esto, por ejemplo. —Miró en un cuenco que había en el estante central—. Risotto, sin duda — continuó antes de olerlo—. Con vino blanco, caldo de verduras y parmesano. Y mira aquí. —Se le iluminó la cara—. Champiñones sateados, y rúcula, esto va a ser un pequeño festín.

—No, no, me tengo que ir.

—Pero si acabas de llegar. Lo caliento en el micro. Incluso puedo ofrecerte una copa de vino, porque acabas de cumplir diecinueve años, ¿no?

Mostraba una amplia sonrisa mientras fingía estar más despistado de lo que en realidad estaba, pero no obtuvo ninguna sonrisa de vuelta.

—Solo he venido para decirte una cosa —anunció Julia, y entonces Rekke se quedó quieto con el cuenco del risotto en la mano y con el presentimiento de que iba a escuchar algo inquietante.

Pero quizá no se trataba más que del recuerdo de aquel invierno que se abría paso en su mente, e hizo lo que pudo para aparentar ser un padre tranquilo y seguro, como si no acabara de echarse al coleto un puñado de opiáceos.

Capítulo 4

No debería haber venido, pensó Micaela. No debería haber dejado que me involucraran en esta historia.

Ahora bien, tenía muy claro en qué momento sucedió. Eran las ocho y media de la tarde del 10 de mayo cuando Samuel Lidman, el viudo, subió a verlos a Grevgatan y, pegando un señor golpe en la mesa de centro del salón, dejó en ella la fotografía. Fue un momento doloroso. Samuel Lidman respiraba con vehemencia y sudaba copiosamente por la frente y la pechera. Vestía un traje marrón de pana y botas vaqueras recién lustradas, y aunque de cuello para abajo mostraba una figura imponente, como esculpida en piedra, tenía una cara bien roja y unos ojos tristes. No resultaba difícil compadecerse de él.

—Tenéis que estudiar la foto con atención —dijo—. He traído más. Fijaos en la oreja, la nariz y los labios, resulta asombroso.

No era una empresa fácil probar lo que se había propuesto. Su mujer llevaba trece años y medio muerta, no muerta como en desaparecida y en paradero desconocido, sino identificada como persona fallecida a través del registro dental, y enterrada en el cementerio católico de Solna. Tratar de resucitarla era —tal y como Rekke lo expresó— un proyecto bastante ambicioso. Pero Samuel, a todas luces, quería intentarlo señalando a una elegante mujer vestida con un abrigo rojo que se entreveía en una fotografía sacada durante unas vacaciones en Venecia.

—¿Lo veis, lo veis? —insistió.

—Sí, vamos a echarle un vistazo —respondió Rekke.

Micaela suponía que Rekke, con la mayor consideración posible, despacharía el hallazgo del hombre. Al fin y al cabo, Rekke era un caballero al que no le gustaba herir a nadie, y Samuel daba la impresión de que toda su vida estaba en juego.

No cabía duda de que Samuel era un hombre que había sufrido mucho. Había estado perdidamente enamorado de Claire y llevaban muy poco tiempo casados cuando la mujer lo dejó sin previo aviso y sin dedicarle una palabra de despedida. Hacía mucho, fue en otoño de 1990. Pero la herida se había abierto una y otra vez, y era cierto que la historia no cuadraba. Claire era una belleza y su gran talento para los negocios la había llevado a ascender profesionalmente de forma meteórica. Trabajaba como analista jefe de uno de los bancos más grandes de Suecia, Nordbanken, y respondía solo ante el director ejecutivo, William  Fors. En aquella época —al principio de la crisis económica— cobraba préstamos y garantizaba líneas de crédito a grandes empresas e importantes hombres de las finanzas cuyos negocios empezaban a tambalearse. Trabajaba bajo mucha presión, pero le gustaba, contaba Samuel. No solo era una luchadora, sino también una persona a la que le gustaba asumir riesgos, y tenían un matrimonio feliz, aseguraba. Estaban entrelazados, fue la expresión que utilizó.

Pero una tarde Claire salió para echar al buzón una carta que le había escrito a su hermana, que vivía en Londres, y no regresó. Desapareció sin dejar rastro y ya al día siguiente la policía inició una amplia operación de búsqueda. Fueron unas semanas terribles, contó Samuel. Aun así, echaba de menos aquellos días, dijo, porque entonces todavía conservaba su pasado. El tiempo que había vivido con Claire seguía siendo hermoso e inmaculado. Pero de eso también lo privarían. Cuando la actividad policial se encontraba en la fase de mayor intensidad, recibieron noticias de ella, no una larga carta como la que le había dirigido a su hermana, sino una mera tarjeta postal, con una reproducción de un cuadro de Cézanne —el motivo del pueblo de Gardanne— en la que decía que lo había dejado y que no podía más.

 

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