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La tarde que Bobby no bajó a jugar • Mayra Montero

Dos viajes a La Habana, dos romances y una estrella del ajedrez.

Créditos: #OpiniónLSR
Escrito en OPINIÓN el

Un gélido jueves de enero de 2008, en un hospital de Reikiavik, el doctor Stoltz colocaba un alfil en la mano vencida de Bobby Fischer, quien fuera el mejor ajedrecista del mundo, para que, al apretar en ella la pieza, las venas de su brazo se hincharan y así poder inyectarle una dosis compasiva de morfina. Aunque, en realidad, esta narración arranca más de cuarenta años atrás, con un Bobby Fischer admirado por todo el mundo que visita Cuba en 1966 para disputar un torneo, y entrelaza dos historias de amor, dos pasiones vividas con una revolución como telón de fondo. La de Miriam, que a sus catorce años tiene un breve e intenso romance con el ajedrecista, y la de un misterioso cubano de origen polaco que cae rendido a los pies de la madre del gran maestro diez años antes. Dos pasiones amorosas en dos momentos históricos de Cuba, aquella que floreció al calor de los casinos y la industria del turismo que comandaban los gánsteres desde Florida, y la que quedó después de que la Revolución arrasara el espejismo capitalista. Mayra Montero recrea con maestría dos épocas de una ciudad, La Habana, que ya ha desaparecido.

Fragmento del libro de Mayra Montero La tarde que Bobby no bajó a jugar”, publicado por Tusquets, © 2024. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Mayra Montero | Después de trabajar diez años como periodista, primero como corresponsal en distintos países de Centroamérica y más tarde como editorialista, se dedicó a escribir.

La tarde que Bobby no bajó a jugar • Mayra Montero

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Oritías

Todo lo malo que podía ocurrir en un mes, ocurrió en aquel septiembre.

El día 8, mi abuela cayó muerta. No se desvaneció o se derrumbó con más o menos suavidad, sino que se estampó contra el suelo, como si su propio corazón la hubiese empujado, con esa sed de venganza que tienen los corazones enjaulados que se marchitan y al final no perdonan. No le perdonó a mi abuela que fuera tan reservada y fría, ni que se callara los motivos de esa espesa amargura que supuró desde su juventud, y que transmitió de una manera u otra a sus seis hijos.

Aún estaba tibio su cadáver, cuando mi abuelo tomó la decisión de ahorcarse. De todos los fracasos de su vida, que fueron muchos y devastadores, ese ahorcamiento fue el peor de todos, ya que no murió. Se balanceó varios minutos sobre el brumoso lago de la muerte, y al final fue su robusto cuello —cuello indiano de reminiscencias guanches: un fajo de músculos, tendones, venas y poderosas vértebras— el que resistió sin quebrarse, misterio que nadie nunca se explicó. Cuando una de sus hijas se asomó al baño, extrañada de que no se hubiera sentado a almorzar, lo halló inconsciente y gris, la lengua afuera, moviendo los dedos de las manos como si tocara una mazurca en un piano invisible. Ella intentó gritar, pero ese grito se le congeló en la garganta: no le salió la voz, no fue capaz de moverse para pedir auxilio. Siguió resistiendo el ahorcado, y ya estaba más del lado de allá que del de acá, cuando otra de sus hijas, al ir en busca de la primera y toparse con la escena, corrió al comedor en busca de unas tijeras y de paso alertó a una vecina para que ayudara. Esta última abrazó a mi abuelo por las piernas y lo alzó para aflojar la presión de la soga, mientras mi tía —la única que estaba activa, la otra se había desmayado— metía el tijeretazo más importante de su vida. Era modista, había cortado mucho, nunca nada tan impaciente como la soga de un ahorcado.

Sobrevivió el anciano con un enorme verdugón alrededor del cuello, una lombriz de sangre que hipnotizaba a los nietos que por aquellos días fuimos a verlo al hospital. Teníamos prohibido mencionar la soga o hablarle de «su enfermedad», y como él tampoco abrió la boca, nos limitamos a mirarlo, a observar sus mejillas hundidas, los párpados morados, y la oscura puntita de la lengua, que asomaba a los labios como la de un idiota. Así estuvimos un buen rato, los nietos locos por salir huyendo, y el abuelo loco porque lo dejáramos a solas. A mis trece años, ignoraba que esa no sería la última catástrofe de septiembre.

