VERACRUZ, VER.- “Primero conocí las langostas, los lobos marinos, los coyotes y las ballenas antes de conocer a los perros, a los gatos, a las gallinas”, explica Alfredo Casarín Padilla, guardafaros criado en el mar. Como hijo de un farero, dice, sus primeras memorias son en el mar, sin conocer “lo bueno y lo malo” de la vida. Sin añoranzas, sin expectativas.
Hace poco más de cinco décadas, Alfredo dejó el oficio de guardafaros. En este, experimentó la soledad, la incertidumbre, el miedo y la desesperación de formas que apenas alcanza a describir a sus 89 años.
De esos, 18 los dedicó a cuidar, día y noche, los faros que guían a los barcos en el Golfo de México. Velar porque el faro que cuidaba alumbrara después del atardecer y se apagara en cada amanecer eran sus tareas principales.
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Con molestia, Alfredo explica que su trabajo pasó desapercibido durante décadas. Según dice, hace 54 años —cuando él era guardián de faros— los veracruzanos creían que, después de la playa, sólo había mar. Sin islas, sin faros y sin guardianes que temían morirse de hambre.
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Por eso, en cada oportunidad que tiene, narra la vez que casi se comió a un gato en medio de la desesperación.
Se encontraba en el faro de Santiaguillo, ubicado en el municipio de Antón Lizardo, solo por primera vez después de meses.
Tenía 17 años y este era su primer faro. Debido a una tormenta, su compañero y su esposa no pudieron regresar con los alimentos quincenales, por lo que Alfredo pasó días sin probar bocado. Creyó que moriría.
Ya mareado, consideró seriamente comerse al gato que merodeaba el faro y que siempre aparecía cuando él, su compañero y su esposa comían. Pero este, intuye Alfredo, no apareció por la falta de comida.
"A la gente le da risa, lo toma a chiste, como algo que pasó, pero hay mucho detrás de la desesperación de pensar que se va a morir uno de hambre", puntualiza.
Esa ocasión la recuerda como una novatada, como una de las peores cosas que le pasó como guardián de faros. Ante la soledad, el hambre y la desesperación, Alfredo temía que un barco se estrellara.
El miedo a enfrentar, por primera vez, una tormenta sin el cobijo de sus padres, lo atormentaba cada noche. Por eso, insiste, es importante para él que las nuevas generaciones conozcan cómo era ser guardafaros en Veracruz.
Contexto: una infancia en el mar
“Yo soy guardafaros desde que nací”, dice Alfredo con orgullo y una sonrisa. “Tanto mi madre como mi padre vivieron muchos años en las islas y en los faros. Para mí estoy ligado al mar, a los faros, a las islas, a todo eso”.
Su infancia fue alegrada por ballenas vistas desde algún faro en Baja California Sur. Y decorada por cerros, focas y lobos marinos que acariciaron -él y su hermana- durante su estadía en Cabo San Lázaro, en el municipio de Comondú.
Crecer en islas y cerca de playas le dio inocencia. Crecer lejos de niños de su edad, sin vecinos y sin cosas materiales, le dio responsabilidad y un carácter distinto.
“No había comparaciones, no había momentos que añorar y recordar. Cualquier cosa nos satisfacía", explica. Cuando llegaron a la ciudad en los 1940, esta realidad le parecía ajena, extraña.
Su adaptación la asemeja a la de "unos salvajes que vienen y no conocen", a personas que no encajan. "No lo entienden a uno, uno no entiende a los demás", dice.
Y aunque poco le importó en su momento, Alfredo enfrentó el sentimiento de soledad desde niño. El bullying, provocado por su distinta forma de ser, le arrebató la oportunidad de hacer amigos.
Una experiencia única
Ser guardafaros nunca estuvo en sus planes. Lo escogió porque no pudo continuar con sus estudios y porque, a como dice que estaban las cosas en Veracruz durante la década de 1950, ser guardafaros era un empleo seguro.
"Pero seguro de que no te iban a correr, no de otra cosa", afirma. Santiaguillo, dice, es un islote del que no se puede escapar.
Rodeado de piedras y hecho de coral que impedía recorrerlo, Alfredo lo describe como "un pedacito de isla" en el que cada quién debía "rascarse con sus uñas".
Dormía en un catre y su alacena, explica, siempre estaba vacía. No había qué hacer, a dónde ir ni con qué ver. Para las noches, dice, tenía una lámpara de petróleo.
