Pachuca, Hidalgo– Cada mañana, Zoé despierta con el mismo temor: que ese sea el día en que agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) toquen a su puerta. Desde hace meses, vive con el corazón en vilo sabiendo que cualquier error —una visita al supermercado, una parada de tránsito o una simple caminata— puede terminar en su deportación.
Zoé —nombre ficticio que pidió usar para proteger su identidad— es una de las 11 millones 650 mil personas mexicanas que viven en Estados Unidos. Lo hizo, como muchos, buscando una vida mejor, pero hoy su existencia en Los Ángeles está marcada por el miedo y las restricciones. “Ahora tengo más miedo por las redadas que por el Covid”, confiesa a La Silla Rota.
Una vida entre sombras
Cuando Donald Trump llegó a la presidencia, la vida de Zoé cambió. Las políticas migratorias se endurecieron y los operativos del ICE comenzaron a multiplicarse incluso en ciudades santuario como Los Ángeles, donde antes los migrantes se sentían más seguros.
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Videos de arrestos en calles, centros comerciales y zonas de trabajo comenzaron a circular a diario entre la comunidad latina. Zoé los veía con angustia, reconociendo los lugares donde ella misma había estado. “Es horrible… ya no puedes salir tranquila. A veces ni a la tienda, porque no sabes si van a llegar”, relata.
Desde entonces, su rutina se volvió mínima y repetitiva: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Dejó de ir al gimnasio, a la playa, de bailar con sus amigas o visitar las tiendas mexicanas donde compraba los sabores de su tierra.
La ciudad que ya no camina
En los barrios latinos, el miedo se ha vuelto parte del paisaje. Padres indocumentados prefieren quedarse encerrados mientras sus hijos adolescentes —muchos nacidos en Estados Unidos— salen a hacer las compras o a resolver trámites.
“Hay familias que no quieren ir ni al médico, aunque estén enfermos”, cuenta Zoé. “Y si vas, vas temblando, mirando quién está atrás de ti.”
El temor no es infundado. Tan solo en el primer trimestre del año, 30 mil 565 mexicanos fueron repatriados desde Estados Unidos, lo que equivale a 339 deportaciones diarias, según el Centro Nacional de Monitoreo de Movilidad y Migración Internacional (Cenammmi).
Más allá del miedo
Para Zoé, el exilio que alguna vez significó esperanza se ha transformado en una prisión invisible. “Tienes que andarte cuidando todo el tiempo, y eso te cansa… mentalmente te agota”, dice con la voz baja, como si temiera que alguien más pudiera escucharla.
Mientras habla, su mirada se pierde en el recuerdo de la libertad que un día tuvo. En esa otra vida en la que aún podía caminar por las calles de Los Ángeles sin miedo a que una sirena cambiara su destino.
Hoy, la ciudad sigue ahí, luminosa y viva. Pero para ella, se ha convertido en un territorio prohibido.
La vida que construyó Zoé
Zoé tenía apenas 22 años cuando decidió cruzar la frontera por amor. Viajó a Estados Unidos para visitar a su pareja, un hombre que había llegado a Los Ángeles guiado por un “coyote”. Hasta entonces, su vida transcurría entre los pasillos del mercado de Actopan, Hidalgo, donde trabajaba en una tienda de plásticos y vivía cerca de su familia, en el Valle del Mezquital.
Pero su historia de esfuerzo comenzó mucho antes: a los 11 años ya ayudaba en el campo, sembrando y cosechando bajo el sol, mientras los demás niños jugaban. A los 15 consiguió su primer empleo formal en el centro de Actopan y pasó por tortillerías, pollerías y casas de familia, siempre con salarios bajos y sin descanso.
Cuando por fin obtuvo un “buen trabajo”, como encargada de un local de plásticos, el horario era de lunes a domingo, de ocho de la mañana a nueve de la noche. El transporte era deficiente y regresar tarde a casa la ponía en peligro, así que compró una motocicleta para volver más rápido. Pero pronto esa solución se convirtió en otro riesgo: en varias ocasiones fue perseguida por hombres en auto por caminos oscuros y sin vigilancia. “Aunque de donde yo soy no es tan peligroso, muchas veces me corretearon en la moto. Siempre trataba de cambiar mis horarios para llegar más segura”, recuerda.
