ADELANTOS EDITORIALES

El consultor • Im Seong-Sun

¿Hasta dónde serías capaz de llegar por conservar un empleo?

Escrito en OPINIÓN el

Cuando lo contratan como consultor, espera encontrarse con el típico trabajo tedioso, pero, como aspirante a escritor, la Compañía busca de él algo distinto: a partir de las circunstancias y personajes que le proporcionen, el protagonista debe desarrollar historias en las que la muerte aparezca de manera fortuita. La sorpresa llega cuando se entera de que los «personajes» son reales... La Compañía se enfoca en la reestructuración de otras empresas cuyos trabajadores ya no son requeridos, mas nadie sospecha que se encarga de eliminarlos en el sentido literal.

A partir de esta premisa, y con humor negro, en El consultor se entremezclan situaciones en las que la muerte parece natural, accidental o provocada por la misma víctima, para así convencer a criminalistas, investigadores y hasta forenses de que no hay nada extraño, mientras el narrador se cuestiona hasta dónde será capaz de llegar por conservar su empleo.

Calificado por The Korea Times como un suceso literario por su original reinterpretación del género thriller, en El consultor Im Seong-Sun retrata un mundo perturbador donde el distanciamiento emocional, característico del estilo de vida corporativo, es el propulsor de una dinámica autodestructiva del trabajo en la que todos somos reemplazables.

Fragmento del libro de Im Seong-sunEl consultor”, publicado por Seix Barral, © 2010. 2024 Traducción: Adrián Chávez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El consultor | Im Seong-Sun

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Reestructuración

Después de que el gerente Lee se retirara debido a la reestructuración que se llevó a cabo tras una serie de eventos desafortunados, como deudas atrasadas, hubo cosas que resultaron imposible de descartar como simple mala suerte. Justo después de su retiro, su esposa conoció a otro hombre y huyó con él, luego de usar su casa como aval para un préstamo, pero eso sólo fue el preludio de los desastres por venir. Posteriormente, lo estafaron con el depósito de la casa, que tenía previsto utilizar como finiquito, y estuvo en peligro de quedarse en la calle. La cereza en el pastel fue un caso de agresión en el que estuvo involucrado su querido hijo. La familia de la víctima exigió una indemnización ridículamente alta, y ya desahuciado, no pudo hacer nada al respecto. Lee, que solía destacarse por su personalidad seria y amable, fue hasta la estación de policía y armó un escándalo, protestando ruidosamente porque querían arrestar a su hijo, quien había cometido un error durante una discusión intrascendente. Sin embargo, cuando su esposa huyó de la casa, la policía no lo ayudó a buscarla. Lo único que recibió a cambio fue una noche en el piso frío de una celda de detención.

Dos días después de dejar la estación de policía con la mirada abatida, encontraron a Lee muerto en su garaje, que estaba próximo a ser vendido a través de un remate bancario. Estaba recostado en una posición cómoda en el asiento del conductor de su automóvil, reclinado hacia atrás. A sus pies había una botella de soju, utilizada para hacer licor de fruta, y la puerta del garaje estaba cerrada. Los niveles de alcohol en su sangre mostraban que estaba intoxicado, como era de esperar, y la causa de la muerte fue envenenamiento por monóxido de carbono.

Según Kim, el agente de bienes raíces que fue el primer testigo, cuando abrieron la puerta del garaje los gases de escape del coche eran tan densos que ni siquiera se podía ver. Dado que el garaje permanecía completamente sellado durante el invierno, no pasó mucho tiempo antes de que el automóvil se convirtiera en una pequeña cámara de gas. La policía cerró rápidamente el caso, sin quedar claro si fue un suicidio o un accidente, ya que no se encontró ninguna nota. La afligida familia afirmó que Lee no podría haberse suicidado porque era católico, sino que probablemente se emborrachó y se quedó dormido. ¿Fue acaso su desgracia sólo un producto de la mala suerte?

