ADELANTOS EDITORIALES

Falsificar la historia • Juan Miguel Zunzunegui

Nos gustan las mentiras.

Escrito en OPINIÓN el

Tenemos la facultad de mentir, la capacidad de construir mentiras y la maravillosa inclinación de creer en ellas.

Ese es el inicio y la premisa de Falsificar la historia. Un recorrido de miles de años por la historia, la filosofía y la religión; una aventura a través de la psicología individual y la de las masas, un viaje que no deja de moverse entre la realidad y los mitos, y que nos lleva a cuestionarnos TODO LO QUE HEMOS CREÍDO.

Por medio de algunos de los acontecimientos más simbólicos de la historia universal, que comienzan con la creación y llegan hasta la caída de la Unión Soviética, Juan Miguel Zunzunegui nos lleva a las complejidades de la mente humana, a las herramientas que se han usado para someterla y al camino para finalmente descubrir la verdad.

Fragmento del libro de Juan Miguel Zunzunegui Falsificar la historia”, editado por Grijalbo. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Juan Miguel Zunzunegui nació en México en 1975. De ancestros mexicanos, españoles, austriacos y otomíes, es resultado de todos los encuentros de la humanidad a lo largo de la historia; por eso prefiere definirse como ciudadano del mundo y mestizo de todas las culturas. Ha publicado más de veinte libros. Es licenciado en Comunicación, especialista en filosofía y en religiones, maestro en Materialismo Histórico y doctor en Humanidades.

 

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Falsificar la historia | Juan Miguel Zunzunegui

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EL ORIGEN DEL TIEMPO Y DE TODAS LAS HISTORIAS

Tenemos la facultad de mentir, la capacidad de construir mentiras y la maravillosa inclinación de creer en ellas. Nos gustan las mentiras. Un mandamiento de la ley de Dios las prohíbe so pena de ir al infierno, y crecimos escuchando a nuestros padres que no era correcto decirlas. Igualmente los escuchamos decir mentiras, y alguna vez habremos escuchado que esa mentira específica, en esa condición de­ terminada, estaba bien. También nos contamos eso a nosotros mismos cuando mentimos.

Podemos mentir porque tenemos lenguaje, imaginación y capacidad de abstracción. Los mismos factores de la mente que nos permiten concebir a Dios y la idea de amar al prójimo, nos permiten engañar a ese prójimo y manipularlo con algún dios como pretexto. Nos permite también engañarnos a nosotros mismos. Ésa es la complicada dualidad de la mente humana.

Los seres humanos habitamos el mundo de manera poética, contando y contándonos historias. La existencia no es otra cosa que una serie de narrativas; es a través de ellas que la mente le otorga sentido y significado a todo. Ése es el poder de la palabra y de la historia: crea la realidad. Si queremos comprender cómo funciona la creación a través de la palabra, y la manipulación a través de la historia, es imprescindible conocer la dimensión donde ésta ocurre: el tiempo, así como descubrir la irrealidad de este último.

Entendemos y dotamos de sentido al mundo a través de la palabra, y desde que despertó en nuestra mente la capacidad del asombro y la duda, comenzamos a construir narrativas y todo tipo de relatos simbólicos que nos den explicaciones ante la inmensidad de la existencia. Nacieron como uno mismo, humanidad, palabra y mitología. Habla­mos y contamos historias. Eso es lo que hacemos a lo largo de toda nuestra vida, como individuos y como especie. Eso es lo que nos hace humanos.

Hacemos historias y vivimos dentro de ellas. Habitamos una historia colectiva que compartimos con una comunidad, que es comunidad gracias a que todos se cuentan la misma historia, y habitamos también dentro de nuestra historia individual. La que nos contamos a nivel colectivo, cualquiera que sea dicho colectivo, nos da una de tantas respuestas a la pregunta “quiénes somos”; la individual, ésa que nos contamos acerca de nosotros mismos, evidente­mente responde la pregunta sustancial: quién soy yo.

Ninguna de ellas es verdadera. Tampoco es falsa. Es más bien virtual, una construcción con base en algunos recuerdos, en historias y narrativas heredadas, e identidades previamente construidas. Pero es nuestra historia y, por lo tanto, la verdadera. Sin embargo, ese principio es igual de válido para cada uno de los miles de millones de individuos que se han contado una historia distinta, y que es igual de sacrosanta e irrevocable.

Algunos heredaron, se contaron y transmitieron, la historia del cristianismo, esa versión de la realidad que les corresponde principalmente por azar histórico geográfico. Otros se contaron la historia del islam, o la del pueblo de Dios, la del Buda o la del ateo, cada una de ellas igual de fortuitas. Esas historias e identidades anexas se mezclan con otras que te hacen ser mexicano o español, alemán o inglés, bielorruso, ruso o ucraniano, serbio o croata, is­ raelí o palestino. Otras te hacen liberal o conservador, de izquierda o de derecha, comunista o anarquista. Nada es real, todo es una narrativa que está en tu mente.

