La muerte del Papa Francisco no solo representa el fin de una era en la Iglesia Católica, sino también el cierre de un capítulo incómodo para los mercados globales y los grandes capitales. Jorge Mario Bergoglio no fue un Pontífice neutral ante las dinámicas económicas; al contrario, su voz, profunda y persistente, se convirtió en un eco molesto en los salones del poder financiero internacional.
Desde su encíclica Laudato si, Francisco dejó claro que su papado no iba a ser indiferente ante los efectos del capitalismo desregulado y la especulación. Su crítica a la economía que mata no fue solo una frase provocadora, sino una tesis moral que buscó incidir en la lógica misma del sistema económico. Cuestionó la primacía del capital sobre la dignidad humana, denunció la desigualdad como violencia estructural y promovió una economía ecológica, inclusiva y al servicio del bien común.
Aunque estas posturas fueron celebradas por movimientos sociales, ambientalistas y economistas heterodoxos, generaron resquemor en los círculos de inversión y en los gobiernos alineados con políticas neoliberales. No fue casualidad que, tras sus pronunciamientos en foros como el G20 o el Foro de Davos, las referencias al Papa en medios financieros se manejaran con una mezcla de cautela y escepticismo. Sus palabras tenían implicaciones: más regulación, menos extractivismo, más impuestos a las grandes fortunas.
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Pero el impacto económico de Francisco fue más cultural que estructural. En ningún momento interfirió directamente en los mercados ni promovió políticas económicas concretas desde el Vaticano. Lo que hizo fue algo quizá más poderoso: reconfigurar el marco ético del debate económico global. Al llamar a los jóvenes economistas a construir una Economía de Francisco, al reunirse con líderes sociales y empresariales, al abrazar a migrantes, campesinos y excluidos, Francisco reorientó la brújula moral del discurso económico hacia la justicia, no hacia la eficiencia.
Su muerte llega en un momento especialmente crítico: guerras prolongadas, crisis de abastecimiento, inflación persistente y un colapso bursátil en curso. Paradójicamente, algunos actores del mercado podrían interpretar su ausencia como un alivio, esperando que un sucesor más discreto devuelva a la Iglesia su papel tradicional de silencio frente al poder económico. Sin embargo, es probable que subestimen el arraigo de su pensamiento. Francisco sembró una narrativa que no depende de un solo hombre, sino de una conciencia social que se resiste a callar.
En América Latina, su partida deja un vacío simbólico profundo. Fue el primer Papa que hablaba con el acento de los pobres del sur, que entendía la economía desde la calle y no desde los balances. Su visión quedará como legado y como desafío.
Hoy, los mercados respiran. Mañana, quizás, tengan que enfrentarse al eco de su voz. Porque lo que Francisco dejó, más allá de los ritos, fue una pregunta incómoda: ¿para quién trabaja la economía del mundo?
José Luis Lima González, columnista de LSR Hidalgo. X: @pplimaa
