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En las ruinas del futuro • Don DeLillo

El autor que mejor ha sabido radiografiar la historia norteamericana reciente, cuando se cumplen 20 años del 11-S.

Créditos: Adelantos Editoriales
Escrito en OPINIÓN el

Escrito con una fuerza y una urgencia que se mantienen intactas veinte años después, este texto contiene una breve e intensa reflexión sobre el atentado ocurrido el 11 de septiembre contra las Torres Gemelas que es extraordinariamente vívida y por momentos escalofriante.

DeLillo combina en este texto la emotividad de los hechos con la descripción del dolor de las víctimas. Documento valiosísimo sobre uno de los episodios más terribles de la historia reciente que es, al mismo tiempo, una pieza de un valor literario extraordinario que, con valentía y delicadeza, analiza el atentado como síntoma de una enfermedad religiosa, tecnológica, moral y económica: la guerra entre el pasado y el futuro.

Fragmento del libro de Don de LilloEn la ruinas del futuro”, publicado por Seix Barral. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Don DeLillo (Nueva York, Estados Unidos, 1936) Nació y creció en Nueva York. Es autor de dieciséis novelas y varias obras de teatro. Ha ganado numerosos premios, como el National Book Award, el International Fiction Prize, el PEN/Faulkner Award de Ficción, la Medalla Howells, el PEN/Saul Bellow Award y el Jerusalem Prize a toda su carrera y la Medalla del National Book Award por su contribución a las letras estadounidenses.

En las ruinas del futuro | Don DeLillo

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En las ruinas del futuro

En la última década el ascenso de los mercados del capital ha dominado los discursos y ha dado forma a la conciencia global. Las corporaciones multinacionales han llegado a parecer más vitales e influyentes que los gobiernos. La subida espectacular del Dow Jones y la velocidad de internet nos han llamado a vivir de forma permanente en el futuro, en el resplandor utópico del cibercapital, porque allí no existe el recuerdo y es el lugar donde los mercados no están controlados y el potencial de inversión no tiene límite.

Todo esto cambió el 11 de septiembre. Hoy el relato del mundo lo vuelven a escribir los terroristas. Pero el objetivo principal de los hombres que atacaron el Pentágono y el World Trade Center no fue la economía global. Fue Estados Unidos quien provocó su furia. Fue el brillo de nuestra modernidad. Fue el ímpetu de nuestra tecnología. Fue eso que se percibe como nuestra impiedad. Fue la fuerza bruta de nuestra política exterior. Fue el poder que tiene la cultura estadounidense para infiltrarse en todas las paredes, hogares, vidas y mentes.

La respuesta del terror es un relato que se ha ido escribiendo a lo largo de los años, pero que ahora se vuelve inexorable. Los territorios que han quedado ocupados ahora son nuestras vidas y mentes. El acontecimiento catastrófico ha cambiado nuestra forma de pensar y de actuar, momento a momento y semana a semana, y no sabemos cuántas semanas, meses y años de acero están por venir. Nuestro mundo, o por lo menos varias partes de nuestro mundo, se ha precipitado en el de ellos, lo cual quiere decir que ahora vivimos en un lugar de peligro y de furia.

Los manifestantes de Génova, Praga, Seattle y otras ciudades quieren ralentizar ese impulso global que parece estar llevándonos a ciegas a un paisaje de consumo robotizado y de inestabilidad social, y también mermando seguramente la capacidad de la mayoría de la gente de la mayoría de los países para decidir sus propios destinos. Fueran cuales fueran los actos de violencia que marcaron las protestas, la mayoría de los hombres y las mujeres involucrados en ellos tienden a ser una influencia moderadora que intenta ralentizar la situación, estabilizar la situación, postergar ese futuro al rojo vivo.

Los terroristas del 11 de septiembre, por su parte, quieren traer de vuelta el pasado.

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Nuestra tradición de libertad de expresión y la salvaguardia que hace nuestro sistema judicial de los derechos de los acusados solo pueden parecerles una ofensa a unos hombres entregados al terror suicida.

Nosotros somos ricos, privilegiados y fuertes, pero ellos están dispuestos a morir. Esa es la ventaja que tienen, el fuego de la fe agraviada. Nosotros vivimos en un mundo muy grande, rutinariamente lleno de toda clase de intercambios, un circuito abierto de trabajo, conversaciones, familias y sentimientos expresables. El terrorista, infiltrado en un pueblo de Florida, empujando su carrito de supermercado, saludando con la cabeza a su vecino, vive de una manera mucho más restringida. Esa es su ventaja y su fuerza. Las conjuras reducen el mundo. El terrorista trama una conjura en torno a su rabia y nuestra indiferencia. Vive una modalidad muy concreta de separación, dura y tensa. No es el narcisista, ese chaval blanco blandengue y desorientado que dispara a alguien para evitar desaparecer en su propio interior. El terrorista comparte con los suyos un secreto y un yo. En un momento dado sus hermanos y él pueden empezar a sentirse menos motivados por la política y por el odio que por el hecho en sí de la hermandad. Tienen en común los códigos y los protocolos de su misión en este territorio, y también algo más profundo, una visión del juicio y la devastación.

¿Acaso la imagen de una mujer empujando un carrito de bebé ablanda al terrorista, obligándole a ver su humanidad y su vulnerabilidad, y también la de su criatura, y la de toda la gente que ha venido a matar?

