1521, el imperio azteca se derrumba. Tecuixpo, la hija favorita de Moctezuma, es hecha prisionera por los conquistadores españoles, quienes son responsables de la muerte de su padre y la sangrienta derrota de su pueblo. Ahora, bautizada como Isabel, se ve obligada a vivir según las costumbres y la religión de sus captores.
Inmersa en un mundo de intriga, traición y muerte, la vida le tiene reservado un golpe final: su primera hija le será arrebatada por Hernán Cortés, el hombre al que más odia. Décadas más tarde, Leonor, una joven huérfana y mestiza, tendrá que enfrentarse a todos los que a su regreso a la Nueva España quieren mantenerla sometida para ocultarle la extraordinaria herencia que le corresponde.
La otra Isabel es la monumental aventura de la hija del último tlahtoani, quien perdió su nombre, su imperio y su familia, pero jamás se dejó vencer. En esta extraordinaria novela, Laura Martínez-Belli entreteje a la perfección la ficción histórica con el suspenso del thriller político más revelador.
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El destino de la sangre es irrefrenable.
Fragmento del libro de Laura Martínez-Belli “La otra Isabel”, publicado por Booket, © 2021, © 2024. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Laura Martínez-Belli (Martorell, España, 1975) Nació en Barcelona un 23 de abril de 1975. Es hija de padre español y madre nicaragüense. Ha vivido en Panamá, España y México, por lo que se siente como una «ciudadana del mundo». En 1995 llegó a México donde residió durante veinte años, lo que la convierte en una escritora española con una voz muy mexicana. La autora logra narrar la naturaleza de sus personajes con una mirada íntima y, a la vez, explora de una manera fresca y vívida el contexto histórico en el que se desarrollan sus obras.
La otra Isabel • Laura Martínez-Belli
CE/UNO
Ancha es Castilla
Dos décadas después
Valladolid, 1547
Muchas veces Leonor se preguntó qué habría sido de ella si su tutor don Juan de Altamirano hubiese tenido otros planes con respecto a su persona y en vez de regresar a la Nueva España para casarla con aquel hombre, que le sacaba veinte años y olía a madera mojada, se hubieran quedado a vivir por siempre en las tierras castellanas hacia las que habían partido siendo ella tan pequeña que todavía aprendía a balbucear su nombre. También se cuestionaba si en su retorno a su tierra natal habría intervenido alguna gracia divina, si esos santos a los que las monjas del convento vallisoletano rezaban tres veces al día se habrían apiadado de su orfandad para brindarle una segunda oportunidad.
Pero aquello no era cosa de ángeles, ni de demonios, ni de santos, ni de dioses. Cuando el destino le saltó encima, Leonor era ya una mujer hecha y derecha que hasta entonces había vivido a ras de suelo, sin levantar polvo ni sospechas, creciendo en la quietud del convento español al que Juan de Altamirano la había metido siendo una niña, arrancándola de la tierra que la vio nacer como a las malas yerbas del camino.
Ella nunca encajó en aquel sitio de rezos y austeridades. No le gustaban ni el silencio ni las frías paredes de piedra ni mantener la cabeza gacha, y esa mala costumbre de mirar siempre por encima del hombro le había costado más de una azotaina por soberbia, el mayor de sus pecados, porque las monjas no aguantaban la severidad de una mirada tan vieja en una niña tan pequeña.
Leonor siempre cumplía penitencia porque según las religiosas toda ella era una fuente inagotable de vicios: cuando se enfadaba fruncía el entrecejo con tal enjundia que las cejas se le juntaban dibujando una gaviota; más de una vez la habían pillado en la capilla con una taza de chocolate que sacaba a hurtadillas de la cocina porque así se le hacían más llevaderos los minuciosos sermones, y el prelado, desconcentrado con cada uno de aquellos sonoros sorbos, amenazaba irritado con excomulgarla; cuando dormía, soñaba seres con cuerpo de animal y cabeza de mujer que le susurraban secretos al oído, y cuando empezó a crecer y a desarrollarse adquirió la nada discreta costumbre de detenerse frente a los espejos, y para aprender las formas de su rostro buscaba su reflejo en cada cuchara bruñida o en el cáliz de plata que el cura alzaba cada día en la consagración de la eucaristía. Al acostarse, en vez de rezar prefería pasarse ratos largos cepillándose la melena hasta dejarla dócil cual alga de mar. Pero, sobre todo, Leonor se quedaba embelesada cada vez que veía leer al padre en misa y se preguntaba cuáles serían los secretos que encerraban esos libros. Una vez, incluso, con la vena palpitándole en la sien, se atrevió a entrar a la biblioteca del convento. Y, fascinada por el olor a tinta y pergamino, acarició los lomos de una hilera entera de libros. Con temor a hacer ruido, sacó de los estantes un volumen lleno de polvo. Hechizada por los extraños e indescifrables caracteres que inundaban su vista se quedó largo rato allí, atrapada por el influjo de aquellas hojas, y con las yemas de los dedos repasó algunos trazos, como si en aquel gesto pudiese entender mejor esas palabras incomprensibles, hasta que la voz de una hermana la sacó del ensimismamiento al increparle desde el pasillo: —Niña, ¡qué haces! ¡No puedes estar aquí! Leonor cerró de golpe el libro con un fuerte estruendo, y volvió a su celda a toda prisa, consciente de haber traspasado el umbral de lo prohibido. La madre superiora había notado que Leonor tenía una mente despierta, pero, aturdida por los testimonios de las demás hermanas —que acudían a ella, angustiadas por la rebeldía de la criatura—, solía escribirle a su tutor dándole las quejas y, cuando no había más remedio, él mismo tenía que ir a visitarla para llamarla al orden. Para acallar disgustos, Altamirano les pagaba una buena cantidad de monedas que la madre superiora recibía agradecida, no sin antes prometerle a Altamirano:
—No os preocupéis, mi señor, haremos entrar a la chiquilla en vereda.
