Apatzingán, Michoacán -En los campos de Apatzingán, el sol vuelve a caer con la misma intensidad de siempre. Los hombres siguen cortando limón, pesan las cubetas y los camiones parten rumbo a los centros de acopio. A pesar del miedo, la Tierra Caliente no se detuvo tras el asesinato del líder limonero Bernardo Bravo Manríquez, ocurrido el lunes pasado. La producción sigue, pero las heridas siguen abiertas.
La región produce alrededor de 800 mil toneladas de limón al año, lo que equivale a 800 millones de kilos. De cada kilo, los productores aseguran que una parte va a parar al crimen organizado. No se trata de cifras menores: “Nos cobran entre dos y tres pesos por kilo”, cuenta uno de los citricultores entrevistados por La Silla Rota. “Eso significa que cada año el narco recibe entre mil seiscientos y dos mil cuatrocientos millones de pesos, solo de los productores de limón”.
A eso se suman otras “cuotas” disfrazadas de pagos por transporte, seguridad o servicios.
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“Son como 10 centavos más por kilo, que terminan siendo otros 80 millones de pesos. Así de grande es el aporte que los citricultores ‘donamos’ al otro poder del país”, lamenta.
Una industria que sobrevive entre el miedo y la extorsión
La cuenta es dolorosa y absurda: cada limón que sale de los huertos de Apatzingán tiene un costo extra impuesto por el crimen. Los productores lo saben, lo asumen y, con resignación, siguen trabajando. “Necesitamos que el precio suba un poquito más —dice un agricultor— porque si no, no nos da ni para comer”.
En medio de este panorama, el asesinato de Bernardo Bravo, uno de los líderes más visibles de los productores, encendió las alarmas. Su cuerpo fue hallado en la carretera, tras haber acudido a una cita que nunca debió aceptar. De acuerdo con la versión oficial del gobierno de Michoacán, Bravo contaba con hasta tres escoltas, pero al dirigirse a la reunión cambió de vehículo y fue solo.
Su muerte no solo significó la pérdida de un dirigente, sino la confirmación de que la violencia sigue dictando las reglas en la Tierra Caliente, incluso para quienes intentan organizarse o exigir justicia.
Una región que se niega a rendirse
Durante su comparecencia en el Senado, el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, confirmó la detención de una segunda persona implicada en el homicidio del líder limonero. Sin embargo, en Apatzingán pocos creen que eso sea suficiente. “Aquí los que mandan no son los que se ven”, dice un productor que pide el anonimato.
A pesar del miedo, los campos no se paralizaron. Las manos curtidas de los trabajadores siguieron arrancando el fruto verde de los árboles. “El limón no puede esperar —explica otro trabajador que administra un empaque—. Si no se corta, se pierde. Y si se pierde, no comemos”.
La presidenta municipal, Fanny Lyssette Arreola, compartió el sentimiento de dolor que embarga a la región. “Nos sentimos tristes e impactados por lo sucedido”, dijo en entrevista con La Silla Rota. Pero también envió un mensaje de fortaleza en vísperas de la conmemoración de la Constitución de 1814, una fecha emblemática para el municipio.
Entre el dolor y la esperanza
“No podemos permitir que el dolor apague el espíritu de unidad y celebración que nos caracteriza”, expresó la alcaldesa. Su voz buscaba infundir ánimo, pero también dejar claro que la paz sigue siendo una meta lejana en esta zona donde el crimen se infiltró hasta en los surcos.
Mientras tanto, los productores hacen cálculos que duelen: con el incremento de las extorsiones, el aporte obligado al crimen podría superar los 3 mil 200 millones de pesos al año. Un dinero que no se invierte en mejorar caminos, escuelas o hospitales, sino que alimenta un sistema paralelo de poder y miedo.
Aun así, en medio de la incertidumbre, los limoneros vuelven a los huertos cada mañana. Los tractores rugen, los costales se llenan y los camiones parten hacia los mercados. Porque, como dicen en Apatzingán, la Tierra Caliente llora, pero no se rinde.
