León, Guanajuato.- En la esquina de una calle sin nombre, justo en la salida del mercado Carro Verde sobre el Bulevar Mariano Escobedo, habita una de esas postales vivientes que sólo se encuentran en las ciudades con alma. Ahí, bajo una sombrilla descolorida por el sol y los años, Doña Mica –o Micaela Rodríguez Muñoz, como dice su credencial de elector– vende cada día unas treinta lechugas. No más, no menos. Las vende con la misma dignidad con la que un artista vende su obra.
Tiene 51 años dedicándose a lo mismo: poner en la mesa de los leoneses ese verde crujiente que acompaña a la milanesa o al taco. Todo empezó cuando su esposo se quedó sin trabajo y su suegra les dijo: “¡Pues a vender lechugas, mijo!” Y así fue. Desde abajo. Desde que los niños estaban chiquitos. Desde que las manos dolían por cargar los bultos.
Hoy, Doña Mica asegura sin dudarlo: “Soy la última lechuguera de León.”
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Su jornada comienza poco antes de las 10:30 de la mañana. Entre plática y plática con sus clientazos –como ella misma les llama– va acomodando las lechugas lavadas, desinfectadas con agua y cloro como marca la ley y el amor. A las 4:30 pm recoge sus cosas, pero deja algo en el aire: su esencia.
Los lechugueros del tren
Mucho antes que ella, en los años dorados del ferrocarril de León, vender lechugas era casi una profesión heredada. Desde la primera mitad del siglo XX, era común ver a las “lechugueras” caminando entre los vagones detenidos, ofreciendo a grito alegre su mercancía a los pasajeros. Llevaban cestas enormes en la cabeza o colgadas del brazo, llenas del verde brillante que nacía en los huertos de San Juan de Dios o San Miguel.
La estación del tren era un mundo propio, con sus reglas y personajes. Las lechugas se vendían sin desinfección, con la confianza de lo fresco. A veces envueltas en periódico, a veces en hojas de maíz. Era un ir y venir constante de mujeres que convirtieron la verdura en sustento, conversación y comunidad.
Hoy, la estación ya no está. “Es un basurero, hijo”, lamenta Doña Mica. Y con su partida también desaparecieron aquellos rituales cotidianos del tren y la lechuga.
Amor envuelto en hojas verdes
Doña Mica no necesita redes sociales ni anuncios. Tiene clientes que vienen de Estados Unidos solo para comprarle. Le preguntan: “¿Qué le pones que está tan sabrosa?” Y ella responde con la verdad más desarmante: “Mucho amor.”
No importa si trae problemas. “Los dejo en mi casa. Ustedes como clientes no tienen necesidad de cargar con ellos”, dice con firmeza. Entre bromas, recuerda cómo le han querido hacer decir groserías, pero se niega por respeto. Porque la lechuga, como la vida, también se debe servir con decencia.
A veces pasan y le gritan: “¡Ese es el galán de mi mamá!” Y ella, entre risas, confiesa: “¡Está horrible!”
Pero nada la tumba. Ni los años, ni la rutina. Como dice ella: “Estoy al pie del cañón.”
Y mientras dure, ahí estará. En la esquina de siempre. Con su mesa, sus treinta lechugas, su sombrilla, y su sonrisa que es tan verde como lo que vende. Porque Doña Mica no sólo vende verduras. Vende memoria viva, vende historia. Y sí, con orgullo lo dice: es la última lechuguera de León.
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