Si no fue mala suerte, alguien más debía ser responsable. ¿Había sido la compañía que lo dejó desempleado en sus mejores años, o la esposa que huyó, o el agente de bienes raíces que lo defraudó con su depósito, o el hijo que había hecho un uso imprudente de sus puños, o la víctima de este último, que no estaba satisfecha con la indemnización? Quizá fue culpa de la policía que lo detuvo una noche entera, sin consideración y sin tomar en cuenta la desesperación de sus circunstancias. Cualquiera de ellos podría haber evitado esta cadena de desgracias, pero ninguno lo hizo. La policía sólo estaba cumpliendo con la ley y la víctima estaba actuando tan razonablemente como podía para obtener compensación por los daños sufridos. Su hijo sólo había expresado en forma violenta la repentina desesperación causada por las desdichas familiares y su esposa sólo había tomado la decisión de asegurar la felicidad tan bien como pudo una vez que la sombra del desempleo se cernió sobre un matrimonio que, en los últimos dieciocho años, había sido algo menos que feliz. Lo mismo era cierto para la compañía, que no lo había valorado como apto en su necesidad de minimizar costos y maximizar beneficios; sus acciones eran, por lo tanto, razonables a la luz de sus deseos. Todos podrían ser considerados seguidores de Adam Smith, actuando como fichas manejadas por manos invisibles. Su desgracia parecía ser ni más ni menos que eso. Ése es el destino de cualquiera que no fuera adecuado para la compañía. Incluso aquellos que ostentan lo que se conoce como el cuello de la clase media deben enfrentarse a la vastedad del mundo cuando el título escrito en sus tarjetas de presentación desaparece. Cualquiera puede tropezar y caer en el abismo en un abrir y cerrar de ojos.

Yo también tengo tarjetas de presentación. Tienen un diseño muy llamativo, pero desafortunadamente rara vez tengo la oportunidad de usarlas, así que me gustaría aprovechar esta ocasión para presumirlas. El fondo es blanco con un ligero tono verdoso que apenas se percibe a menos de que se observe con detenimiento. No me queda claro si esto fue intencional o no, pero tienen una textura rugosa e irregular, con un patrón vago, aunque eso es sólo una sensación visual. De hecho, al tacto son suaves, con una lisura muy tersa, y casi nunca se arrugan. La tipografía utilizada es English Gothic, con las puntas ligeramente redondeadas pero con un aspecto firme. El nombre de la compañía y mi título están escritos de manera sencilla en una esquina, mientras que mi nombre se destaca en el centro. Al darle la vuelta a la tarjeta, encontrarán mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico en la parte inferior, escritos de manera simple, limpia y bonita. Mi gerente, que ordenó la creación de las tarjetas, presumió que el material estaba mezclado con algodón.

—Es como papel, pero en realidad es algodón. Los materiales son similares a los utilizados en los billetes de dólar estadounidense. No creo que puedas encontrar algo igual en otro lugar.

Creo que ella merece estar orgullosa, realmente lo creo. Sólo me da lástima no usarlas con más frecuencia. Por lo general trabajo solo desde casa y envío los resultados a buzones de correo. Un día, casi tres meses después de conocerla, la gerente me entregó las tarjetas de presentación.

—Lo más seguro es que no necesites usarlas mucho, pero tú entiendes —comentó—. La Compañía sabe que en algún momento podrías necesitarlas, así que…

Se encogió de hombros con una mirada de arrepentimiento. La entendí. Eran tarjetas demasiado bonitas para mantenerlas guardadas en una cartera. Si Andy Warhol las hubiera visto, probablemente las habría copiado, pintado en diferentes colores, enmarcado y colgado en una pared.

Sin embargo, unos años más tarde, finalmente tuve la oportunidad de utilizarlas durante una reunión de exalumnos de la preparatoria.

Aquel año estuvo marcado por varios incidentes, convirtiéndolo en un año excepcionalmente difícil. Yo quería creer que estaba viviendo una vida normal, y por lo tanto necesitaba un grupo de gente ordinaria, bastante normal. Si no hubiera sido por esa reunión, quizá habría terminado en una iglesia, un templo, una capilla o incluso una mezquita. Por supuesto, en el entorno laboral no es deseable tener una religión. En realidad, temía que en el trabajo me vieran de esa manera pero, ahora que lo pienso, a La Compañía no le importaría si tengo o no una religión, siempre y cuando no interfiriera con mi trabajo. La Compañía es siempre generosa en ese aspecto. Sin embargo, en ese momento no tenía tiempo para tales reflexiones, ya que estaba ocupado lidiando con varios asuntos con cautela. Por lo tanto, me emocionó escuchar que la reunión tendría lugar y, exagerando un poco, sentí que me había salvado. Después de todo, incluso me compré un traje nuevo. Si alguien hubiera notado mi emoción, habría pensado que mi primer amor estaría en esa reunión, pero me gradué de una típica preparatoria para hombres y no soy gay. Sé que a la gente le encantan esa clase de detalles, pero no es mi caso, así que me disculpo. Pero todo esto se trata de La Compañía y yo soy una persona perfectamente normal, salvo por mi empleo. Y, después de visitar el Congo, ni siquiera creo ya que mi empleo sea tan especial.

