Siempre hemos anhelado por superhéroes y los construimos de carne y hueso: atletas, políticos, profetas; la génesis de lo superhumano siempre ha sido la fragilidad y lo diminuto de nuestra especie, que a pesar de saber cada vez más del universo y de su propio mundo, siempre se proclama en la cima de una montaña que nunca podrá escalar, y que solo lo ha hecho a través de su propia representación fetichista. El Super Hombre de la filosofía terminó siendo de papel: Superman, un ser perfecto e indestructible.
La historia de Superman es, en su origen, también una solución moral para un mundo que se derrumbaba. No había ambigüedad ni grises en el Superman de los años treinta: era fuerte, era justo, era bueno. Su perfección no era un error de diseño, sino una necesidad narrativa en un siglo plagado de totalitarismos, genocidios, colapsos económicos, segregación racial y ansiedad atómica.
La invulnerabilidad de Superman, su pureza casi absurda, fue una respuesta simbólica ante un contexto histórico que necesitaba certezas donde no había ninguna. Por eso fue el primer superhéroe, y por eso sigue siendo el patrón contra el cual se mide el resto.
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Pero hoy el héroe perfecto aburre. No por falta de poder, sino por exceso de claridad. En tiempos donde las estructuras que organizan la vida (el Estado, la religión, la familia, el periodismo, la ciencia) se han fragmentado en opiniones y algoritmos, nadie cree en la perfección.
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Nadie confía en un solo hombre que lo puede todo y que además es incapaz de odiar. Esa es la herida que escritores como Grant Morrison han sabido abrir con maestría en All-Star Superman, su obra más influyente. Aquí no lo debilita físicamente, sino emocionalmente. Le otorga humanidad no por defecto, sino por desgaste. Superman, allí, está muriendo; y en su muerte no hay épica, hay compasión, vulnerabilidad, nostalgia. Una tristeza que es al mismo tiempo esperanza, y que lo acerca a lo que siempre vio como algo que proteger y no como algo que entender. El mito se vuelve cuerpo, y el cuerpo entiende por fin lo que significa vivir.
La versión que propone James Gunn no alcanza esas alturas poéticas, pero al menos intenta restaurar la brújula. En un mundo hipervisibilizado donde el cinismo se consuma como la norma y no la excepción, la insistencia de Gunn en un Superman "bobo", que dice "gosh" y usa calzones rojos de cirquero, no es solo una elección estética, es una posición política.
La cursilería como forma de resistencia frente al nihilismo reactivo. En lugar de enaltecer el trauma, como lo ha hecho la industria del entretenimiento en su compulsión por explicar la oscuridad de los héroes (Batman es huérfano, Iron Man es alcohólico, Wanda es viuda, Loki es narcisista), este Superman no se disculpa por su bondad. Es simple, directo, incluso ingenuo, pero es firme.
La película no se salva de sus propias contradicciones. James Gunn no está proponiendo nada, más bien está reaccionando a la industria y a la propia narrativa que el fenómeno superheróico ha generado, porque para nadie es un secreto que el cine de superhéroes ya está más que exhausto, al igual que las audiencias que se saturaron después de décadas de historias recicladas, una fórmula que se extingue de a poco mientras coquetea con biopics, dramas judiciales o comedias generadas por IA. Esta cinta no cuenta el origen de Superman, pero tampoco arriesga nada con su presente. Es como si Gunn entendiera que el personaje es demasiado conocido para reinventarlo, pero también demasiado sagrado como para matarlo.
El resultado es una película que, aunque tiene momentos entrañables (la entrevista entre Lois y Clark, la secuencia con Krypto, algunas líneas de Mr. Terrific), se diluye entre subtramas que no maduran: hay pinceladas sobre Elon Musk, Jeff Bezos, el conflicto palestino-israelí, la manipulación mediática, la vigilancia digital, el rol del periodismo en la guerra, y el ascenso de la ultraderecha. Pero nada se profundiza. Todo está sugerido, casi como si la película temiera parecer demasiado seria. El problema no es que intente mezclar comedia con comentario político, sino que lo haga sin convicción, con la tibieza pragmática de esa fórmula que para ganar nunca arriesga, misma fórmula que ya sabemos que ha cansado y desangelado un mundo que en los cómics sigue viviendo y latiendo con fuerza.
Comparada con la sobredosis de estilo y grandilocuencia hueca de Zack Snyder, Superman de Gunn tiene al menos la decencia de no creerse una misa (una muy aburrida, por cierto). Ya no hay planos secuencia que se masturbaban sobre sí mismos, ni diálogos que parecían leerse en mármol, pero donde Snyder fallaba por exceso de pretensión, Gunn cae por falta de peso específico, de ese detonante que sí trabajó Guardians of the Galaxy, otra franquicia que supo hacer grande con ese estilo.
Hay forma, hay color, hay nostalgia… pero no hay riesgo. La película se mueve entre viñetas sin carne, con un guion que parece asumir que ya conocemos a todos los personajes, que ya entendemos el contexto, que basta con arrojar referencias para que la audiencia conecte, pero la conexión real no surge del guiño ni de la petulancia del expertise geek. Esta nace del gesto, de la explicación sincera y efectiva.
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Lo más rescatable de Superman no es su intento por reinventar el mito, que por cierto ya ha sido lo suficientemente reinventado como para verlo por sí mismo. Es más bien su esfuerzo por devolverle la emoción y lo genuino de un héroe que se conoce pero no se entiende. La escena más poderosa no es una batalla, sino una conversación entre Lois Lane y Clark Kent, desafiando su moralidad con la agudeza de una periodista que sabe que los dioses también mienten. Ahí es donde la película se detiene, respira, y por un instante, deja de parecer una maqueta corporativa y se convierte en una verdadera historia donde el héroe no es grande por su fuerza sino por su terquedad para seguir creyendo en un mundo que hace todo por volverse increíble.
Esa es, quizás, la única forma en la que Superman aún puede salvarnos, dejando de lado lo que representa y olvidando que es indestructible, para de esa forma entender cómo es que resiste a volverse irrelevante en un mundo que ha cambiado de dioses como ha cambiado de tecnología. Porque sí, ya sabemos que un hombre puede volar, lo difícil ahora es creer que aún puede importarnos.
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