León, Guanajuato.- León, Guanajuato.- Las cajas automatizadas brillan como un futuro que avanza sin mirar atrás. Beep. Beep. Un cliente escanea, paga y empaca solo. Otro hace lo mismo. No hay cajeros. No hay quien acomode las compras. Solo una empleada corre de máquina en máquina para resolver dudas y un guardia vigila que nadie “se equivoque”. Seis cajas, una sola supervisora. Eficiencia pura.
Pero, detrás de ese progreso tecnológico, hay una sombra que inquieta: la de los cerillitos, como se les llama en México, con cariño y costumbre, a los empacadores voluntarios, en su mayoría adultos mayores o jóvenes que trabajan exclusivamente por propinas.
Para ellos, cada máquina nueva es una promesa de que el tiempo corre en su contra. “Un empacador grande podía ganar hasta dos mil pesos al día”, cuenta un joven empacador. “Pero entre menos cajas hay, menos propinas. Y aquí ya es prácticamente la mitad automatizadas. De que se pierde dinero, se pierde. Y sí, tenemos miedo de perder nuestro empleo”.
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En medio del zumbido de las máquinas que no se cansan, no se distraen y nunca piden un descanso, los cerillitos observan cómo su lugar en el supermercado, y en la vida cotidiana de miles de clientes, podría estar llegando a su fin.
“No los quiero ver platicando”: la vida diaria de los cerillitos frente a las máquinas
Uno de los oficios del siglo pasado, nacido con el auge de los supermercados en las grandes ciudades, lucha por sobrevivir mientras las máquinas ganan espacio. Jóvenes que buscan una primera oportunidad para ganar dinero y adultos mayores que trabajan por necesidad, por gusto o simplemente para sentirse vivos. En este supermercado, donde las bolsas suenan, los carritos entran y salen y el tiempo nunca se detiene, coinciden todos: generaciones distintas compartiendo el mismo espacio, la misma rutina y el mismo miedo a desaparecer.
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Entre ellos está don José, un adulto mayor que parece salido de otra historia. Antes de llegar aquí, trabajó en cine. “Hice 75 películas del Estado”, cuenta. Recorrió sets, armó locaciones, gestionó comida, transporte, cámaras y personal. Colaboró en series extranjeras y telenovelas. Pero, con el paso de los años, terminó empacando mandado en León. Lleva ocho años en este oficio. Lo dice sin dramatismo, casi con orgullo. Para él, trabajar como cerillito significa estar activo, mantenerse alerta y recibir propinas que, según afirma, “no son nada malas”.
Su llegada a este supermercado fue, como él mismo describe, “una experiencia revolucionaria”. Venía de una tienda donde todavía regalaban bolsas de plástico. Aquí no. Aquí los carritos tienen compartimentos y portavasos que obligan a pensar, ordenar y acomodar de otra manera. Los cerillitos saben cómo embonar cada producto para evitar accidentes: que la botella no aplaste el pan o que un frasco no termine derramado. José, acostumbrado a producir escenas en sets de filmación, encontró aquí otra forma de producción: la del día a día.
Unos metros más adelante, un joven de 15 años acomoda bolsas con la velocidad de quien ya domina el oficio. Dice que le gusta ser cerillito porque “dan buenas propinas”. Le emocionan los billetes doblados y el “gracias, joven” que recibe una y otra vez. No piensa en cuánto durará esta oportunidad; prefiere concentrarse en el momento.
Quien sí piensa en todo es la jefa del equipo: una adulta mayor de cabello rizado que supervisa la zona como si fuera una capataz de fábrica. De vez en cuando levanta la voz: “No los quiero ver platicando”. Los jóvenes reaccionan enseguida y vuelven a su ritmo. Los adultos mayores ni lo necesitan: ya están concentrados, ya saben lo que toca hacer. Entre todos se turnan, se cuidan, se cubren cuando alguien necesita un descanso. Los jóvenes aprenden técnica; los mayores, velocidad.
Más de una docena de empacadores trabajan aquí, entre adolescentes que apenas empiezan y adultos mayores que cierran su vida laboral. Para muchos, este oficio es sustento. Para otros, identidad. Para algunos, simple compañía. Y ahí, en medio de todos, se levanta la sombra silenciosa del Auto Cobro: rápida, eficiente, inevitable.
La gran rivalidad que podría acabar con todo
La señora Rocío, con sus 75 años a cuestas, carga una historia distinta a la de quienes aún ven el oficio como un pasatiempo. Ella está ahí por necesidad, no por distracción. “No me gusta pedirle dinero a mis hijos”, dice con firmeza. “Me gusta tener lo mío para mantener a mis nietos cuando me los dejan, para darles de comer, para llevarlos a divertirse”. Toda su vida trabajó, pero nunca logró ahorrar lo suficiente. Ahora su ingreso depende de lo que cada cliente quiera ofrecerle, y aun así no se queja. “Llego cansada a mi casa, pero siento que me gané el día. Me siento viva”.
La realidad la respalda. INEGI registra que en México viven más de 17.9 millones de personas de 60 años o más, y aunque se imagina a muchos retirados y descansando, los números cuentan otra cosa. Tres de cada diez adultos mayores siguen trabajando, la mayoría por necesidad, y casi la mitad lo hace sin contrato, sin prestaciones, sin ninguna garantía más allá de la fuerza con la que despiertan cada mañana. En muchas casas, la vejez no llega como un respiro, sino como una extensión de la lucha diaria.
Dentro de ese panorama, los cerillitos se vuelven una figura peculiar: están hechos de tradición y costumbre, sostenidos por la propina que pasa de mano en mano desde hace generaciones. Pero también caminan sobre una cuerda floja. El oficio se mantiene vivo, sí, aunque cada día se ve un poco más vulnerable.
José lo resume con la sencillez de quien ha visto demasiados cambios como para engañarse: “Es un empleo perfecto que nos puede quitar una máquina”. En su voz se escucha más que una advertencia; se escucha el eco de un oficio que resiste mientras puede.
Mientras las bolsas crujen, los carritos avanzan y la jefa repite su temido “no los quiero ver platicando”, los cerillitos siguen aquí. Jóvenes y viejos. Cada uno con su propia historia, con su propia razón para presentarse cada día, mientras el súper se los permita. Y mientras esperan —con una mezcla de resignación y esperanza— el momento en que la jefa autoritaria llegue, los mire sin parpadear y anuncie, sin titubeos: “Se acabó el trabajo. A partir de hoy, todo lo hace el Auto Cobro”.
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