AGRESIÓN VERBAL

Las agresiones “veladas”

La agresión velada es una forma muy común y socialmente naturalizada de hostilidad, y nos llega camuflada de las más distintas formas. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

La agresión velada es una forma muy común y socialmente naturalizada de hostilidad. Nos llega camuflada de las más distintas formas: lo que llamamos “un chiste” es uno de los ejemplos más claros. “El chiste” y su supuesta “ingenuidad” y “ligereza” permiten descalificar, lastimar y humillar a una persona o grupo de personas, tras la mascarada del “juego”, “el sentido del humor”, el “estamos de fiesta”. Es justo la mascarada la que sostiene el tipo de violencias ante las cuales resulta muy complejo responder. 

Ya Freud explicó en su texto “El chiste y su relación con el inconsciente”: el chiste discriminatorio podría ser casi todo, menos “ingenuo”. Hay algo que el emisor del mensaje deseaba transmitir y lo hizo: con la participación consciente de sí mismo o a pesar de sí mismo. ¿Tal vez ubicado en un punto entre ambos? Tiendo a pensar que en la mayoría de los casos aun cuando la persona no tenga plena consciencia del daño que está infligiendo (¿se permite no tenerla?) es difícil que sea ajena al goce oscuro que le produce utilizar una herramienta que la coloca en una imaginaria situación de superioridad. ¿De dónde viene la risa del chiste racista, por ejemplo, sino de colocar a otras/os en una situación desvalorizada?

“Es ‘solo’ un chiste”. Cuando sucede en público (y suele suceder en público) quienes escuchan están ante la expresión de una estratagema (por parte de quien emite el mensaje) que suele reducir sus niveles de conciencia: la agresión está allí, pero “no es en serio”. Como si semejante cosa fuera posible. El “chiste” ofrece grados de permisividad que abren la puerta a la humillación de una persona reduciendo -además- su capacidad de respuesta. Si dice que se siente agredida se le calificará de “hipersensible”, “intensa”. “Todo está en su imaginación”. Si contesta al nivel de la rudeza que acaba de escuchar, la agresiva será ella. 

Así, suele suceder que cantidad de mujeres se rían a carcajadas de los chistes misóginos, las personas racializadas de los chistes más racistas, las personas con sobrepeso de aquellos evidentemente gordofóbicos. ¿Quién quiere pasar por la “aguafiestas”? ¿por el “amargado”? ¿por el “acomplejado”? Pero también la persona agredida por el chiste sabe –en la mayoría de los casos– que está solo. Las risas se lo prueban. Nadie escuchó la dimensión de lo que está escuchando y si alguien la escuchó, no está dispuesto a detener la “diversión” aunque suceda a costa de otro/otra. Es casi socialmente inadmisible, cuando tendría que ser justo lo contrario.

Otra forma de agresión verbal recurrente y velada es lo que la Escuela de Palo Alto ha analizado como el “lenguaje paradoxal”. Una herramienta muy usada en la arena política. La hostilidad se disimula con un tono de voz suave, mientras que el mensaje que se emite es francamente descalificador. O se dice una frase “amable”, acompañada por un tono de voz y una gestualidad que destila una cierta violencia. O se dice una frase que pareciera aprobatoria, si no fuera porque es inmediatamente desmentida por la frase que le sigue claramente descalificatoria. Es una forma común de manipulación utilizada, sobre todo, por quienes ejercen algún tipo de poder sobre la audiencia. 

Quien escucha entiende la evidentísima agresión que le está dirigida, pero al momento de defenderse del ataque queda en una posición complicada: ¿qué no comenzaron ofreciéndole una supuesta amabilidad? ¿cómo desarmar racionalmente la agresión que vino después cuando es “disimulada” y difusa? Las otras personas tenderán a disolver –hacia dentro de ellas mismas– la agresión, que sí escucharon, concentrándose en la miel de las primeras palabras, por comodidad o por conveniencia, más aún si sus trabajos o pertenencia al grupo dependen de quien agrede. Habrá quien sin más análisis se sume. Hay quienes guardan silencio. El agresor no tiene nada que cuestionarse. Nada. No hay adentro suyo sino las “mejores intenciones” por el bien del proyecto.

Sabe, sobre todo, que su hostilidad –evidente/velada– cuenta con probabilidades de funcionar porque tiene el poder y es difícil que alguno de los presentes se arriesgue a un acto de justicia y solidaridad que podría convertirlo en la próxima víctima. Quizá sin desearlo, se convierten en cómplices de la descalificación. Podrán ponerse sobre la mesa argumentos errados, datos inexactos cuya carencia de puntualidad sería sencillo señalar, sugerencias que no resistirían al primer cuestionamiento, pero ya se logró algo importante: la persona descalificada está obligada a defenderse. Se le logró colocar en una situación, por lo menos en ese momento de fragilidad. 

Se le acusa de no escuchar. Ante la manipulación del lenguaje paradoxal, con frecuencia, por lo menos hacia adentro del grupo en donde tiene lugar, la realidad no gana. ¿Por qué? Porque quien la ejerce sabe de antemano que cuenta con el silencio de aquellos a los que coloca en situación de subalternos. El tan llevado y traído: “quien calla otorga”. La comunicación paradoxal es una manera de desfogar animadversión “ingenuamente”, sin verse obligado a detenerse un segundo a preguntarse: ¿por qué estoy actuando así? ¿por qué necesitaría reafirmar mi poder descalificando? ¿qué imaginario triunfo me provoca intentar borrar a esta persona? ¿de verdad lo necesito? 

La comunicación paradójica es una de las claves en la manipulación y el maltrato. Esta dinámica relacional consta de un mensaje doble que se contradice (emitido por el sujeto A) que deja al sujeto B sin opciones para ser adecuado, querido o para cumplir la demanda.

Quien habla se encuentra en una situación de poder ante la cual ninguna de las personas presentes se atreverá a contradecirle. Aun si difirieran con lo dicho, tenderán a guardar silencio dado que hablar los coloca en situación de riesgo. percibiendo la ambigüedad del mensaje

María Teresa Priego

@Marteresapriego