La década de los 70, en América Latina, iba a cerrarse con la caída de la dictadura más longeva de la región. Fue en julio de 1979, cuando la dinastía de los Somoza pasó a mejor vida en Nicaragua, fruto de una revolución inspirada en Augusto Sandino, el líder de la resistencia a la ocupación estadounidense en la primera mitad del siglo XX. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FLSN) tomó el poder e instauró un directorio de gobierno encabezado por el mismo Daniel Ortega que hoy controla con las mismas recetas de los Somoza a ese país, donde ser opositor u osar disentir puede ser motivo suficiente para terminar en la cárcel o en el ostracismo.
Tal vez aquella fue la revolución más celebrada en toda América Latina. Una dictadura sangrienta y represiva, que había superado con creces a la de la España franquista, llegaba a su fin, gracias al accionar de una guerrilla con fuerte apoyo popular. A partir de allí, el desafío sería mayúsculo: revertir una situación socioeconómica compleja y enfrentar la guerra civil con las fuerzas contrarrevolucionarias (la Contra) financiadas desde Washington. Un típico conflicto de los tiempos de la Guerra Fría.
El sandinismo y los nicaragüenses despertaron la simpatía de la izquierda regional y de cuanto intelectual comprometido con la realidad social anduviese por el mundo. Pero el más amigo, el más leal al país de los lagos maravillosos y los volcanes siempre amenazantes, no fue otro que Julio Cortázar. De ello podía dar fe el poeta Ernesto Cardenal, fallecido en el 2020, o el exvicepresidente sandinista y actual desterrado, Sergio Ramírez. Bastaría con leer algunos de los capítulos de aquel ensayo con el que el creador de Rayuela selló su compromiso con el país centroamericano y con su revolución: “Nicaragua, tan violentamente dulce”, publicado meses después de su desaparición física en febrero de 1984.
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No hay que ser muy erudito o haberse masticado la obra completa del mayor de los Cronopios para saber que, de haber vivido hoy, no hubiese cancelado aquel libro, pero esa erre arrastrada en su buen decir acompañaría con su testimonio a los oprimidos y desterrados por el excomandante sandinista, devenido hoy en un dictadorzuelo, como para que los nicaragüenses no se olviden de ninguno de los dos Somoza (el padre, “Tacho”, que gobernó hasta 1956, y su hijo, “Tachito”, que lo sucedió hasta 1979) y para que las nuevas generaciones entiendan que la historia del país está construida por una cantidad inconmensurable de héroes silenciosos y por un célebre puñado de sátrapas en cuyo parnaso Daniel Ortega decidió colgar su nombre y su retrato.
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La de Ortega no fue una transformación de los últimos años. Fue constante a través del tiempo en que ostentó el poder. La década de los 80 se caracterizó por diversas rupturas en el seno del FLSN, con excombatientes separados del gobierno, con denuncias de corrupción que forzaban una grieta en el frente interno que se extendía entre los simpatizantes de la Revolución por todo el mundo. Con las primeras elecciones democráticas, en 1991, Violeta Chamarro destronó a Ortega, quien se refugió en el FSLN, para transformarlo en un partido más del sistema, tranzar con los sectores de la oposición que respondían a la Contra, acumular hasta denuncias de abuso sexual — de su hijastra, Zoilaamerica Murillo — en 1998, y no parar hasta retornar al poder, recién en el 2007. A partir de allí, su poder se incrementó a la par de la represión contra todo aquel que estuviese en su contra: ya sean líderes opositores o periodistas, intelectuales o sacerdotes, empresas o medios de comunicación.
A tal punto, Ortega desanda la senda somocista que ya desató la ira de varios gobiernos de la región, que, a priori, se podrían considerar más afines a ese recuerdo del Ortega comandante. Por ejemplo, el presidente chileno, Gabriel Boric, no dudó en calificarlo de “dictador” y se apresta a entregarle la nacionalidad a la escritora Gioconda Belli y a unos cuantos más de los 222 expulsados del país el pasado 9 de febrero bajo la acusación de “traidores a la patria”.
Los gobiernos de México, Colombia y Argentina ofrecieron asilo o la nacionalidad a los desterrados mientras que otros gobiernos, como el de Luiz Inácio Lula da Silva, prolongan un silencio al respecto, de esos con los que se paga un favor político, en medio de una coyuntura complicada como la brasileña.
Como de costumbre, el expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica aportó su contundente síntesis para graficar la situación: “Hace rato ya que a Ortega se le fue la mano…”.
No obstante, Ortega sigue adelante en la consolidación de una dictadura de viejo cuño. Su último enemigo es ahora el papa Francisco, quien recordó recientemente al obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, que se negó a salir del país y fue trasladado a una prisión común.
Eso bastó para que Ortega intentara desterrar al Sumo Pontífice del Vaticano cuando calificó a la Iglesia de “mafia” para despacharse a gusto: “Yo no creo ni en los papas ni en los reyes. ¿Quién elige al papa? ¿Cuántos votos consigue el papa entre lo que es el pueblo cristiano? Si vamos a hablar de democracia, el pueblo debería elegir, en primer lugar, a los curas del pueblo. El pueblo debería elegir a los obispos y el que tenga más respaldo de la población, pues ese será el obispo…”.
Por lo visto, en Managua no hay sacerdote crítico que se salve de las diatribas dictatoriales de Ortega. Ni su excompañero de revolución, el fallecido Cardenal, perseguido al final de sus días, ni ahora su mejor obra en la tierra, la Asociación para el Desarrollo de Solentiname, con la que en 1982 el poeta católico y revolucionario hasta los huesos intentó motorizar el desarrollo de aquella hermosa región; desde hace varios meses tiene la personería jurídica cancelada.
Fue a aquel archipiélago de amaneceres únicos al que Cortázar le dedicó un recordado cuento: “Apocalipsis en Solentiname”. Allí cultivó su amistad de hierro con los hermanos Cardenal y cientos de campesinos con cuchillo en la cintura y fusil al hombro.
Un dato más, para tener la certeza de que al igual que muchos que en su momento decidieron acompañar a aquella revolución que se quedó en el terreno de la esperanza, Cortázar y don de gente, por lo menos, no hubiese dudado hoy ni un sólo instante en cambiar el título de aquel célebre ensayo con el que manifestó su amor, que hoy lo hubiese sentido corrompido.
VGB