En los últimos años, hemos visto cómo la presencia de China crece en el mundo: en lo político, lo económico, lo cultural. En México —y en nuestra propia ciudad— no es raro ver cada vez más empresas que llegan desde ese país enorme, complejo y milenario. Pero hoy no quiero hablarles de tratados ni de inversiones, sino de algo mucho más íntimo, profundo y poético: una lengua hecha por y para mujeres.
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Seguro has oído hablar del lenguaje inclusivo. Pues bien, quiero que imagines lo contrario: un lenguaje exclusivo. No porque discrimine, sino porque protegía. Hablo del nü shu, una forma de escribir que nació en el silencio de las casas, entre agujas, telas y suspiros, y que durante siglos fue la única voz posible para muchas mujeres.
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En China conviven muchas lenguas, que ellos llaman “dialectos”. Están el cantonés, el min nan, el tibetano, el mongol… pero es el mandarín —el más hablado, el más enseñado— el que se ha impuesto como lengua común. Un idioma tonal, sin conjugaciones verbales, sin género gramatical. Muy distinto al nuestro. Pero hoy no quiero detenerme en cómo se habla, sino en quiénes hablaban… y en quiénes no podían hacerlo.
Durante siglos, en China, las mujeres no tenían acceso a la educación. Entre los siglos X y XIX, solo los hombres aprendían a leer y escribir. Las mujeres, en cambio, eran confinadas a los espacios domésticos, a las casas de sus esposos. En ese contexto nació el nü shu —literalmente: “escritura de mujeres”— en una región montañosa llamada Jiangyong, en la provincia de Hunan. Allí, entre colinas aisladas, un grupo de mujeres inventó una manera de decirse a sí mismas, de dejarse huella.
¿Qué es el nü shu?
El nü shu no es exactamente un idioma, sino una forma de escritura fonética que simplificaba el chino local. Pero si lo ves, entenderás por qué parece otra cosa: son caracteres alargados, curvos, sutiles, casi bordados. No tienen la rigidez cuadrada de los caracteres chinos “formales”. Se parecen más a una danza de hilos sobre tela.
Se cree que esta escritura tiene al menos 600 años de antigüedad. Otros sostienen que puede ser aún más antigua, quizá de hace tres milenios. Lo cierto es que fue una lengua tejida por generaciones de mujeres campesinas, que se transmitía de madres a hijas, de amigas a amigas, como si cada trazo fuera un secreto compartido.
Durante muchos años China fue una sociedad profundamente patriarcal. Confucio, ese gran filósofo que marcó la ética de todo un imperio, decía que una mujer debía obedecer tres veces en la vida: primero al padre, luego al esposo, y por último al hijo. No es de extrañar que en ese mundo cerrado, las mujeres se buscaran entre sí para acompañarse, para resistir en la ternura.
Durante la dinastía Song, lo que hoy se conoce como “neoconfucianismo” reforzó aún más esas normas. Fue entonces cuando se hizo común una práctica dolorosa y simbólica: el vendado de pies. A niñas muy pequeñas se les apretaban los pies con vendas hasta romperles los huesos, deformándolos para siempre. Era una muestra de estatus, de belleza, de virtud y… de sumisión. ¿Cómo no imaginar que esas niñas necesitaran, más que nadie, un refugio entre letras?
Nü shu y las mujeres
El nü shu fue ese refugio. En los círculos de bordadoras, las mujeres escribían cartas, diarios, canciones, poemas. Se decían lo que no podían decir en voz alta. Surgieron entonces las llamadas “hermanas juramentadas”, mujeres que formaban lazos emocionales profundos, más fuertes, a veces, que el vínculo con sus propios esposos. Se acompañaban en el dolor, en el encierro, en la alegría breve de los encuentros secretos. Eran amigas, maestras, confidentes. Compartían lo que el mundo les negaba.
Uno de los objetos más antiguos donde aparece el nü shu es una moneda de bronce. En ella se lee una frase hermosa y universal: “Todas las mujeres bajo el cielo pertenecen a la misma familia.”
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Y no sé tú, querido lector, pero a mí me conmueve profundamente imaginar a esas mujeres escribiendo en abanicos o pañuelos, dejando entre líneas un pedacito de su alma. Me duele, sí, saber que vivieron bajo reglas tan duras, pero también me deslumbra su capacidad de resistencia, su creatividad, su dulzura irreverente.
Con el siglo XX llegaron los cambios: la educación se abrió para las mujeres, las ciudades comenzaron a absorber a las jóvenes del campo, y el nü shu cayó en el olvido. En 2004 murió Yang Huanyi, la última mujer que dominaba este lenguaje con fluidez. Antes de morir, publicó el primer diccionario de nü shu. Fue como dejar una ventana abierta al pasado.
Hoy, el nü shu se estudia en museos y universidades, y en 2006 fue reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Pero no es solo un tesoro lingüístico; es un acto de amor colectivo, una red de voces que, sin proponérselo, tejieron un archivo de la experiencia femenina.
Querido lector, si has llegado hasta aquí, te invito a mirar el nü shu no como una curiosidad lejana, sino como un espejo. Porque su existencia nos recuerda que, incluso en el silencio más impuesto, las mujeres han encontrado formas de hablarse, de salvarse, de permanecer. Esa escritura —ligera como un hilo, firme como una promesa— guarda secretos, consejos, lágrimas, risas, recuerdos familiares, sueños de libertad. Y si escuchamos con cuidado, todavía podemos aprender de ellas.
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Para cerrar, quiero dejarte con un fragmento traducido de uno de los cantos tradicionales del nü shu, recuperado por la investigadora Zhao Liming:
“Mujer, ¿qué culpa tengo yo de ser una niña?
No poder ir a la escuela como un niño,
sólo bordar en silencio en la ventana,
lágrimas cayendo sobre el hilo.”