Por esos mismos días, mi madre comenzó a sufrir los ataques de nervios (ahora les llaman de ansiedad) que se saldaban con sollozos, desmayos, cortes que se autoinfligía en los brazos y la obsesión de visitar todos los días la tumba de mi abuela, a la que enterraron junto a un hermano fallecido en plena juventud, y del que nadie había vuelto a acordarse hasta que se necesitó un lugar para el descanso eterno de Panchita, que era como apodaban a la difunta. Sobre los restos de ese joven, muerto a consecuencia de un rayo, colocaron el féretro con su vieja hermana fallecida. «No se queda sola», le dije a mi madre, que me pegó la primera bofetada de varias que se le soltarían por motivo de sus arrebatos. No fue la más fuerte ni la más dolorosa, pero sí la más inmerecida, ¿no era aquel un comentario de consuelo?

Con los días descubrí que por los bordes de la losa escapaban legiones de gusanos ahítos, cosa que no le comenté a Greta (siempre llamé a mi madre por su segundo nombre), temerosa de que me mandara pisotearlos. Pero al final, en una de esas tardes en que nos presentamos casi a la hora en que cerraba el cementerio, los descubrió ella misma: «¡Gusanos!», balbuceó y rompió a llorar, temblando de arriba abajo. A mí se me ocurrió tranquilizarla diciéndole que esa misma noche llegarían los escarabajos, que por muy lejos que estuvieran eran capaces de olfatear las larvas que merodeaban por las tumbas frescas. Como me gustaban mucho los insectos, me desvivía por observarlos, y siempre leía un poco más de lo que nos enseñaban en clase. Greta no me oyó, o le importaron un pepino mis teorías sobre los depredadores de los depredadores de cadáveres, así que se quitó el zapato y empezó a despanzurrarlos, le vi en los ojos que al hacerlo despanzurraba muchas otras cosas, no sé cuántas ni cuáles, quizás a mí misma, pues para ese entonces no me soportaba.

Al día siguiente, y quizás ese fue el verdadero punto de no retorno en nuestra relación, desapareció mi perro Larry. Greta llevaba días exigiéndole a mi padre que lo sacara de la casa, a lo que él accedió, probablemente para poder odiarla con mayor ahínco, sin pensar en la angustia que me causaría, ni condolerse del peregrinaje que me impuse a diario, yendo en busca del animal calle por calle, tratando de identificarlo entre las jaurías, o confundiéndolo con un ovillo que veía a lo lejos, y al que corría desesperada solo para descubrir que eran ladrillos ahumados, o trapos negros sacados de un antiguo féretro. En el lugar en que lo buscaba, La Quinta de los Molinos, por aquel tiempo estaban desenterrando los restos de los esclavos de los capitanes generales, no era extraño encontrar la tela de sus pantalones o de sus vestidos.

Incapaz de razonarlo entonces, supe en mi corazón que hay un momento en nuestras vidas en el que la inocencia se derrama como el líquido de un cuenco al recibir por azar un codazo. Larry no apareció y eso hizo que cambiara todo.

Al desgarro que me provocó su ausencia, se unió la circunstancia de que en los últimos días de septiembre me bajó la regla por primera vez. No fue una sangre normal que me corriera por las piernas, como les había pasado a otras muchachas de la secundaria, que huían hacia al baño sollozando, muriéndose de la vergüenza, mientras los varones cuchicheaban entre ellos. Lo que manchó mi ropa interior fue una pasta oscura y agria, parecida a la mermelada de ciruela búlgara, que era la única conserva que podíamos conseguir en La Habana.

Cuando le mostré a mi madre el blúmer manchado, murmuró esta frase: «Bueno, ya», y se encaramó en la cama para coger de lo alto del ropero de dos cuerpos la caja de Kotex que tenía guardada desde la Navidad de 1962, fecha en que los mercenarios que habían llegado en la invasión un año antes fueron liberados a cambio de tractores, mantequilla de maní, puré de papa instantáneo, y unas botellas de sirope Hershey’s que tomábamos por cucharadas, como si fuera un reconstituyente. En casa por primera vez se vieron cajas de cornflakes (ni siquiera antes de la Revolución habíamos desayunado cornflakes) y paquetes de olorosas mezclas para preparar tartas de fresa, pero con el tiempo todo se fue acabando excepto por la caja de Kotex, que mi mamá presumía de tener guardada para cuando su única hija «cayera mala».

