GUERRA RUSIA-UCRANIA

"Pensé que era becaria, pero terminé haciendo drones de guerra para Putin"

Le prometieron capacitación técnica vía Facebook, pero terminó en una fábrica de drones militares Shahed 136 utilizados por Rusia en la guerra contra Ucrania; persiguiendo un sueño de educación, terminó en la maquinaria de la guerra

Créditos: Especial
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Adau, una joven de 23 años originaria de Sudán del Sur, relató a la BBC que fue engañada por el programa ruso Yelábuga Start, al que llegó tras ver una oferta de “beca” en redes sociales. El proyecto, promovido por el Ministerio de Educación Superior de su país, prometía capacitación técnica en áreas como logística u hotelería.

Sin embargo, al llegar a la Zona Económica Especial de Yelábuga, en Tartaristán, descubrió que en realidad trabajaría en una fábrica de drones militares Shahed 136 utilizados por Rusia en la guerra contra Ucrania. “Pensé que era una beca para aprender y trabajar, pero terminé fabricando armas”, declaró a la BBC.

La joven también denunció condiciones laborales abusivas y peligrosas: durante su estancia tuvo que pintar drones con químicos que le quemaron la piel, a pesar de usar trajes protectores. “El químico se filtraba, la tela se endurecía y mi piel se pelaba”, explicó. Además, su salario fue muy inferior al prometido: de los 600 dólares mensuales ofrecidos, sólo recibió una fracción, tras descuentos arbitrarios por alojamiento, transporte y multas. La BBC también documentó que el hostal donde vivían las trabajadoras fue alcanzado por un dron ucraniano, hecho que dejó en evidencia su cercanía a instalaciones militares.

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“Mi sueño era trabajar en el mundo de la tecnología”

Soy Adau, tengo 23 años y nací en Sudán del Sur. Mi sueño siempre fue trabajar en tecnología, en cosas que muchas veces no se esperan de una mujer: operar grúas, construir máquinas, competir en robótica. Cuando vi un anuncio sobre una beca en Rusia, lo vi como la gran oportunidad de mi vida. Nunca imaginé que terminaría ensamblando drones usados en la guerra.

Todo empezó con una publicación en Facebook. Era 2023 y una amiga compartió un mensaje del Ministerio de Educación Superior de Sudán del Sur. El programa se llamaba Yelábuga Start, y prometía capacitación en Rusia en áreas como logística, hotelería o servicios de alimentos. Sonaba legítimo, incluso emocionante. Llené el formulario y puse como primera opción ser operadora de grúa torre.

Después de meses de trámites, llegué a Rusia en marzo de 2024. La zona a la que nos llevaron, llamada Zona Económica Especial de Yelábuga, me pareció moderna. Vi fábricas, autos y campos agrícolas. Aunque el frío era intenso, me sentía optimista.

Nos dieron tres meses de clases de ruso, y luego nos entregaron uniformes. Nadie nos explicó claramente qué haríamos. Al entrar por primera vez a la fábrica, me quedé paralizada: estaba llena de drones. Me invadió la confusión. ¿Dónde estaba la logística? ¿Dónde estaban las grúas?

Nos hicieron firmar acuerdos de confidencialidad. En otras palabras, no podíamos contarle a nadie—ni siquiera a nuestras familias—lo que hacíamos realmente.

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Con el paso de los días, la realidad me golpeó: estaba trabajando en una fábrica de drones militares, específicamente modelos Shahed 136, que Rusia ha usado ampliamente contra Ucrania. Me sentía atrapada. Traicionada.

Quise renunciar. Me dijeron que debía cumplir dos semanas de preaviso. En ese tiempo, me asignaron a pintar la cubierta externa de los drones. Los químicos me quemaban la piel. Aunque usábamos overoles blancos, el material se filtraba. Mi brazo se pelaba. Otro compañero también sufrió quemaduras. Nadie nos explicó el riesgo.

Como si no fuera suficiente, el 2 de abril hubo un ataque ucraniano con drones. Me despertó la alarma de incendio. El hostal donde vivíamos fue impactado: el edificio vecino fue derribado. Las ventanas estallaron. Vi un dron acercarse y corrí sin mirar atrás. Más tarde supe que Ucrania sabía que mujeres africanas vivíamos allí, forzadas a trabajar en fábricas de drones.

La tragedia no terminaba. Nos habían prometido un salario de 600, pero recibimos menos de 100. Nos descontaban por todo: alojamiento, internet, transporte, impuestos y clases de ruso. Encima, había multas: US$50 por faltar un día y US$60 si se activaba la alarma cocinando.

No podía más. Le pedí ayuda a mi familia para comprar un pasaje de regreso. Tuve suerte: muchas compañeras siguen atrapadas, sin dinero para volver.

Hoy sigo recuperándome, no solo físicamente, sino también emocionalmente. Porque nunca imaginé que, persiguiendo un sueño, terminaría participando—sin saberlo—en la maquinaria de una guerra.