En ese sentido, cada historia humana es verdadera. Y ninguna­ lo es. La verdad nunca ha tenido nada que ver con la historia; aunque desde el siglo xviii nos contemos el cuento de que sí, y hasta pretendamos que tiene un carácter científico. Pero desde que buscamos la explicación al día y la noche, la lluvia y el trueno, hasta las diversas argumentaciones de por qué un territorio es de uno o de otro Estado, el objetivo de la historia siempre ha sido dar expli­caciones y dotar de sentido; justificar y legitimar. Nunca ha sido hacer una relación de hechos inequívocos e inne­gables que, por la propia naturaleza de la mente humana, nadie puede saber.

En la era de los Estados modernos, los de la Ilustración y la Revolución Industrial, con la ciencia, la verdad y las certezas como principal argumento de nuestras narrativas, se nos educó para rechazar todo relato religioso y mitológico por ser mentiras usadas para manipular a las masas , y se nos inocularon relatos nacionalistas igual de falsos y mito­lógicos, con el mismo objetivo manipulador. Eso hicieron los nazis y los comunistas del siglo xx. Es lo que hace el México del siglo XXI.

Cada revolucionario libertador de la historia terminó por descubrir que las masas oprimidas sedientas de libertad deben seguir oprimidas, sólo que con historias diferentes. Nacen los nacionalismos y las ideologías. El detalle fascinante del mundo moderno, el de las revoluciones emancipadoras, es que ese sometimiento, ese adorme­cimiento colectivo, se hace con una historia basada en la libertad y el despertar. ¡Despierta!, grita una cantidad in­audita de durmientes.

Somos curiosos, tenemos una mente que nos permite dudar, y caímos en el error de pensar que el objetivo de esa facultad es llegar a una verdad definitiva, en vez de com­ prender que el objetivo y el camino es la duda misma. Nos encanta la idea de la verdad, porque nos da certezas en un mundo cuya esencia es la incertidumbre; como la ver­dad es incognoscible en su esencia, nos fascina construir verdades, para lo cual tenemos que contarnos historias y comprometernos con nosotros mismos a creer en dichas historias y sus consecuentes verdades. Todas ellas ficticias, pero social y colectivamente aceptadas.

Construimos una verdad, nos apegamos a ella como si de eso dependiera el sentido de nuestra existencia, por­que de hecho es justo así; creemos en nuestra verdad, nos olvidamos de que nosotros la construimos, y la converti­mos en sagrada. Hacemos eso desde la primera palabra emitida por un ser humano. En el principio fue la palabra. La palabra parece darle solidez a las cosas por más que és­tas sean sólo sombras al fondo de una caverna.

Si ninguna historia es verdadera, y todo en la vida hu­mana son constructos culturales, todo colectivo es siem­pre una ficción. Cualquier grupo al que creas pertenecer, desde la nación hasta la religión, pasando por ideologías y equipos de futbol, es una creación de tu mente abstrac­ta, simbólica y totémica, que te permite identificarte con otros individuos, una docena o cientos de millones, porque comparten símbolos y se cuentan las mismas historias.

Una sociedad es un grupo de personas que, a fuerza de contarse algo y compartirlo, se sienten parte de un mis­mo todo; pero eso que se cuentan y se comparten viene siempre de un círculo de poder que invierte recursos en repetirlo y compartirlo, popularizarlo y hasta imponerlo. Esto es porque desde el poder se necesita, entre otras cosas, generar en los individuos la idea de que son parte de algo superior a ellos, de construir una identidad y hasta una mente colectiva con base en relatos simbólicos; es decir, en historias.

Las historias dan poder al que las cuenta. Evidentemen­te se lo quitan al que sólo las escucha y repite sin cuestionar. No hablamos de la historia real porque ésa no existe. La verdad pura de la historia serían los hechos sin interpreta­ciones, pero eso es absolutamente inútil para el ser huma­no, que dota de significado a todo.

Los seres humanos contamos historias, interpretamos el mundo para habitarlo y darle sentido. Desde que so­mos humanos dichas narrativas están siempre llenas de símbolos y significados, de emociones e interpretaciones; desde que inventamos el fenómeno del poder, están llenas también de ideologías.

La historia se usa como herramienta de poder; con ella se construye una memoria colectiva que nunca es real. Con narrativas construimos una mitología histórica y con eso se crean imaginarios colectivos y estructuras sociales, se construyen y legitiman Estados; se purifican guerras al llamarlas revoluciones. Las narrativas crean pueblos y per­miten ejercer poder sobre ellos.

