AMLO tuvo la oportunidad de hacer un cambio y la desperdició. Éste es un análisis del sexenio donde la izquierda llegó al poder y diluyó con su inoperancia el proyecto obradorista.
Antes de las elecciones de 2018, Carlos Illades escribió que la inminente victoria de la izquierda era una oportunidad, pero también un riesgo. ¿Cuál es el balance hoy, a menos de un año de que concluya el mandato de López Obrador? ¿Se logró revertir la desigualdad social, la corrupción, la injusticia crónica y el clasismo?
A muchos les parece evidente la incapacidad de esta administración de conformar un programa de gobierno viable, la cortedad de su agenda, la politización de todas las decisiones públicas, la consecuente polarización y la falta de habilidad técnica de no pocos de sus cuadros. Sin embargo, la oposición tampoco ha logrado reconstruirse para recuperar su credibilidad y se prevé como altamente probable un segundo mandato de la coalición gobernante.
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Independientemente de sus taras y fracasos, los partidarios de la 4T la consideran una revolución —la “revolución de las conciencias”, según López Obrador—, un cambio de gran calado, el cuarto de los grandes hitos del relato patrio en una continuidad histórica: el nuevo mito nacional. De esa revolución imaginaria trata este libro.
Se publica este fragmento del libro de Carlos Illades “La revolución imaginaria. El obradorismo y el futuro de la izquierda en México” con autorización de Editorial Océano.
Carlos Illades (1959) (1959) es doctor en Historia por El Colegio de México, profesor titular en el Departamento de Humanidades de la UAM-Cuajimalpa, investigador nacional nivel 3 del SNI, miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y profesor distinguido de la UAM. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio de investigación de la Academia Mexicana de Ciencias.
La revolución imaginaria | Carlos Illades
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El obradorismo
Político tenaz, Andrés Manuel López Obrador se sobrepuso a dos elecciones adversas en Tabasco (1988, 1994), la segunda groseramente fraudulenta, antes de competir por la jefatura de Gobierno del Distrito Federal (DF) en 2000, la cual ganó apretadamente al aspirante panista. Esto, más el liderazgo construido cuando fue presidente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) de 1996 a 1999, aunado al fracaso del primer gobierno de la alternancia encabezado por Vicente Fox (PAN), despejaron el terreno al político tabasqueño para contender por la presidencia de la República en la cuestionada elección constitucional de 2006. En el tercer intento, López Obrador ganó la presidencia en julio de 2018 con una mayoría contundente (53.19% de los votos) y la caída estrepitosa del voto panista, priista y perredista.
La corrupta administración de Peña Nieto, la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa y decisiones puntuales como el aumento del precio de los combustibles en 2017, favorecieron la candidatura de López Obrador, quien, todavía en las filas perredistas, se deslindó del Pacto por México, acuerdo cupular de las tres fuerzas políticas principales para realizar las reformas estructurales (energética, educativa, entre las más importantes) en el regreso priista. Fuera de la trama palaciega, el fundador de Morena quedó en magnífica posición para capitalizar el descontento popular y la crisis moral de las élites (políticas, económicas, intelectuales) que condujeron al país en tres pistas: la desregulación económica, la transición democrática y la guerra al crimen organizado. El político tabasqueño logró concentrar en un polo a la izquierda política e ilusionar a un electorado que en un 85% se pronunció por el cambio en 2018. Éste se postuló cual ruptura necesaria con el régimen de privilegios basados en el vínculo espurio del dinero con el poder político. La desmesura de esta acumulación de capital mediante la corrupción, sumada a la reconfiguración del mundo del trabajo en el capitalismo desregulado, produjeron una masa de pobres y excluidos, simultáneamente castigados por el mercado y desprotegidos por el Estado. Ellos, más los marginados que provenían de antiguo en sociedades radicalmente desiguales, serían el objeto de un nuevo pacto social tramado desde el poder federal y que supondría la recuperación de lo público por parte del ente estatal.
