Los límites de la política se estrechan al ritmo del calentamiento global y los fenómenos naturales. Y si no que lo diga Recep Erdogan, el presidente turco desde hace poco más de 20 años, al que el apocalíptico terremoto que afectó al sureste de su país parece haber afectado también su construcción de poder. Como si Alá se hubiese cabreado con el férreo control que viene ejerciendo desde entonces. Hasta nuevo aviso en América Latina, no es tiempo de terremotos pero sí de temblores varios.
No se trata de fenómenos de la naturaleza aunque gocen del rótulo “natural”. Natural que eso ocurra ante semejantes exponentes en el arte de gobernar. Ahí está Perú, que no cesa de desangrarse, sin olvidarse de Venezuela y una revolución tan sui generis como las de antaño, o la devaluada Argentina, de ayer, de hoy y de siempre, que va sin rumbo hacia ninguna parte.
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Unos vienen de algún sector de la izquierda, otros se dicen de izquierda, a pesar de la polución de uniformes militares, y otros se autoperciben de progresistas, aunque su discurso va en un sentido y en la acción toman la dirección contraria. Marxistas por donde se los mire. Pero no de la escuela de Karl Marx (1818-1863) sino de la de Groucho Marx (1890-1977), a cuya máxima adhieren sin duda alguna: “Tengo mis principios, pero si no le gustan tengo otros…”.
De ese tipo de marxistas, la lista es larga y no para de crecer. El último en sumarse parece ser el presidente colombiano, Gustavo Petro, economista y exguerrillero del Movimiento 19 de Abril (M-19), aquella organización insurgente de corte nacionalista, creada en 1974 como una respuesta a una suerte de fraude electoral en los comicios de 1970 contra el expresidente de facto Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957).
Será que aquella guerrilla, que a la postre fue la etapa más importante en la formación política del actual presidente, no adhería a la izquierda clásica. Tal vez por eso, desde que llegó al poder, se va haciendo un lugar en el parnaso de los mandatarios progresistas bajo el precepto de Groucho y no en el de “Carlitos”.
Muchos descolocados llegaron a creer que la intención de Petro y su gobierno es que la sociedad colombiana no termine echando en falta a su excontrincante en las últimas elecciones, Rodolfo Hernández, un hombre siempre cercano a las propuestas disparatadas. Y es que su gobierno acaba de presentar un proyecto para disminuir el delito eliminando del Código Penal el incesto, las calumnias y las injurias, lo que generó un áspero debate antes de que la iniciativa ingresara al Congreso para su tratamiento.
Al observar los movimientos de la administración Petro, vuelve a plantearse el interrogante: ¿qué significa ser de izquierda (o progresista) hoy? Una pregunta vasta, de difícil respuesta al instante, en medio de un ambiente de confusión y crispación de posiciones (dizque) ideológicas, que no llevan a ningún puerto. Máxime cuando se observan las cifras de pobreza, indigencia, y de afecto por la democracia en buena parte del globo.
Los asombrosos dislates de Pedro Castillo, que lo llevaron del autogolpe a su derrocamiento y posterior prisión; la confusión que por momentos asalta a la administración de Gabriel Boric, en Chile; la feroz pelea intestina que protagonizan Alberto Fernández y su jefa, la condenada vicepresidenta, Cristina Fernández, en la Argentina (con inflación es de tres dígitos); o la forma en que varios mandatarios latinoamericanos desempolvan sin contemplaciones el archivo para repetir, literalmente, frases del extinto Hugo Chávez, siguen ratificando que lo de Groucho Marx no solo era humor del bueno, y que tampoco fue en vano.
Presidentes, en su mayoría, con principios para todos los gustos, pero más devaluados que el peso argentino y siempre tratando de impactar tomando atajos que terminan en ninguna parte. En lo que no reparan Petro ni su ministro de Justicia, Néstor Osuna, es que no se aminora la tasa de delitos con una injuria más o un incesto menos. La violencia, el narcotráfico y otros flagelos motorizados desde el poder atraviesan desde hace décadas al país, sin que nadie acierte con la medicina.
Si algo se podía esperar de un gobierno progresista es que propusiera las bases para un desarrollo sostenible y una equitativa distribución del ingreso, incremente los puntos del PBI en la educación y en la salud pública, amén de llevar las obras de infraestructura hasta el rincón más inhóspito del país, allí donde la clase política no llegó jamás — y por el momento Petro no parece ser la excepción a la regla— y a los que la patria se les acaba en el muy bogotano Parque de la 93.
Pero así las cosas, el presidente aparece como la versión colombiana de eso que en América Latina, como en otras partes del mundo, hoy se llama progresismo, mientras los jóvenes trastocan los hábitos juveniles y en masa terminan como clientela política de una derecha que se hace llamar libertaria.
Cualquier parecido de Petro con los Kirchner, por citar solo a algunos, no es pura coincidencia. Esas experiencias, indefectiblemente, siempre encuentran la salida a la derecha…
Si lo que se quiere, además de parecerlo, es ser de izquierda, ahí está con tiempo para aportar su experiencia el expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica, cuando habla de la nueva realidad, del derrotero del capitalismo y de lo que significa en la era de la cibernética ser de izquierda
“Yo soy de izquierda, pero no soy bobo. Sé que un hombre de empresa puede aportar soluciones que yo no tengo a mi alcance…”, suele repetir el exlíder de Tupamaros.
Alcanzaría con escucharlo y aprender a descifrarlo para no corroborar que aquí tampoco hay (Groucho) Marx sin Federico Hegel reviviendo su genial 18 Brumario en aquel párrafo que reza: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa…”.