Con el paso de los años, Altamirano empezó a darse cuenta de que su pupila estaba convirtiéndose en una jovencita más rebelde e inquieta de lo conveniente, en la que los rasgos indígenas mezclados con los castellanos convivían en providencial combinación, y no se extrañaba de que la niña fuera consciente de ser distinta en medio de tantos ojos azules y pieles traslúcidas a las que el sol parecía querer esquivar. Para colmo de males, enmarcándolo todo, presidiendo su rostro, destacaba esa mirada dura de piedra que él reconocía como el vestigio de su sangre.
Leonor siempre había creído que le debía su suerte a Altamirano. Las monjas castellanas, que eran cien veces más arrugadas, más pequeñas, más enjutas y devotas que las de la Nueva España, adeptas a compadecerse de los desvalidos y a crear huecos por donde pudieran colarse las deudas morales y las culpas, habían regado la infancia de Leonor con la cantaleta de que, si no hubiera sido por Altamirano, que era un bendito, quién sabe qué habría sido de ella. «Deberías estarle agradecida y besar el suelo que él pisase, muchacha», le decían. Pero por más que insistieran en que Altamirano era su única familia, Leonor no era capaz de sentir por él nada parecido al cariño. Al fin y al cabo, muy poco había convivido con aquel hombre.
Y así, paso a paso, día a día, pasaron los años al ritmo que crecían los cabellos de Leonor, sus labios parecieron llenarse de sangre y el negro azabache de su pelo brillaba tanto que las monjas la obligaron a recogerlo, trenzándolo en un moño, imperativo mil y una veces transgredido. Cada vez que Leonor pasaba junto a ellas, las monjas se santiguaban para espantar algún tipo de sortilegio, pues había algo en esa muchacha que les recordaba las historias y rumores que llegaban del Nuevo Mundo, donde se adoraban ídolos y se hablaban lenguas extrañas y, a pesar de no haber estado nunca en aquellas tierras, algunas monjas prejuiciosas entre susurros se decían que Leonor miraba «con la idolatría e insolencia de los indios».
Aquello la condenó al claustro. Nadie debía verla, olerla ni tocarla. Leonor aprendió a rezar con fervor para que dejaran de censurar su propia existencia. Evitó salir por las noches a contemplar el cielo, dejó de cuestionarle a la madre superiora sus mandatos, aprendió a 22 hablar con tono mesurado y sin mirar a los ojos, y un jueves de diciembre, cuando el tiempo y la austeridad lograban por fin doblegar su carácter inquieto y el conformismo comenzaba a aferrarse a sus piernas para trepar a su alrededor, envolviéndola en una enredadera que le hacía creer que ni la belleza ni la riqueza del mundo estaban destinadas para ella, un par de monjas la llevaron a una habitación, le soltaron el pelo y sacaron unas tijeras.
—¿Qué van a hacer? —balbuceó Leonor pálida.
—Esa melena ofende a Dios, hija.
—¡No! ¡Suéltenme!
—¿Te importa más tu cabello que agradar a Dios? ¡Contesta!
—¿Qué más quieren de mí? ¡No me lo corten, por favor!
Una de las monjas sujetó el cabello de Leonor por las puntas mientras la otra abrió las tijeras. Leonor apretó los párpados. En ese momento la madre superiora apareció.
—Dejadla —exigió.
Las monjas torcieron la boca al contener la frustración cuando la madre superiora estiró el brazo y les pidió las tijeras.
—Marchaos —les ordenó.
Las monjas se inclinaron con la venia y se retiraron, no sin cierto disgusto.
