CONVIVENCIAS VECINALES

Convivencias vecinales

La cohabitación fluye hasta que irrumpe el vecino, la vecina, la familia que pareciera habitar una zona de superioridad imaginaria en la que las reglas no están hechas para ellas/os. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Tenderíamos a pensar que las reglas básicas de la convivencia entre personas que comparten un edificio son más o menos claras. Una cohabitación forzada en la que nadie eligió a nadie, en la que las personas no están obligadas a construir amistades, en la que no es asunto de quererse las/los unas/os a las/los otras/os, pero sí de respetarse y tomar en cuenta el bienestar de las/los demás en beneficio de todas/os. Crear comunidad. Digo perogrulladas, ¿no es acaso lo más elemental y conveniente? Cuidar los decibeles del ruido que generamos, mantener limpios los espacios comunes, dirigirse a otras/os con la elemental cortesía. Traer a los perros con correa. Con lo tranquilas/os que podríamos vivir. 

La cohabitación fluye hasta que irrumpe el vecino, la vecina, la familia que pareciera habitar una zona de superioridad imaginaria en la que las reglas no están hechas para ellas/os. ¿Sabemos que existen seres humanos que se viven como merecedores de un trato especial y por lo tanto exentos del cumplimiento de las reglas? Sin duda que lo sabemos. Pero no dejan de ser una sorpresa. Cada vez. Lo primero con lo que nos encontramos es la falta de límites: “voy derecho y no me quito”. Las fiestas hasta la madrugada con la música a todo volumen sin el menor interés por la manera en la que el ruido perturba la vida del entorno, es un ejemplo. La manera de conducirse de los propietarios de mascotas es otro. 

Vivo en un lugar cerrado con áreas verdes en común, tengo dos perritas. En el mismo edificio viven una familia y su perrita poodle, un animalito nervioso y con una muy visible tendencia a atacar, lo que no sería tan complicado si no viniera en paquete con la actitud de sus dueños: negar –contra toda realidad– que ataca. Las reglas son claras: no pasear a los perros sin correa. Pero vuelvo al punto inicial, la dificultad que implica tropezarnos con personas que suponen que su “magnificencia” y la de sus mascota –y la de todo lo que les pertenezca y se relacione con ellos– los coloca por encima de los códigos establecidos de convivencia. Sacan a su perrita sin correa o con la correa tan extendida que no logran colocarla cuando ataca.

Me tardo en confesar que la “adorable” perrita me mordió el viernes pasado en el elevador. Me tardo porque me avergüenza confesar que ya me mordió tres veces. La segunda peor que las otras dos. ¿Cómo llegamos allí? Pues porque aún ante las fotografías del daño que me causó la perrita su dueño respondió repetidamente (y casi en delirium tremens, me pareció) que su perritano muerde”. La negación de la realidad me dejó catatónica. Me cuesta mucho trabajo entender (les digo: me tardo) cuando estoy ante una personalidad con esos niveles de narcisismo tóxico tan intensos que llevan a alguien a vivirse convencido de que la única realidad que existe es la que él decreta. El vecino imbuido de su ser perfecto no puede sino ser dueño de la perrita perfecta.

¿Quién –piensa él–podría cuestionar su perfección? ¿por qué los límites entrarían en su vida? Es un hecho que el cuestionamiento, la fisura, lidiar con todo lo que falta es la más feroz amenaza para un narcisista hard. Como si la más leve grieta en su coraza del yo idealizado pudiera desmoronarlo. Pero si bien el negó la realidad, debo asumir que yo también. ¿Acaso no lo he visto antes? ¿de verdad puedo suponer que una persona así podría asumir el daño y, por lo tanto, evitar su repetición? ¿de verdad podía imaginar que él sería capaz de integrar los límites más básicos?: correa, correa corta, ¿alejar a su perrita de mí? Pareciera muy simple y elemental, pero para él no lo es. Porque lo que se juega para él es una lucha de poder que tiene que ganar a toda costa. Es un asunto –en su cabeza– de sobrevivencia. Su punto no es la correa del perro, sino que vive el señalamiento de lo negativo como si su entero ser estuviera en cuestión. 

La aceptación de las reglas básicas de respeto a la integridad de la otra persona le parecen una humillación. Una derrota a su omnipotencia. El narcisista jamás se podrá límites porque considere que es lo sano y lo justo. Porque lo sano no se le da. Pero también porque rodeado de seres a los que considera inferiores, no podría desgastarse en considerar sus demandas como legítimas por indispensables y justas que sean. El problema de lidiar con ellos y con sus conflictos es que nos arrastran al atacarnos (la perrita no es responsable, su dueño sí) a entrar en esa lógica de litigio, ataque, rivalidad, enojo en la que ellos viven sin necesidad de que nadie los ataque. 

Recordé una frase de mi abuelito: “el valiente vive hasta que el cobarde quiere”. Lo de “valiente” y “cobarde” son ironías. Valores tergiversados, pero la frase tiene un fondo muy claro: ante quienes no logran aprehender que el otro existe, es necesario que la ley irrumpa. Ese tercero que es la ley y que obliga al narcisista a quebrar el dúo plagado de rivalidad en el que pretende encerrar a quien elige su víctima. No puedo decir que no lo sabía. Nada más me tardo. 

María Teresa Priego

@Marteresapriego