En 2015 obtuvo la visa de turista y viajó por primera vez a Los Ángeles. Le gustó la seguridad, la economía, las calles limpias y el aire de oportunidad. Regresó a México unos días después, pero al poco tiempo volvió a visitar a su novio. Él le pidió que se quedara para evitar problemas migratorios por sus constantes viajes y ella aceptó convencida de que el sacrificio valdría la pena. Sin embargo, tres años después, su suegra enfermó de cáncer y él regresó a México. Ella decidió quedarse, trabajar más, ahorrar. Pero las promesas se rompieron cuando descubrió que él había iniciado una nueva relación. “Decidí no regresar porque ya había perdido la visa”, cuenta. “Entonces pensé que si ya la había perdido, era mejor quedarme para construir algo, para hacer un futuro.”
Así, con el corazón roto y los papeles vencidos, Zoé comenzó a construir su vida en Estados Unidos: una vida sin permisos, pero con sueños; sin familia cerca, pero con la esperanza intacta.
"Mi vida cambió en todos los sentidos": Zoé
Cuando Zoé llegó a Estados Unidos en 2015, su primera batalla fue la del trabajo. Comenzó limpiando casas y atendiendo mesas en restaurantes, jornadas largas y mal pagadas que apenas le alcanzaban para sobrevivir. Ganaba 80 dólares al día hasta que decidió emprender por su cuenta: formó su propio negocio de limpieza de departamentos y casas. Entonces todo cambió. Sus ingresos superaron los 300 dólares diarios y por primera vez, pudo decidir sus horarios, sus días libres y hasta darse pequeños gustos. “Sí, pues mi vida cambió en todos los sentidos”, dice, con una mezcla de orgullo y melancolía.
La mejora económica trajo estabilidad, pero también soledad. Lejos de su familia, extraña los sabores, los sonidos y la calidez de México. Su vida en Los Ángeles es más segura, reconoce; nadie la acosa en la calle ni la persigue en la noche, como le ocurrió tantas veces en Hidalgo. Puede caminar sin miedo, pero no sin precaución.
Todo volvió a tensarse cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca. Las redadas, los rumores, las detenciones masivas. De pronto, la libertad que había encontrado comenzó a desaparecer. “Es difícil vivir sola lejos de la familia, del hogar… te la pasas trabajando, es muy solitario. Y que además te quiten esa libertad de sentirte a gusto, solo de ir al parque o caminar, es duro”, confiesa.
Los ataques de pánico se hicieron frecuentes. El miedo a ser detenida la persigue incluso dentro de casa. A veces ha pensado en volver, aunque eso signifique empezar de nuevo. Pero se aferra a lo que ha construido con esfuerzo: una vida hecha a pulso, con las manos que limpian, sueñan y resisten.
Lo que las redadas le quitaron
Desde que Donald Trump asumió la presidencia por segunda vez, Zoé siente que su vida volvió a estar en jaque. Aunque no forma parte de los 829 hidalguenses deportados en el primer trimestre de 2025, las redadas la mantienen en constante alerta. Evita las noticias, porque las declaraciones confusas y los rumores sobre detenciones generan miedo e incertidumbre: “A veces pienso: ¿me quedo o me voy?”, confiesa con estrés.
Su negocio de limpieza de casas se mantuvo estable gracias a clientes tolerantes, pero muchas de sus compañeras enfrentaron presión para mostrar permisos de trabajo. Aun con la disminución de deportaciones en el país y en Hidalgo —un 35.8% y 29.2% menos, respectivamente—, Zoé asegura que la libertad que alguna vez tuvo para caminar, comprar o lavar ropa desapareció. Lo que las redadas le han quitado no se mide en números; es la tranquilidad, la confianza y la sensación de estar segura en su propio día a día.
Culpable de buscar un futuro
Zoé admite que lleva consigo un peso silencioso; la culpa de vivir de manera irregular en un país que no es el suyo. “Hay personas que tienen toda su vida aquí, su casa… y a veces pienso que es culpa nuestra por no haber regularizado nuestro estatus”, confiesa, con la voz entrecortada.
Aun así, reconoce que su esfuerzo no es en vano. En Estados Unidos ha encontrado seguridad, estabilidad económica y la posibilidad de construir una vida que en México le habría sido imposible. “Todo lo que hacemos, todo lo que sufrimos… es en busca de un mejor futuro”, dice, y en esas palabras se siente la fuerza y la vulnerabilidad de quienes cruzan fronteras, cargando sueños, sacrificios y la esperanza de que valga la pena cada paso.