Y lo cierto es que «caí mala» bastante tarde, estando a punto de cumplir catorce. Para entonces, todas las muchachas que conocía, aun las que eran menores que yo, llevaban mucho tiempo menstruando, intercambiando ese tipo de confidencia misteriosa para quien todavía no ha dado el salto a la pubertad: la complicidad, la exaltación, la jerga que solo domina la mujer que sangra.

Así que en septiembre de 1966 abrimos la caja y vi las almohadillas por primera vez. Mi madre me dio un elástico que se ceñía a nivel del ombligo, y dos imperdibles, uno para sujetar el Kotex por delante, y otro para sujetarlo por detrás. Eso fue todo.

Hacia primeros de octubre quedó fijada la reunión en que discutiríamos los pormenores del plan, un intercambio del que ya habíamos tenido noticia, pero en el que ni siquiera me paré a pensar. Regina había soltado la bomba una semana atrás, sin rodeos porque nos quería dejar a todas muertas, pálidas y desmayadas: nos ofrecían el Rubber Soul, de los Beatles, un LP con su carátula impecable, a cambio del autógrafo de un ajedrecista americano que en poco tiempo iba a llegar a Cuba. Hubo chillidos, gesticulaciones histéricas, un alboroto que se aplacó súbitamente cuando Adelaida (a quien llamábamos Laidi), nos echó un jarro de agua fría: a Regina le tenían que haber tomado el pelo, porque ¿quién querría deshacerse de un disco como ese a cambio de la firma de un jugador de ajedrez? Eso en primera, y en segunda: ¿dónde conseguiríamos a ese jugador y quién podría acercársele, viniendo de donde venía, o sea, del «Norte revuelto y brutal», que había dicho Martí?

Éramos cinco inseparables desde sexto grado. Un profesor de historia nos había bautizado como las Oritías, por ser escurridizas y taimadas como la princesa griega raptada a plena luz del día por el dios del viento. En clase se le oía decir: «A ver, las Oritías, dejen el cuchicheo», y Oritías se nos quedó para siempre.

—Viernes siete a las cuatro en punto —resolvió Regina—, y no hablen de esto con nadie... Capestany mataría por quedarse con ese disco.

Capestany comandaba a casi todos los varones de la secundaria, y, cuando amanecía virado, se desquitaba con las muchachas. Alguna vez le pidió un lápiz prestado a Laidi y se lo devolvió con unos cuantos vellos púbicos enroscados en la goma. «¡Pendejos!», se horrorizó ella, y convocó a las Oritías para que los viéramos. Por lo demás, era un grandullón de cara redonda, con un pelo color azabache con el que se hacía tupé —alguien le había dicho que era igualito a Elvis—, y unas cejas perversas que movía a su gusto para intimidar o burlarse, según fuera el caso. A su favor obraba conocer la vida y milagros de los Beatles, el orden de todas sus canciones, que también cantaba a veces, en su propio inglés macarrónico o inventado.

—Se nos puede adelantar —advirtió Regina—. Si se entera de esto, buscará al dueño del disco hasta debajo de las piedras. Tú, Miriam, que siempre se te va la lengua, no me faltes el viernes.

Era conmigo y asentí sin chistar. Nunca se me iba la lengua, pero ella siempre largaba un comentario hiriente para dominarme. Lo que me preocupaba era otra cosa: si septiembre seguía siendo un mes maldito, y a esas alturas todavía faltaban dos días para que se acabara, era posible que ocurriera otra tragedia y no pudiera poner un pie fuera de casa. Las posibilidades eran incontables: mi madre podía caer de la azotea en uno de sus arrebatos, o tomarse un vaso de lejía, idea que no era del todo ajena a su cabeza porque ya había amenazado con hacerlo. También podía ocurrir que en una de las peloteras con mi padre, fuera él quien le atizara un golpe, mortal de necesidad, pues cada vez se hacía más obvio que Greta le hacía perder los estribos.

—Sin excusas ni pretextos —exhortó Regina, echando mano a esa infalible frase que usaba el delegado de la Juventud Comunista cuando nos convocaba a los desfiles y dejaba claro que no iba a permitir ausencias.

Se rieron las Oritías como hadas vivientes, brincaron abrazadas y no tuve más remedio que reírme también, fingir la misma emoción pero con un gesto forzado, nervioso, helado ya por el presentimiento... Callamos todas a la vez y la líder del grupo, que era sin discusión Regina, nos miró altiva:

—No volveremos a celebrar hasta que tengamos el disco. De ahora en adelante, cierren esas bocas... Los Beatles no existen, ¿oyeron?

 

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