Apenas entré al lugar de la reunión, lleno de personas vestidas de traje, noté dos cosas: primero, que entre ellos me veía como una persona normal; segundo, que durante mis años en la preparatoria nunca tuve muchos amigos.

En mi época escolar, fui más bien un estudiante que pasaba desapercibido. Debe haber al menos uno así en cada salón, alguien con una presencia particularmente débil, que en la memoria de los otros sólo existe como parte del fondo, igual que las sillas y las mesas. No es que fuera un estudiante demasiado turbio, ni que sufriera de bullying o fuera malo para relacionarme con los demás; sólo era un alumno con poco sentido de su existencia. Incluso los amigos que molestaban a los más débiles para presumir su masculinidad me dejaban en paz porque ni siquiera aparecía en su espectro cognitivo. Mi nombre era uno de esos que el maestro nunca pronunciaba cuando pedía a alguien, al azar, que leyera en voz alta. Por ello, todos los exalumnos con los que me encontraba parecían nerviosos. Fue un lujo observar cómo, entre los apretones de manos, sus rostros delataban un esfuerzo furioso, pero muy furioso, por recordar quién era yo. Soy una persona cordial y muy normal, así que no les devolví la molestia fingiendo que tampoco recordaba sus nombres. La mayoría recordaba quién era una vez que les decía el mío, pero era un recuerdo tan efímero como recordar si el lema de la clase estaba escrito a la derecha o a la izquierda de la bandera. Así es como se siente mi ausencia en la memoria y todos sentían pena por no recordarme. La mayoría de las respuestas seguían un patrón similar. Primero la vergüenza, luego el recuerdo, fingir que les da gusto el intercambio de tarjetas de presentación —sin importar si se acordaron de mí o no—, algunos cumplidos rápidos y luego desaparecer gritando el nombre de alguien más a mi espalda con una voz más alta de lo necesario, despidiéndose con un «¡Hay que vernos pronto!». Algunos, sin embargo, eran diferentes. Quizá habían experimentado lo mismo o al menos entendían cómo se sentía. Intentaban sostener una conversación, aunque fuera para mantener la cordialidad, y buscaban un tema casi con desesperación. Pero ésos me daban lástima, porque yo me estaba divirtiendo a mi manera. Uno de esos personajes, que había sido jefe de grupo en tercer grado, leyó mi tarjeta de presentación con el título de «Consultor» y preguntó:

—Por cierto, ¿consultor de qué, exactamente? —Nada especial, reestructuraciones.

La expresión del jefe de grupo cambió de inmediato. Podía sentir la transformación en los ojos de los demás al girar lentamente la mirada hacia mí, como una gota de tinta que se expande en el agua cristalina. Podía escuchar los murmullos a mis espaldas. No había forma de evitarlo. La palabra «reestructuración» siempre estimula el instinto de supervivencia de nuestra generación.

Esa noche, más tarde, un tipo me agarró del cuello de la camisa cuando iba de un bar a otro. Cuando estábamos en la escuela, tenía fama de peleonero. Me golpeó de la nada. Casi caí al piso. El corte en el labio me supo a hierro. Cuando levanté la mirada, algunos amigos lo habían apartado y lo tenían sujeto. Me gritó  algunas groserías y luego rompió a llorar de pronto, como un niño. Los demás lo soltaron y alguien lo consoló. Yo me quedé paralizado, con la confusión en el rostro. El jefe de grupo se me acercó y me dijo:

—Trata de entenderlo; me parece que ahora trabaja en una purificadora de agua. Hace poco lo despidieron del banco en el que trabajaba por una reestructuración.

Podía imaginarme lo que había tenido que pasar para terminar vendiendo purificadores de agua. Necesitas a alguien a quien culpar. Cuando los hombres se juntan, tienden a desarrollar una especie de jerarquía, y éste en particular estaba en el fondo de una pirámide con la etiqueta «exalumnos». El día debía haber sido intolerable para él, que en su memoria había estado siempre en la cima de la cadena alimenticia. Después de todo, así es el mundo de los hombres. Ésta era una reunión normal y eso me daba paz. Un poco menos aliviado ahora que me habían golpeado, porque no soy la clase de persona que se merece una paliza. Una vez que comprobé mi mediocridad a mis excompañeros, no encontré razón para seguir con ellos. Volví a casa, me revisé la cortada del labio y seguí bebiendo solo. En un canal de documentales estaba mi serie favorita sobre animales. Ese episodio trataba sobre cómo los gorilas de montaña se agrupan, establecen rangos y se aparean. Un grupo de simios rondaba a mi alrededor en la habitación, con las luces apagadas.

