La semana pasada falleció Alberto Fujimori, expresidente y dictador del Perú, un personaje polémico que dejó una marca en la historia de la región andina. Gobernó más de una década y fue condenado por homicidio calificado, lesiones graves, secuestro agravado y peculado, aunque la presidenta Dina Boluarte lo indultó por al menos uno de estos delitos.
Fujimori, el primer presidente de ascendencia asiática en América Latina, era ingeniero agrónomo y rector de la Universidad de La Molina. A sus 52 años, se lanzó a la presidencia con una campaña que recorrió Perú en un humilde camioncito, el “Fujimóbil”, contrastando con las caravanas del escritor Mario Vargas Llosa.
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En 1990, tras ganar con más del 60% de los votos, Fujimori abandonó las promesas que le dieron el apoyo de los sectores marginados y pequeños empresarios. Pronto se alineó con los conservadores, en especial las fuerzas armadas, que desde antes venían trabajando en el “plan verde”, una operación clandestina que proponía una economía neoliberal controlada por militares.
No quiero centrarme en su modelo económico, sino en uno de sus mayores crímenes: el programa de esterilizaciones forzadas, parte del “plan verde”. Este documento planteaba la esterilización de “grupos culturalmente atrasados y pauperizados”, considerando a los pobres como “cargas innecesarias” que merecían el “exterminio total”. Estas no son mis palabras, sino las del primer tomo del plan titulado “Impulsar al Perú al siglo XXI”.
En 1996 comenzaron las esterilizaciones masivas bajo la excusa de reducir la pobreza. Para Martha Esther Mogollón, vocera de la Asociación de Mujeres Afectadas por Esterilizaciones Forzadas, no fue más que un intento de “acabar con los indígenas y los pobres”.
A inicios de 1997 sucedió el caso de la señora Celia Ramos, una de tantas historias desgarradoras que ocurrieron en esos años en Perú. La señora Ramos fue a un puesto de salud buscando atención odontológica y fue presionada para realizarse una esterilización. El personal de salud le dijo que esto le “evitaría un embarazo riesgoso”, Celia murió poco más de dos semanas después debido a esta intervención.
Según un informe del Congreso peruano publicado en 2018, al menos 18 mujeres murieron durante los procedimientos o por falta de cuidados postoperatorios. La mayoría de los médicos no estaban capacitados y los equipos eran obsoletos. Peor aún, muchas mujeres no recibieron información adecuada antes de las operaciones.
Antes del programa, se realizaban menos de 15,000 ligaduras de trompas de falopio al año, pero en 1996 se realizaron 67,000, y en 1997, 115,000. Ya no había restricciones como antes, solo importaba que las mujeres fueran pobres y marginadas.
No es fácil saber cuántas esterilizaciones fueron forzadas. Según el Instituto de Democracia y Derechos Humanos, el 100% de las 314,605 esterilizaciones lo fueron; DEMUS estima más de 200,000 sin consentimiento. Muchas mujeres fueron sometidas bajo amenazas, violencia o engaños. Los empleados de salud debían cumplir cuotas para no perder su empleo, lo que incrementó las intervenciones innecesarias.
Para el año 2000, cuando cayó el gobierno de Fujimori y éste huyó a Japón, se detuvieron las esterilizaciones masivas que después serían críticadas por países y organizaciones de todo el mundo. Algunos incluso lo llamarían un genocidio. Ciertas organizaciones como el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica lo calificó como un “genocidio sin precedentes desde la época de la colonización española”
Es importante decir que, en realidad, esta práctica es considerada un crimen de lesa humanidad según el Estatuto de Roma, del que Perú es parte. Aunque muchos peruanos reconocen a Fujimori por estabilizar la economía y enfrentar al terrorismo, sus políticas racistas y clasistas afectaron a miles de mujeres pobres y de baja educación, sobre todo de la sierra peruana.
Lamentablemente, la muerte de Fujimori no alivia el dolor de quienes siguen sufriendo las secuelas físicas y psicológicas de las esterilizaciones forzadas. Todavía existen muchas denuncias en las fiscalías de Perú y las acusasiones en contra de Fujimori no se han limitado a este tema, se habla de desapariciones forzadas, matanza en contra de civiles y hasta un golpe de estado.
Hoy las cosas no pintan mejor. En agosto de este año se aprobó en el Congreso peruano una ley que establece prescripción para los delitos de lesa humanidad. La justificación es que Perú no formaba parte de los Estatutos de Roma al momento de cometer estas violaciones a Derechos Humanos.
Esto significa impedir el acceso a la justicia para miles de víctimas de desaparición forzada, esterilizaciones forzadas, violaciones, etc. El artículo 5 de la ley 32107 dice textualmente, que “nadie será procesado, condenado, ni sancionado por delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra, por hechos cometidos con anterioridad al 01 de julio del 2002”
Por ello quiero cerrar con una frase que vi en una pancarta durante la marcha #NiUnaMenos en 2016 en Perú, por cierto, una de las marchas feministas más grandes en su historia. La pancarta decía:
“Somos las hijas de las campesinas que no pudiste esterilizar”.