Tenemos lenguaje, memoria e imaginación, tres ele­mentos constitutivos de nuestra mente que sólo pueden hacer de nosotros un contador de historias. Además de memoria e imaginación, tenemos emociones y la capaci­dad de interpretar, eso hace de nosotros falsificadores de todas esas historias. Nunca nos ha importado la realidad; siempre hemos buscado sentido y significado que nos per­mitan habitar con relativa paz nuestra dimensión emocio­nal y eso implica falsificar la historia.

Es en esa dimensión donde somos hermanos y una unidad. Todo lo demás nos divide en estratos sociales y construcciones culturales que nos hacen sentir realmente distantes a unos de otros: ricos y pobres, nobles y plebeyos; judíos, cristianos o musulmanes; mexicanos, gringos y es­ pañoles; blancos, negros, morenos y prietos; comunistas, liberales, conservadores, progresistas…, todos tratando de darle sentido a su existencia a través de historias que van más allá de la razón y llegan al terreno emocional.

Todos experimentamos por igual el amor, la compasión, la alegría y el regocijo; todos sufrimos y sentimos miedo al dolor en todas sus formas. Es en las emociones, y su gestión generalmente deficiente, donde todos somos iguales. En el conflicto existencial y la búsqueda de significados, en los paraísos y los infiernos en los que somos capaces de habitar, y que dependen únicamente de las historias que nos contamos en nuestro interior.

Tenemos lenguaje. Es la esencia de lo que somos. Su exis­tencia es un misterio insondable que nos separa del resto de la creación, nos permite verbalizar un mundo sensitivo y emotivo que nos invade y nos haría explotar si no pu­diésemos indagar en él a través de la palabra. Nos permite nombrar y por lo tanto comprender las cosas; explorar y conocer un mundo exterior y uno interior, y nos da la posi­bilidad de pensar dichos conceptos. Nos faculta para hacer filosofía y religión, economía y leyes; es primordial para darle sentido a nuestra propia existencia, pero nos es tan cotidiano, y por añadidura tan normal, que no reparamos en todo lo que el lenguaje es.

En medio de un mundo que de primera impresión nos parece hostil y sinsentido, el lenguaje nos permite contar­ nos historias que lo hacen más amable y trascendente. Ante el misterio de la conciencia, que nos permite experimentar y reconocer nuestra propia existencia, y atemorizarnos ante ese enigma, el lenguaje nos concede crear narrativas que la doten de sentido y significado. Ante la tribulación de ex­perimentar la impermanencia y efimeridad de las cosas, el lenguaje nos otorga la posibilidad de pensar en la eternidad.

El lenguaje nos hace humanos, pues sin él no podría­mos acceder a la racionalidad que según nosotros nos ca­racteriza, ni podríamos describir las emociones que nos motivan. Sin lenguaje no podríamos pensar, ni tener ca­pacidad de abstracción, y no tendríamos la posibilidad de concebir y hasta buscar a Dios. No haríamos comunidad ni sociedad, no seríamos creadores de cultura ni construc­tores de imperios. No seríamos lo que somos.

Tenemos lenguaje y en consecuencia pensamiento, pues cada idea está siempre relacionada a una palabra. Cada concepto mental está asociado al lenguaje, lo que significa que cada cosa que podemos pensar es porque inventamos la palabra correspondiente para poder pensarla. Cada pen­samiento y cada idea son un invento humano. Cada histo­ria es precisamente eso. Ninguna es la verdad, es nuestro propio mito.

Tenemos memoria; en consecuencia, concebimos la idea de pasado. Recordamos algo que no está en este lugar y momento, aunque el simple recuerdo pueda hacer reales las cosas para nuestra mente. Resulta que nuestra mente concibe ideas, y las ideas no están en el tiempo sino en la mente; es por eso que el recuerdo doloroso del pasado ge­nera sufrimiento en el momento presente.

Las emociones no dependen del tiempo, están atadas al recuerdo y se viven siempre como reales. Las emocio­nes están en la eternidad, y siempre a nuestra disposición para liberar o esclavizar nuestra vida. Somos lo que nos contamos, por lo tanto, hay historias que nos someten —casi todas—, pero siempre hay una que nos libera y cuyo final es el despertar. Tú eres el narrador de tu pro­pia realidad.

Tu historia es tu viaje del héroe. Tiene al bueno, al malo y al feo, al héroe y al villano, al salvador y al tirano, al traidor y al desleal. Tiene maestros y tiene pruebas, así como obstáculos y recompensas, búsquedas y resoluciones. Tu vida es una historia llena de personajes a los que has dotado de valores y de significados. Ninguno de esos personajes es real ni tiene relación con la persona real en el mundo, son construcciones simbólicas para contarte una historia y darle sentido a tu vida.