A partir de esa fecha, puedo contar con la mano las veces que he utilizado las tarjetas de presentación. Todavía conservo en casa dos cajas llenas de tarjetas, aún cerradas dentro de un cajón. La gerente no me pregunta si necesito más porque entiende la situación. Así es como ella gestiona las cosas, experta en hacer todo por su cuenta. Si me preguntara por qué me gusta mi trabajo, ella sería la principal razón. El problema es que no me gusta mucho mi trabajo. Me gustaría preguntarles a ustedes: «¿Les gusta su trabajo?». Ojalá no olviden, una vez que hayan terminado esta lectura, que no soy diferente al resto de las personas.

Tal como lo muestra mi tarjeta, oficialmente soy consultor de una compañía y me especializo en reestructuración. Como sugiere el término «consultor», el trabajo duro no recae en mí; yo sólo le digo a la gente cómo lidiar con las cosas. Cuando un establecimiento tiene a una persona que está causando problemas o daños, dicha organización, o a veces un individuo, contacta a La Compañía. Luego, La Compañía me consulta a mí y yo elaboro un plan. Con base en ese plan, La Compañía busca a los expertos necesarios y realiza eficazmente la reestructuración. La eficacia es tal que las personas objetivo de la reestructuración jamás exigen finiquito al irse. Por supuesto, yo obtengo una paga correspondiente, pero ni un centavo de ese dinero lo pone La Compañía o quien la haya contratado; por lo general, ese dinero se entrega en sobres blancos con la inscripción «Condolencias». Claro que no falta quien llora, quien manda una corona de flores o quien juega a las cartas. En cualquier caso, la reestructuración se completa una vez pasado el funeral, independientemente de si es entierro o cremación.

La muerte de Lee se consideró una muerte accidental. Gracias al seguro de vida que contrató cuando comenzó a trabajar, su hijo pudo llegar a un acuerdo con el hombre al que había golpeado. Exactamente tres meses después, su esposa se arrodilló frente a la tumba y derramó lágrimas de arrepentimiento; su reciente aventura, impetuosa e intensamente apasionada, había terminado en remordimiento. El hombre con el que se había enredado era de La Compañía. También era La Compañía la que estaba detrás del fraude del depósito y la víctima golpeada por el hijo tras discutir con él también era alguien contratado por La Compañía. Es posible que incluso el policía que detuvo a Lee en una celda por obstrucción de la justicia estuviera bajo la influencia de La Compañía.

Cuando se retiró, Lee arrastraba consigo algo deshonroso que no debía haber arrastrado. El director de la empresa de Lee consultó a La Compañía respecto a su problema, y luego La Compañía me consultó a mí. Por esa razón planeé una serie de pequeñas desgracias para él. No fue por accidente que se quedó dormido en el auto ni que se emborrachó. No fue él el último en encender ese automóvil. Eso es lo que en realidad le pasó al gerente Lee.

Espero que no me malinterpreten. Yo nunca he lastimado o acosado a nadie, ya no digamos matar. La violencia que practico está siempre, en cierta medida, sólo en el papel. Podrían preguntarse si es posible ser un asesino que no mata a nadie pero, hasta donde sé, yo he estado involucrado en al menos cincuenta muertes naturales. Sí, en resumen, la clave está en la muerte natural. En las películas, las novelas o las caricaturas, los asesinos llevan armas y trajes ostentosos, como ostentosos y ruidosos son los incidentes y las muertes que provocan. Por supuesto, es así porque es divertido y emocionante, pero en la realidad rara vez le ofreces a tu oponente una muerte de ese tipo. Sólo si eres un padrino de la mafia y estás en guerra con tu rival necesitas un sicario de ese tipo; necesitas mostrar tu poder. Pero incluso las mafias, cuando es posible, matan a sus objetivos en secreto y luego envían pescado envuelto en periódico a la organización rival, sugiriendo que el cuerpo de alguien de esa organización está atorado bajo el puente de Brooklyn o enterrado bajo el cemento de un complejo habitacional recién construido. También ellos son gente de negocios, y para los negocios es mejor que no haya problemas. Por ejemplo, si eres el hijo de alguien que espera una herencia largamente retrasada, el líder de un sindicato conflictivo o un político que debe enfrentarse a un candidato con alta probabilidad de ganar la próxima elección, la muerte poco natural de tu oponente es una mala solución. En los países en los que hay una ley, en materia penal existen artículos similares o casi idénticos al siguiente:

Artículo 31 (Instigador) (1). A la persona que instigue a otra a cometer un delito se le aplicará la misma pena que a la que cometa efectivamente el delito.

