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“Me decían que no las ayudara”: Layla Pilin, pionera en el activismo LGBT del puerto de Veracruz

Al ver la falta de apoyo a la comunidad LGBT, Layla Pilin León, comenzó a hacer activismo y se posicionó como una pionera del altruismo en el puerto de Veracruz, pues durante 21 años dio cobijo a mujeres, jóvenes y niños de la comunidad LGBT

“Me decían que no las ayudara”: Layla Pilin, pionera en el activismo LGBT del puerto de Veracruz.
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VERACRUZ, VER.- Layla Pilin León se hizo activista por su amiga Katy, una chica trans que la recibió con bondad en el puerto de Veracruz en la década de 1980. Dos años después, Katy, una mujer joven y talentosa como estilista, enfermó y murió de VIH; instituciones de salud, su familia y la sociedad “la dejaron morir”. 

En ese entonces, Veracruz no estaba listo para enfrentar el VIH. Tampoco había muchas activistas ni asociaciones que ayudaran a la comunidad LGBT. “Fue de las primeras en enfermar, eso fue como en 1987. No había tantos medicamentos y pues la aisló a ella. La dejaron morir”, recuerda Layla, de ahora 61 años. 

Fue el amor y el agradecimiento a Katy –de 34 años en aquel momento– lo que llevó a Layla –de apenas 20– a decidir apoyar a otras personas de la comunidad LGBT del mismo modo en que Katy lo hizo con ella: con paciencia, confianza y de manera desinteresada. 

Layla Pilin León

“Así como un día me ayudó, yo iba a ayudar a todas las que pudiera en honor a ella. Era una persona tan tan noble y tan buena... Yo creo que por eso me volví así. Dije: voy a hacer cosas ahorita para que ella viva, porque me dejó su ejemplo, su esencia como ser humano”, explica Layla. 

Violencia normalizada 

Katy fue una de las primeras chicas trans en Veracruz, según recuerda. Llegó desde Chiapas, tras ser “echada a la calle” por su familia, que la golpeaba con frecuencia al rechazar su identidad de género.

“Tomaba mucho; no pudo soportar el dolor de ver que su familia no la aceptaba (...) La enterramos y su familia vino hasta después de un año, que se enteraron que andaba acá por Veracruz. Pero ya tenía un año de muerta, ya para qué la van a buscar, ya había pasado todo”, cuenta Layla. 

Conocer el rechazo que Katy sufrió de parte de su familia, y presenciar la muerte de una de las mujeres más especiales en su vida, la impulsaron a involucrarse. Con ese propósito, decidió cuidar de mujeres que, como Katy, o como ella misma cuando llegó a Veracruz con 18 años, necesitaran a alguien en quien confiar. 

“Yo las acogía porque yo no conocía ese mundo de ellas. El de la discriminación, de los golpes, de los castigos. Yo no conocí eso, se me hacía increíble cómo podían hacerle eso a una persona”, cuenta Layla. 

En su infancia y juventud existió la crítica por parte de sus hermanos, pero no de sus padres. Le insistían en que debía gustarle las niñas, casarse y formar una familia. Sin comprender la razón de sus comentarios, Layla decidió ignorarlos y evitar el conflicto.

“A mí nunca me dolía la discriminación de nadie, porque cuando mi madre y yo platicamos de mi situación sexual, me dijo: es que yo te amo, hijo, y yo te amo como sea, eres mi hijo. Además, estoy muy orgullosa de ti, eres muy bonita”. 

Palabras que, dice, la liberaron de toda culpa y del sentimiento de haber fallado a sus padres. “A mí me hubiera dolido que mi madre me hiciera una discriminación, eso sí creo que no lo habría soportado. De mi familia hubiera sido la muerte, no habría alcanzado a tolerar ese dolor de ver que tu propia familia te desprecia”. 

Recuerda que el rechazo que temía lo vivió su amigo Pedro, un niño de 10 años que, al igual que ella, era gay. Ambas –como a veces se refiere a Pedro– vivían en una ranchería donde cuidaban vacas, jugaban y platicaban. 

“Ella era más amanerada que yo. Me decía ‘¡querida, querida!’. Nos queríamos mucho porque ella sabía lo que era y yo también sabía lo que era”, recuerda Layla. Sin embargo, a diferencia suya, Pedro era violentado físicamente por ser homosexual. Era 1974 y su padre, quien era capitán de la iglesia local, le decía que si era amigo de Layla “se volvería gay”.

“A ella no le importaba, me iba a ver al campo y platicábamos, éramos unos niños todavía. Entonces, una vez lo agarraron y lo colgaron de los pies hacia abajo en un pozo. Lo dejaron toda la noche a que lo picaran los moscos. Que para que se le quitara lo gay”, recuerda con tristeza. 