Ese fenómeno se logra también al construir la narrativa de una historia nacional; es por eso que un buen demagogo puede hacer que experimentes alguna emoción negativa y perturbadora por algo que ocurrió hace 500 años, que no te ocurrió a ti, que no recuerdas porque no lo viviste, pero que aun así despierta tu indignación. Todo eso ocurrió tan sólo en tu imaginación y le entregó tu poder al demagogo en cuestión.

Voy a luchar porque estoy harto de 500 años de injusti­cias. No es cierto, ésa es la narrativa que te cuentas. Estás harto de lo que consideras que es injusto para ti, de las in­justicias de la vida y del mundo contigo, y enredas tus pro­pios conflictos con los de una narrativa que te hace pensar que eres parte de algo más grande. No puedes estar harto de 500 años de nada, pues tú sólo has experimentado 30 o 40 de ese medio milenio que te indigna.

Nuestra mente tiene registrado absolutamente todo lo que ha percibido desde el principio de nuestra vida; la in­mensa mayoría de nuestra memoria está en un nivel incon­sciente, muchas cosas están enterradas, otras afloran de vez en cuando, unas más están ahí para tomarlas cuando sea necesario; y con muy pocos elementos construimos toda la historia de nosotros mismos.

Toda historia nacional inculcada en la gente se basa en una columna vertebral de acontecimientos —muy pocos— sobre la que se construye una trama de símbolos y emocio­nes que terminan dotando de sentido a la patria y de gloria a su pueblo. No todas; está la de México, que usa símbolos y emociones para que la patria sea un sinsentido que nunca tiene un verdadero pueblo. Tu historia personal funciona básicamente igual.

No recuerdas lo que hiciste ayer, o la semana pasada, pero sí tienes toda una historia de ti mismo, con buenos y malos, enemigos y maestros, lecciones y caídas, traumas y complejos; todo ello inserto en una narrativa construida con muy pocos eventos de recuerdo dudoso, pero dotados de significados emocionales. Por eso son el eje de tu his­toria, porque están relacionados con las emociones que te hace ser quien eres.

Podrías, si tuvieras ese don, que casi nadie tiene, recordar absolutamente todo sobre tu pasado; aun así, lo que te marca en el presente, para bien y para mal, no son los hechos sino las interpretaciones, porque eso, tus interpretaciones emo­cionales, es lo que en realidad está en tu memoria.

Pero no podrías, porque ese don no existe, recordar co­sas que tú no has experimentado. Ése es el problema cuan­do hablamos de mentalidad colectiva o señalamos que un pueblo no tiene memoria. Un pueblo no puede tener me­moria porque el pueblo no existe, es sólo una idea abstrac­ta en la mente de los individuos.

La memoria colectiva, los acontecimientos que los paí­ses recuerdan, los eventos que los pueblos no olvidan son siempre una construcción. Esa construcción nunca es la realidad, y siempre estará cargada de significados emocio­nales que casualmente darán la razón a una u otra ideolo­gía o necesidad político-social. Se impone desde el sistema y el poder.

Tenemos imaginación. La capacidad de crear y construir en nuestra mente escenarios, situaciones, personajes, pai­sajes o acontecimientos que no existen, que no están aquí y ahora. Pero no podemos crear de la nada, ése es el detalle que nos distancia de Dios; es por eso que todo lo que di­bujamos en nuestra mente está construido necesariamente con elementos del pasado; es decir, de la memoria, pero no la real, sino de la narrativa de significados y emociones, dolores y alegrías que hemos asumido como nuestros.

Con esa imaginación construimos la abstracción a la que llamamos futuro. Como tenemos memoria y con ella crea­mos la ficción del pasado, nuestra mente fabrica la mayor de las ilusiones: el tiempo. Hemos llegado a la dimensión donde transcurren todas las historias, y como todas ellas están construidas con elementos de imaginación y me­moria que sólo están en la mente, resulta evidente que esa dimensión sólo puede estar en el mismo lugar. El tiempo no existe.

Tu mente construye el tiempo, y con imaginación y me­moria construye también las historias que parecen trans­currir en dicho tiempo, pero que están siempre en el pre­sente, están ahora. No existe el pasado. Tu mente imagina el futuro con base en la interpretación emocional a la que llamas pasado, por lo que estará lleno de los mismos mie­dos y tendrá por lo tanto las mismas limitaciones. Pero eso sólo está ocurriendo en tu mente ahora. El futuro no existe.

Si la mente construye el tiempo, y las historias que en él ocurren, y construye también todo el universo simbóli­co de esas historias, inventa cada signo y cada significado, cada interpretación o versión de los hechos convertida en verdad; si la mente crea también todas las relaciones emo­cionales de dichas historias, y crea por lo tanto emociones positivas o negativas que se experimentan en tiempo pre­sente, está creando la totalidad de la realidad. Eso que para ti es la realidad. Tu historia está sólo en tu mente. Com­prender eso en el más profundo de los niveles es el único camino a la libertad.