Así que a casi nadie le gustan las muertes ruidosas, y lo mismo es cierto desde el punto de vista del asesino. En las películas y la televisión, con frecuencia vemos a la gente amenazar a otra: «Podrías morirte y nadie se enteraría, ni siquiera las ratas o los pájaros». Pero hay algo que se les olvida: incluso si se mata a otra persona sin hacer ruido, deshacerse del cuerpo es difícil. Ésa es la razón por la que las funerarias hacen tanto dinero, porque su trabajo es arduo, sucio y requiere de técnicas especializadas. Cuando alguien muere, simplemente se convierte en un bulto de basura que pesa lo que pesaba en vida. Al pudrirse, huele mal y resulta problemático si alguien lo ve. Además, es casi imposible de transportar sin ayuda. Por eso muchos asesinos, incluidos los seriales, cortan los cuerpos en pedazos. Muchos de ellos se han partido la cabeza tratando de resolver este problema, desde los que los trituran y los tiran por el drenaje hasta lo que los disuelven en ácido sulfúrico o le dan a comer los pedacitos a los gatos y los perros. Si los arrestan, en la mayoría de los casos es por culpa del problema de deshacerse del cuerpo. En este punto se entiende por qué muchos asesinos seriales simplemente abandonan los cuerpos, la evidencia decisiva de sus crímenes. Después de todo, la mejor forma de deshacerse de un cuerpo es dejárselo a la familia. Ya sea que lo entierren o lo cremen, lidian con la cuestión como mejor les complace. Pero si la persona fallecida no tuvo una muerte natural, el cuerpo se convierte en la señal más clara de un crimen y, al menos en teoría, nuestro sistema de justicia es implacable con el crimen ya sucedido. En resumen, si alguien mata a otra persona y deja botado el cuerpo, la policía irá en su búsqueda, sea como sea. Por lo tanto, una muerte natural facilita deshacerse del cuerpo. Y adiós problemas. El crimen exige esa «condición fundamental»; este término, «condición fundamental», que suena tan verosímil, puesto en palabras más simples, también se aplica a nuestro trabajo.

Si alguien quiere matar a alguien más, debe matarlo con la mayor naturalidad posible. Si nadie reconoce el acto como algo ilegal, la ley lo pasará por alto. Por lo tanto, es mejor que la muerte sea natural, tanto para los asesinos como para los policías que trabajan duro, y que ocurra sin quebrantar la ley. Como se menciona en la famosa película policiaca Chinatown, si tienes bastante dinero o el poder suficiente, puedes matar y salir impune; sin embargo, si buscas la impunidad de matar a alguien, de todas formas va a costarte un daño irreparable en tus finanzas, tu poder o tu honor. A fin de cuentas, las dificultades posteriores son más duras y perdurables que el asesinato en sí.

Por eso resulta necesaria la gente como yo. Si destinas una gran cantidad de esfuerzo humano y de conocimiento a la planeación cuidadosa, y sustentas todo eso en la vasta experiencia de los profesionales, por encima de las fuerzas del orden, no es imposible conseguir una muerte natural que nadie pueda reconocer como un asesinato. Como en el caso del gerente Lee. Todo el mundo acepta que se trató de una muerte admisible y, en consecuencia, guardan un luto sincero por su desgracia. Se van a sus casas, le dan un beso en la frente a sus hijos y agradecen no tener que pasar por un infortunio similar. Entiendo si ustedes quieren echarme la culpa a mí, pero no soy distinto de un contador, un abogado o un gestor de fondos. Hasta la muerte es sólo un servicio. Es mucho más humanitario de lo que sería que, para hacerte desaparecer, te arrojen al mar en un tonel lleno de cemento. Yo hago de la muerte algo trágico y realista, y al mismo tiempo algo satisfactorio para todos. Ésa es mi especialidad. Pueden llamarme asesino, si quieren, pero yo llamo a este trabajo reestructuración. Hay muchas formas de reestructurar el mundo, pero la muerte es la única verdadera. Existe la creencia errónea de que una reestructuración se lleva a cabo para crear una estructura nueva, más razonable. Pero, como experto en el tema, conozco la realidad.

Una verdadera estructura nunca cambia; lo único que ocurre es que algunos miembros de la estructura desaparecen.

 

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