La madre superiora esperó un momento antes de dirigirse a Leonor; parecía que escudriñaba dentro de su alma. Luego, escueta, le pidió:
—Ven conmigo.
Leonor obedeció asustada, sin dejar de agarrarse el pelo para cerciorarse de que seguía intacto.
La madre superiora la llevó a un sitio apartado donde el eco rebotaba en un techo abovedado de piedra. Leonor respiró aliviada cuando la madre, al igual que cuando caminaba dando vueltas en el patio, se llevó las tijeras a la espalda.
—Lo recogeré en un moño, se lo prometo.
—¿El pelo? Tienes problemas más largos que el pelo.
Leonor no entendió. Y entonces la madre superiora, con la frialdad de quien está acostumbrada a dar malas noticias, anunció:
—Tu padre ha muerto.
—¿Altamirano?
—No, no tu tutor. Tu padre. Don Hernán Cortés.
Leonor no pestañeó. Aunque nunca había conocido a su padre se preguntó si era normal que su corazón no se hubiera ensombrecido lo más mínimo ante una noticia semejante. Tras unos instantes de silencio, la superiora añadió mirándola a los ojos:
—Vete preparando.
—¿Preparando?
—No tardarán en venir por ti.
—¿Quién?
—Cómo que quién. Tu tutor, Altamirano, naturalmente.
—¿Quiere decir que dejo el convento?
La madre superiora asintió bajando la cabeza.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Pronto.
Leonor dejó caer los brazos a los costados, consciente, por vez primera, de su pequeñez. La madre superiora, con una ternura hasta entonces desconocida, le dio la bendición dibujando una cruz sobre la frente.
—Que Dios te acompañe.
Esa misma tarde, a muchas varas castellanas de distancia, Altamirano se afanaba en su despacho, pues había muchos desaguisados que enmendar, deudas que pagar y agujeros que tapar. Balbuceaba entre dientes improperios de bucanero por el embrollo legal que Hernán Cortés dejaba al morir. Altamirano era primo y albacea de Cortés, quien, aparte de darle su apellido a la niña y haberla reconocido por bula papal, poco había ejercido de padre. ¿Cómo era posible que tras haber conquistado la Nueva España Cortés se muriera desahuciado?
—¡Maldita sea tu estampa! —gritaba con su vozarrón.
Altamirano mascullaba maldiciones no por la desdicha y deshonra de su primo, sino porque esa era una de las pocas veces en las que no había apostado a caballo ganador, porque jamás, aunque hubiese muerto y renacido mil veces, se imaginó que el gran conquistador Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, capitán general de la Nueva España, comandante de ejércitos y salvador de almas, fuera a morir dejándolo en la estacada.
Por él había hecho muchas cosas, pues ser su albacea había conllevado cierto grado de, ¿cómo decirlo?, laxa moral. Por él había arrebatado a Leonor de los brazos de su madre, había falseado documentos en beneficio de conquistadores, había hecho desaparecer de testamentos a hijos ilegítimos, cambiado nombres, contratado testigos para probanzas, manipulado testimonios, omitido pruebas. Por él había tenido que hacer muchas cosas. Pero nada de eso le había bastado a Cortés para librarse de los juicios de residencia que lo habían llevado al olvido. Altamirano se sirvió un vaso de vino y se lo empinó entero. El líquido le ensució las barbas y se las limpió con el dorso de la mano. Y tras permanecer unos segundos con el vaso vacío, lo colocó de un porrazo sobre el escritorio que por poco lo revienta.
«Este entuerto lo arreglo yo como que me llamo Juan Gutiérrez de Altamirano», se dijo.
Cualquier otro habría dado la partida por perdida. Pero no él. Se apoyó sobre su viejo tablero de ajedrez, al igual que Zeus contemplaba a los hombres desde el Olimpo, y colocó su mano sobre la desgastada reina. Lentamente, la alzó con cuidado y comenzó a moverla despacio en el aire con movimientos imperceptibles e imaginarios que calculaban cada avance, cada retroceso, cada posibilidad, cada pieza jugada y sacrificada, primero como alfil, luego como peón, al final como torre y luego rey. Sus labios se apretaron en una mueca invisibilizada bajo la barba tiesa. Mientras conservara a la reina aún podía ganar. Y esa reina, lo sabía bien, no era otra que Leonor Cortés.
Porque la historia de Leonor empezó mucho antes de su nacimiento, antes de que el destino la llevara de vuelta a la Nueva España para casarse con un hombre gordo, veinte años mayor que ella, que olía a madera mojada. Empezó mucho, mucho antes. Antes de que la Nueva España cambiara de nombre y de dioses. Empezó cuando aquella tierra aún no conocía la derrota y era llamada la Gran Tenochtitlan.