Esa es su ventaja, que no la ve. Años aquí, esperando, yendo a clases de vuelo, desempeñando rutinas de la comunidad y del hogar, la tarjeta de crédito, la cuenta bancaria, el apartado de correos. Todo táctico, vinculado, estratifi­cado. Sabe quiénes somos y lo que significamos en el mundo: una idea, una fiebre justiciera en el cerebro. Pero al final de su mirada no hay ningún ser humano indefenso.

La sensación de desarticulación que oímos en la expresión «nosotros y ellos» nunca ha sido tan impresionante por ambas partes.

Podemos decirnos a nosotros mismos que lo que sea que hayamos hecho para inspirar amargura, desconfianza y rencor no puede ser tan execrable como para provocar los eventos de ese día. Pero el apocalipsis no tiene lógica. Sus artífices han traspasado las fronteras de la retribución apasionada. Esto es el cielo y el infierno, una noción de martirio armado entendido como drama máximo de la experiencia humana.

El hombre jura sumisión a Dios y medita sobre la sangre que se va a derramar.

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La Administración Bush sentía nostalgia de la guerra fría. Ahora esto se ha acabado. Se han acabado muchas cosas. El relato termina en los escombros, y nos compete a nosotros crear el contrarrelato.

Hay cien mil historias recorriendo Nueva York, Washington y el mundo. Dónde está­bamos cuando pasó, a quién conocemos, qué hemos visto u oído. Las citas con el médico que salvaron vidas. Los móviles que se usaron para denunciar los secuestros. Historias que generan otras historias y gente que corre hacia el norte para escapar del bramido del humo y la ceniza. Hombres corriendo en traje y corbata, mujeres que han perdido los zapatos, policías huyendo del desplome del cíclope de acero.

La gente huyendo despavorida forma parte de la historia que nos ha llegado.

Hay historias de heroísmo y de encuentros con el horror. Hay historias que están bordeadas de ese halo luminoso de la coincidencia, el destino o la premonición. Que nos llevan más allá de las simples cifras de muertos y desaparecidos y nos ofrecen el vislumbre de una existencia elevada. Por cada cien personas muertas de forma arbitraria, necesitamos encontrar a una salvada por un destello de premonición. Hay coincidencias que nos dan escalofríos y nos sobrecogen. Dos mujeres a bordo de dos aviones distintos, amigas íntimas, que mueren juntas y separadas, en la Torre 1 y la Torre 2. ¿Qué desoladora tragedia épica podría soportar el peso de semejante yuxtaposición? Aunque también podemos preguntarnos qué simetría, siniestra pero también conmovedora, se lleva a una amiga y le ahorra su dolor a la otra.

El hermano de una de las mujeres trabajaba en una de las torres. Consiguió escapar.

Otro aspecto de nuestra reacción son los homenajes improvisados a las víctimas que se han juntado en Union Square Park, a unos tres kilómetros al norte del lugar del ataque. Banderas, lechos de flores y velas, una farola de la que cuelgan aviones de papel, pasajes del Corán y de la Biblia, cartas y poemas, un John Wayne de cartón, dibujos infantiles de las Torres Gemelas, letreros pintados a mano que ofrecen abrazos gratis, caricias en la espalda gratis, pintadas de amor y paz en la alta estatua ecuestre.

Hay muchas fotografías de desaparecidos, algunas acompañadas de listas esperanzadas de rasgos identificativos (hombre con tatuaje de pantera en la parte superior del brazo). Hay un saxofonista que toca bajito. Hay una escultura en forma de bandera ondeante de cobre y aluminio, de ocho metros de largo, en cuyos últimos detalles todavía trabajan un par de jóvenes.

Y también está la gente que visita el parque. Los artefactos en exposición representan la confluencia de una serie de corrientes culturales, patrióticas, multidevocionales y retrohippies. Los visitantes se mueven lentamente entre los aromas en suspensión de la cera de las velas, de las rosas y de los humos de escape de los autobuses. Esta noche hay mucha gente, y con sus voces, modales, indumentarias y colores de piel los presentes reproducen la misma mezcla que vemos en las caras fotocopiadas de los desconocidos.

En los próximos cincuenta años habrá gente que no estuvo en la zona durante los ataques, pero que afirmará que sí. Con el tiempo, algunos llegarán a creérselo. Otros afirmarán que perdieron a amigos o parientes aunque no sea así.

Eso es también el contrarrelato, una historia en la sombra de recuerdos falsos y pérdidas imaginarias.

Internet es un contrarrelato, conformado en parte por los rumores, las fantasías y las reverberaciones místicas.

Los móviles, los zapatos perdidos, los pañuelos cubriendo las caras de los hombres y mujeres que corren. Los cúteres y las tarjetas de crédito. Los papeles que cayeron flotando de las torres y cruzaron el río hasta los jardines de las casas de Brooklyn: informes de actividad, currículums, impresos de pólizas. Hojas de papel clavadas en el cemento, según los testigos. Papel incrustado en neumáticos.

Estos son algunos de los objetos pequeños y de las historias más marginales que surgen tras cribar las ruinas de la jornada. Los necesitamos, incluso las herramientas prosaicas de los terroristas, para contraponerlos a ese espectáculo inmenso que nos sigue pareciendo imposible de gestionar, demasiado poderoso para insertarlo en nuestro marco de respuestas ensayadas.

 

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