"Les hablo del de faros cuando yo estuve ahí. Hoy puede ser que les den televisión y colchones finos, buenos, pero antes no", afirma.
A pesar de las carencias, Alfredo nunca pensó en dejar su oficio. A su modo, era feliz en medio del mar, de las tormentas y de no pisar la ciudad durante semanas.
Después de Santiaguillo, pasó algunos meses en la Isla de Sacrificios, en el faro de Venustiano Carranza, en la Isla de en Medio y en Punta Delgada, en Alto Lucero.
El guardián de faros iba y venía entre ellos. A veces pasaba meses, a veces años "de planta". La forma en que podía soportar estar entre 2 y 8 años en un mismo faro, explica, era gracias a su lancha.
Una o dos meses al año, Alfredo la tomaba y llegaba al municipio de Alvarado. Allí se cortaba el pelo y después viajaba a Veracruz para acudir a centros de baile.
A veces bailaba danzón, otras mambo. Y luego de pasar algunos días en la ciudad, se regresaba al faro.
Sin embargo, a pesar de sus diversiones en la ciudad y de las discusiones que llegaba a tener con su compañero de trabajo, para Alfredo es importante señalar "lo horrible" que es ser guardián de faros.
Soledad
Alfredo es un hombre sonriente y elocuente. Recuerda con sencillez y sin esfuerzo cuando habla de sus años como guardafaros.
Sin embargo, la sonrisa que mantiene durante el relato se apaga ocasionalmente. ¿La razón? El recuerdo del silencio.
Dice que para muchos, estar en una isla puede sonar paradisiaco. La calma y la tranquilidad vividas ahí, dice, no se encuentran en la ciudad.
Pero no todas las islas son iguales. No todas son como la Isla de Enmedio, en donde hay vegetación, animales y lugar para nadar.
Algunas, insiste, son más como Santiaguillo. Donde el silencio entristece y el ruido de las tormentas y del mar agitado, enloquecen.
"Si los nortes, las tormentas aquí son molestos, imagínese allá, en medio del mar. No hay quien lo proteja. No hay casas ni edificios", explica.
Ahora identifica que vivía estresado, pero entonces, tenía más palabras para explicarse. Miedo, angustia, tristeza y soledad son las primeras que le vienen a la mente.
"Hay ruidos que no sabes ni de dónde vienen. Gritos, lamentos...". Pensar constantemente en que se está estancado y sin comida en una isla, se sumaba al sentimiento de abandono.
"No lo pueden entender porque no les ha pasado. Pero había que estar ahí, había que vivir ahí. Al principio de todo, pues sí, fue algo horrible, pero aprendí a vivir en soledad. Sin gente, sin amigos, sin con quién hablar...".
Una nueva vida
Pero eso cambió en el 2022. En la librería Mar Adentro, en la ciudad de Veracruz, Alfredo Casarín Padilla encontró un momento para mencionar que había sido guardafaros.
El dueño se interesó y organizó una plática que llenó el establecimiento. Después, vino "El hombre del faro", un documental que retrata sus años como guardián de diversos puntos del Golfo de México.
Gracias a ese, pudo visitar nuevamente algunas de las islas donde permaneció años. Incluso a Santiaguillo, lugar al que, sin entender por qué, le tiene un aprecio particular.
"Para mí siempre ha sido algo muy especial. A lo mejor, como digo, soy más optimista. Pero no te imaginas la emoción que sentí al volver ahí cerquita, a unos metros", dice enérgico.
El amor a su esposa, hoy fallecida, logró que él finalmente se diera cuenta que debía dejar el oficio del que ella ya formaba parte.
"Ella nunca se rajó ni dijo que no le gustaba, no. Pero yo ya la veía muy espantada, muy estresada y dije: 'no, la voy a traer a esta vida'", por lo que decidió ser comerciante.
Y eso hizo por años hasta ahora, que se dedica a contar sus historias como guardafaros en Veracruz, lo que me ha dado amigos, compañía y reconocimiento. A quienes puntualiza, les agradece su interés y cariño hacia él.
Sentirse solo en medio de miles, se esfumó. Con el tiempo, pero se fue. Ahora se ve a sí mismo como un hombre valeroso y afortunado.
"Me han preguntado que si volvería otra vez..., y definitivamente mi respuesta es sí, sí. Soy a lo mejor masoquista, pero sí, sí lo haría".
lm
