Fue el minuto y medio más triste de todo México. Era la mañana de un jueves 19 de septiembre. El reloj marcaba las 07:19 horas cuando un terremoto de 8.1 con epicentro en el Océano Pacífico arrasó con la vida de por lo menos 20 mil personas en la Ciudad de México.
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Antonia Carreón Olivas tenía 34 años. Era enfermera en el Hospital Universitario de la Benemérita Universidad de Puebla y tras sentir cómo el movimiento trepidatorio y oscilatorio movió el piso por segundos con sabor a eternidad, se organizó con un doctor y buscó estudiantes de medicina voluntarios de tercer, cuarto y quinto semestres.
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El rector de la BUAP, Alfonso Vélez Pliego, decidió que nadie iría a Ciudad de México a ayudar, pero Antonia y sus 16 acompañantes pensaron que sí era necesario hacer algo. Así que tomaron un camión de la universidad, lo llenaron de medicinas, de plasma, de gasas y jeringas, y partieron a la zona del desastre.
“Tomamos un camión. Lo tomamos porque no nos apoyaron Vélez ni el director del hospital, (...) por órdenes del rector, nadie salía. Nadie salía en solidaridad (...) Pedimos permiso y no nos dejaron. Pedimos un camión y que no, que nadie salía. Estaba el doctor Abraham Baptista de director (del Hospital Universitario) y nos dijo, ‘vayan como puedan, vayan como puedan. Yo no les voy a levantar acta, no los voy a acusar de nada’. Pero a mí sí me descontaron tres días”, comentó con indignación Antonia Carreón, en entrevista con La Silla Rota.
Se oían la muerte, los gritos, el llanto de la gente todavía viva
Tras horas de viaje, el camión avanzaba con precaución por la Avenida Reforma de la capital del país. Un movimiento en falso y algún edificio se les podía caer en cima. El escenario era triste. Gente llorando y muda del impacto. El único sonido alegre eran los aplausos cuando los perros de rescate y los bomberos llegaban a encontrar a algún ser humano con vida.
“Era como ir en la guerra, a vuelta de rueda, a vuelta de rueda. Se oía la muerte, se oía la muerte, los gritos, los llantos, la gente todavía viva; bueno, los edificios así, que con poquito que nos moviéramos (se caían), y luego ya fuimos a instalarnos”, relató Carreón Olivas.
Antonia recuerda la imagen de un bebé de tres años que a pesar de estar entre los escombros, estaba vivo. Tenía la carita maltratada, pero su llanto se iba haciendo cada vez más fuerte conforme sus pulmones respiraban aire fresco. Y ese, fue el sonido más dulce en medio del caos.
Las charolas de comida suiza que desaparecieron
La noticia del terremoto fue internacional. Los gobiernos de los países no dudaron en enviar aviones y camiones cargados de comida, medicina y ropa. Había charolas de comida suiza que nunca llegaron a probar los damnificados, su destino fue incierto, pero Antonia fue testigo de su existencia. En su lugar, los heridos fueron alimentados con papas semicuradas y huevo.
“El gobierno no sacó las charolas. Las charolas, esas que venían de Suiza, hija, no las sacó para la gente (...) esos tres días que llegaban y llegaban camiones y aviones, no sacaron la comida, eran miles de charolas”, explicó con tristeza.
Una de las primeras tareas que realizaron fue organizar las medicinas que otros países habían enviado como apoyo a los mexicanos lastimados. Después, asistieron a los heridos, los hidrataron, los colocaban en camastros e intentaban hablar con ellos, pero la gran mayoría estaba en silencio.
“Yo les dije, a ver muchachos, por favor. Aquí, pónganme en este lado analgésicos. Porque me decían, ‘¿qué hacemos?’ En este lado analgésicos, en este lado antibióticos, en este lado, así, antieméticos. Y nomás me veían. No saben, ¿verdad? ‘No’. Bueno, las cajitas azules que diga en la fórmula penicilina o ampicilina, de este lado. Y la que diga, por ejemplo, paracetamol, para el dolor y todo. Léanle y pónganmelas aquí porque las vamos a estar usando. No sabían, pobrecitos, pero se fueron con nosotros, ¿no? Bueno, fue la intención”, comentó Antonia Carreón con ternura.
Después, la tarea consistió en contar los muertos que fueron llevados a un estadio. Dibujando una rayita en una libreta iban contando cada cadáver. Llegaron al número 10 mil y Antonia, a pesar de tener 73 años en la actualidad, no olvida cómo en las noticias de ese tiempo llegaron a decir que el saldo del desastre natural fue de 2 mil 500.
Días sin dormir y un reconocimiento oficial que nunca llegó
Tres días sin dormir pasaron 15 estudiantes, un doctor y Antonia Carreón. Trabajaron hasta que sus uniformes blancos se percudieron por la sangre y el polvo. “Ahí boté mi uniforme y me puse del garrero que había ahí. Porque era mucha ropa blanca y ahí mismo nos vestimos. Aventaban de los ricos o de la ropa de Estados Unidos”, recordó.
Se cambiaron de ropa con la que mandaron otros países y comieron pan caliente que encontraron en algunas panaderías que tuvieron la suerte de salir ilesas. Antonia compró 20 pesos de pan y lo repartió entre sus 16 acompañantes.
El lunes temprano partieron de regreso a Puebla y Antonia llegó a prisa a casa porque sus tres hijos la estaban esperando. La universidad no reconoció su esfuerzo y le descontaron de su salario los días que no asistió a trabajar. Sin embargo, sí reconocieron al doctor que fue con ellos, quien, de acuerdo con Antonia, no tuvo la cortesía de decir que no fue el único que arriesgó su vida para ayudar a los damnificados.
Aún así, Antonia no deja de contar la historia de ese jueves 19 de septiembre. Esos días que la dejaron triste y en los que casi no comió durante una semana por el impacto de todo lo que sintió y presenció. Recuerda con coraje a los hombres que no le dieron su lugar como enfermera y sonríe con melancolía por esos estudiantes valientes a quienes nadie les hizo un reconocimiento, pero ella sí lo hizo a través de este recuerdo que se le tatuó al alma.
“Un reconocimiento a esos muchachos de medicina que eran del quinto, del tercero, cuarto y quinto semestre. Muy valientes, muy, muy valientes, muy solidarios, muy, con mucho empuje. Eso fue maravilloso”, finalizó Antonia Carreón.