Sus hermanos eran militares, mientras que sus hermanas lo consideraban un estorbo. “Con el tiempo se volvió sicario”, apunta. “Yo creo que después de todo lo que le hizo su familia, empezó a volverse un monstruo”. 

Para entonces, Pedro tenía 21 años. Tenía el pelo color amarillo, sus movimientos amanerados y el caminado suave. “Era lo que nunca pudo ser. Él tenía este espíritu femenino por dentro”, recuerda Layla. Luego de involucrarse con el crimen organizado, Pedro murió asesinado a manos de soldados sin que ninguno de sus familiares supiera, comenta Layla. 

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Altruismo, su forma de vida 

El activismo de Layla no estaba en las asociaciones o marchas, sino en el cobijo que le daba a mujeres, jóvenes y niños de la comunidad LGBT en momentos de vulnerabilidad. Su departamento, ubicado durante muchos años en la colonia Pocitos y Rivera, fue hogar de hasta 20 personas en situación de pobreza y violencia a lo largo de 21 años. 

“Quiero ser como tú de grande”, le llegaron a decir jóvenes como Vianey Jefry, activista y presidenta de la asociación MOVIT (Movimiento de Inclusión Trans) en el puerto de Veracruz

Con alegría, recuerda aquella vez en que conoció a tres adolescentes, de entre 15 y 16 años, que viajaban desde Honduras hacia Estados Unidos. Luego de ayudarla con sus bolsas del supermercado y de aceptar el refugio que ella les ofreció, las tres se quedaron a vivir con Layla durante tres meses, mientras juntaban dinero para continuar su camino. En 2017, tras el terremoto de magnitud 8.2 en Oaxaca, ellas le escribieron: 

“Te mandamos un poquito de dinero para que te ayude. Nosotras te mandamos de corazón. Siempre nos diste ánimo y nos dijiste que íbamos a triunfar. Hoy ya estamos operadas, todas trabajamos, hemos ayudado a nuestra familia y hemos hecho nuestras casas”.  

Sin embargo, Layla reconoce que no siempre las cosas terminaban bien. Hubo ocasiones en que chicas le robaban, otras traicionaban su confianza al involucrarse con sus parejas, lo que consideraba una doble traición. 

“Los hombres no valen nada, claro. Pero yo creo que hay que tener la habilidad para decir ‘los hombres no valen nada, pero mi amiga vale mucho’, pero no, como que eso se les olvida”, explica Layla. 

“A mí me decían: córrela, ¿para qué las tienes ahí?, échalas a la calle. Pero yo les decía que no”. Al final, Layla se alejó del activismo tras la balacera del 2009 en el Centro Histórico del puerto de Veracruz. Aquel lunes 13 de julio fue una de las personas civiles que se quedó atrapada en medio del tiroteo –que sintió de media hora–, los autos incendiados, los dos sicarios muertos y las cuatro personas lesionadas, le provocaron un estrés postraumático que arrastró durante años. 

Ese día Layla se encontraba en Cari Capeli, su salón de belleza coronado como el primero en el que “todas nos vestíamos como niñas”, ubicado sobre 20 de Noviembre, avenida donde ocurrió la balacera. Pasó noches sin dormir y varios días sin comer, por lo que se regresó a Guanajuato por tres años. 

Decidida a sanar, Layla regresó a Veracruz y nuevamente se instaló en la ciudad. Aunque, tras la pandemia del COVID-19, se instaló momentáneamente en Salinas Cruz, Oaxaca, destino al que acude cada 3 meses a realizar trabajos de belleza. 

“Cuando pasó el accidente (la balacera) me di cuenta que tenía tantos, tantos conocidos, pero que no tenía amigos. Entonces me empecé a alejar, o bueno, ellos se alejaron de mí porque yo no tenía nada que ofrecerles (...) fue ahí cuando sentí el verdadero dolor”, explica Layla. 

Una vida resiliente 

El apoyo incondicional, así como el dolor de la decepción, se fueron. En su lugar, cuenta muy emocionada, quedó una Layla renovada, feliz y plena.  

“Yo no me distingo por ser gay, ni trans, ni nada. Yo soy una persona normal (...) a mí no me gusta que la gente me vea como que soy el homosexual, no, no, yo soy una persona normal, y así siempre me ha gustado”, sostiene. 

Actualmente, Layla vive junto a sus tres hijos: Mori, Pedazo y Sirin, sus perros mestizos que la acompañan a todos lados. “Yo siempre creí en mí, siempre creí que iba a ser feliz. Lástima que no puedo vender felicidad en bolsas, me iba a volver millonaria”, dice entre risas.

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