El triunfo obradorista corroboró que el candidato de la coalición Juntos Haremos Historia fue quien captó el anhelo colectivo del cambio. No era cualquier transformación, López Obrador hablaba del fin de la simulación, de un “cambio verdadero” al que nombró 4T con el propósito de inscribirlo en una perspectiva histórica, esto es, un continuo donde la jornada electoral era el umbral del México del futuro en el que, dijo en su libro de campaña, “habrá en la sociedad mexicana en su conjunto un nivel de bienestar y un estado de ánimo distinto del actual”, resultado de la “revolución de las conciencias”, que prevendría “el predominio del dinero, del engaño y de la corrupción, y la imposición del afán de lucro sobre la dignidad, la verdad, la moral y el amor al prójimo”. Pueden aducirse muchas razones de la aplastante victoria obradorista, pero, sin duda, el haber generado una expectativa dentro de un electorado muy diverso y crispado con el statu quo fue definitivo. (1)
La coalición Juntos Haremos Historia reunió alrededor de Morena a un grupo de partidos electoralmente insignificantes, oportunistas y retardatarios, congregados únicamente por la urgencia de conservar el registro: el Partido Encuentro Social (PES), un partido confesional ultraconservador; el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), un membrete ecologista que no apoya las energías limpias, impulsor de la pena de muerte y aliado sucesivamente del PAN, PRI y Morena; el Partido del Trabajo (PT), formación de origen maoísta alentada por el hermano del expresidente Carlos Salinas de Gortari, con una militancia tan reducida que sólo una maniobra oscura del tribunal electoral le permitió recuperar el registro legal que perdió en las urnas, simpatizante también de la dictadura de Kim Jong-un. Y Morena, conformado por un núcleo que acompaña a López Obrador desde hace 20 años, remanentes comunistas y de la izquierda nacionalista no priista, además densamente poblado por todos quienes quisieron labrarse un futuro con el obradorismo sin importar la filiación política precedente. El gabinete presidencial, si bien variopinto, no integró en la primera línea de responsabilidad a miembros de estos partidos, aunque sí en niveles menos visibles en los cuales, además, el presidente colocó a sus paisanos tabasqueños y compañeros de antaño, independientemente de que sus perfiles, calificación y experiencia profesional correspondieran a los cargos, herencia nefasta del priato en los usos de la gestión pública. Otro tanto hizo el presidente con los exgobernadores de oposición que se “portaron bien” en las elecciones, es decir, donde Morena ganó las gubernaturas. Lo cierto es que la coalición obradorista en las cámaras legislativas y su gabinete cumplimentan las decisiones del Ejecutivo federal, siéndole enteramente funcionales.
Cuando hablamos del obradorismo referimos a un movimiento que no configura todavía ni una ideología ni un régimen político. Desarrollado en los últimos veinte años, el movimiento agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad, y en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron coyunturalmente contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciudadanos de las entidades federativas (que solían votar por la derecha), por el descontento extendido con respecto del gobierno de Peña Nieto. Aquella base es leal y sólida, responde cuando la convocan el presidente o Morena, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —avivado con los yerros en el ejercicio gubernamental que lo conduce a buscar responsables en las administraciones anteriores— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (aumentos al mínimo y a los salarios contractuales, diversos programas basados en transferencias directas, pensión universal para adultos mayores, regulación del outsourcing). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas del presidente mas no las reivindicaciones sociales. Tampoco López Obrador coadyuva a la organización de las clases populares dado que pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.
Su carácter de movimiento es una razón entre varias que traban la interlocución del obradorismo con otros movimientos sociales (el feminismo, el neozapatismo) porque todos disputan entre sí la prioridad de sus demandas. Articulado de arriba hacia abajo, cuando López Obrador fue jefe de Gobierno del DF armó una estructura política a partir de los programas sociales dirigidos a las clases populares de la Ciudad de México que dio asiento a la base territorial del futuro Morena. Con adecuaciones y en un cambio de magnitud, el modelo se replicó a escala nacional cuando el político tabasqueño alcanzó la presidencia de la República. Esta relación directa con el potencial electorado se solidificó con la presencia recurrente de López Obrador en colonias y delegaciones, provisto de un discurso sencillo y directo, centrado en los problemas comunes y las necesidades básicas de la población de bajos recursos. La cercanía discursiva además de física, no impostada sino producto de una larga trayectoria de trabajo comunitario, le rindió frutos. La convocatoria constante a sus adeptos y la narrativa construida con base en el agravio, el fraude electoral atribuido al Instituto Federal Electoral (IFE), proporcionaron el combustible para la activación del movimiento, agregándose las acciones de la derecha en el gobierno y el gran capital que, involuntariamente, coadyuvaron a cohesionar el obradorismo y a avivar el deseo de revancha de sus militantes. La estrechez de miras de las élites que condujeron la modernización neoliberal, seguras de que la protesta popular sería contenida (como en 1988 y 2006), en lugar de desmontarla, la potenciaron hasta escapar a su control desalojando al binomio PRI-PAN de Palacio y retirándolo de la conducción de la transición democrática y de la inserción del país en la economía global. Fue esta derecha la que puso en juego la polarización que López Obrador explotaría después
1. Andrés Manuel López Obrador, 2018. La salida. Decadencia y renacimiento de México (México, Planeta, 2017), pp. 271, 274.