VERACRUZ, VER. - Este 21 de agosto Donna regresará a clases. Para la joven de 21 años de edad se trata de un nuevo comienzo luego de haber suspendido sus estudios de preparatoria. La última escuela donde estudiaba no tenía las condiciones ni infraestructura necesaria para atender a personas, como ella, con discapacidad visual.
Donna se dice emocionada; tomará sus clases, desde casa a través del celular, asesorada por un maestro que la acompañará el tiempo que dure el ciclo escolar. Pero antes de llegar a este punto Donna y su madre, Flor Reyes, enfrentaron obstáculos en escuelas de Veracruz que no la quisieron aceptar por su problema visual.
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Para que la joven retomara sus estudios tuvo que buscar otras opciones fuera de su estado, la escuela a la que irá se encuentra en la Ciudad de México, ya que fue la única que le brindó las facilidades, herramientas y asesorías personalizadas para que siga su educación, algo que no encontró en Boca del Río, lugar donde vive.
“No he podido encontrar una escuela en Veracruz que me pueda dar el apoyo. Son escasos los institutos donde te apoyan si cuentas con una discapacidad, las áreas están limitadas para que puedas desplazarte”, cuenta la joven.
El Censo de Población y Vivienda 2020 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), indica que en el país hay 20 millones 838 mil 108 personas con discapacidad, con limitación en la actividad cotidiana o con algún problema o condición mental. De esta cantidad, hay 12.1 millones de personas que no pueden ver aun usando lentes.
Otro dato que arroja el censo es que de los 4 millones 456 mil 431 millones de personas analfabetas que hay en México, un millón 121 mil 722 (25.2%) tiene discapacidad.
Mientras que en el estado de Veracruz hay un millón 542 mil 272 personas con discapacidad, con limitación en la actividad cotidiana o con algún problema o condición mental. De esta cantidad solo 33.4 por ciento de las personas de 15 a 24 años asisten a la escuela.
El reto de buscar una escuela
Flor Reyes tiene tres hijos, los dos mayores, Donna y José Antonio, fueron diagnosticados con el síndrome Wolfram, una enfermedad que pocas personas padecen y que se caracteriza por presentar síntomas como diabetes, sordera neurosensorial, pérdida de la vista y signos neurológicos.
Ambos comenzaron con los síntomas a la edad de dos años, pero José comenzó a perder la vista desde que iba al jardín de niños. Conforme pasaba el tiempo el joven, quien hoy tiene 20 años, dejó de ver, mientras que Donna inició con problemas de la visión cuando entró a la secundaria.
Su madre comenta que asimilar la noticia fue difícil para la familia, pues no solo se enfrentaron al desconocimiento de los médicos sobre esta enfermedad, sino a los prejuicios y discriminación en las escuelas de parte de maestros quienes no querían aceptar a sus hijos.
“A mi hijo me lo sacaron de sexto grado; la maestra me dijo que ya no lo llevara. Habló conmigo la directora que no tenía caso que siguiera en la escuela porque no tenían las herramientas para ayudarlo. Los maestros no tenían el interés de ayudarlo, a pesar de que en la escuela donde iba había un programa para ayudar a personas con discapacidad, pero solo para los niños con limitación intelectual, no con discapacidad visual”, narra la madre.
Buscar un colegio para su hijo se volvió un calvario, a todos a los que acudió la respuesta de los directivos era la misma, que los maestros no están preparados para atender esos casos y que las instalaciones no eran las adecuadas.
Cuando José comenzó a perder la vista también vino la falta de empatía de los maestros, quienes le decían a Flor que su hijo era un flojo porque no quería escribir lo que había en el pizarrón, a pesar de que les comentaba el problema de visión que tenía.
José terminó la primaria y no logró continuar con sus estudios por la falta de condiciones en las aulas escolares para las personas con problemas visuales. El mismo problema lo tuvo Donna; ella es débil visual e inició a los 13 años la pérdida de la vista.
“Fue un caos en la secundaria, incluso los maestros la desestimaron, decían que no iba a pasar. La hicieron hacer cosas pesadas, proyectos en grupo que ella los tenía que hacer sola. El maestro de física la agarró como secretaria, porque decía que no podía hacer nada por su condición y mi hija ha sido atleta, fue a competencias nacionales en la disciplina de jabalina”, dice Flor.
Después de terminar la secundaria, Flor buscó un bachillerato donde su hija pudiera seguir con sus estudios, pero de nuevo se topó con el rechazo. Intentó buscar escuelas privadas, pero el costo de la mensualidad era un gasto que la familia no podía cubrir.
Hasta que encontró un bachillerato que incluía el programa de Centros de Atención para Personas con Discapacidad (CAED), pero ahí también hubo deficiencias, la primera fue que los maestros no tenían la capacitación adecuada para atender a personas con discapacidad visual, como saber braille, además de que el sistema era lento para aprobar.
“Hubo una chica que se llevó seis años para poder terminar el bachillerato, mi hija dijo aquí me quedo, se quedó a medio bachillerato y estuvo 4 años ahí, porque sentía que no avanzaba, entonces intenté en otra, pero tenía que comenzar de cero y solo los fines de semana, además de que solo podía tomar talleres de computación”, agrega la madre.
Donna se salió del bachillerato durante la emergencia sanitaria por la pandemia de la covid-19, en 2021 y de acuerdo con lo que relata, el principal problema fue que los maestros no tenían el tiempo para atenderla, además de que no había condiciones para que ella elaborar sus tareas.
“Fue algo muy triste. Los maestros se supone que te deben de apoyar, me mandaban las tareas los viernes, me costaba ver y me mandaban hojas a copiar. En ese entonces yo copiaba con plumón y tenía que entregarlas el domingo, había muy poco tiempo para entregar las tareas. Me las mandaban el viernes y la tenía que entregar el domingo”, agrega Donna.
Falta de infraestructuras y segregación
El bachillerato donde iba Donna tenía un aula para personas discapacitadas, al igual que había salones con personas que no tenían ninguna discapacidad; no obstante, ellos se encontraban apartados de los demás, sin la posibilidad de convivir con los otros alumnos. Además de que las condiciones de las aulas no eran idóneas para que trabajaran, pues aunque había impresoras en braille, los maestros no sabían usarlas, ya que no estaban capacitados.
“Había ciertos lugares que estaban aptos para que nos pudiéramos desplazar, pero había otros que no tanto. Mi salón no estaba integrado al bachillerato, estaba muy separado en el fondo. Hubo una ocasión en la que teníamos que recaudar firmas y fuimos con los mismos compañeros del bachillerato y nos preguntaban que de qué colegio veníamos”, recuerda la joven.
Durante ese periodo Donna pasó por una etapa de depresión, porque se dio cuenta de la exclusión que había en su escuela, a pesar del programa que prometía las facilidades para las personas con discapacidad.
Pese a todos esos retos encontró una nueva escuela donde podrá terminar sus estudios y planea hacer una licenciatura en Inglés que le permitirá desarrollarse de manera profesional; sin embargo, para José, su hermano, el panorama todavía luce complicado, ya que aún no hay una institución que se adapte a sus necesidades.
Ambos también van al colegio Centro de Educación Especial de Trastornos Visuales (CEETVAC) donde les enseñan otros oficios y cómo poder desenvolverse con su discapacidad visual.
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