ÁLVARO URIBE VÉLEZ

La venganza contra Álvaro Uribe Vélez

En el trasfondo de la venganza contra Álvaro Uribe Vélez, hay una motivación más profunda y estructural: causar un daño político y reputacional al más influyente y decisivo líder de la centro derecha. | Miguel Henrique Otero

Escrito en OPINIÓN el

Inicio este artículo recordando que Álvaro Uribe Vélez gobernó la República de Colombia durante ocho años consecutivos, entre agosto de 2002 y agosto de 2010. El primero de sus triunfos electorales constituyó un hito: conquistó la presidencia con más de 53% de los votos, lo que hizo innecesaria, por primera vez en la historia electoral de Colombia, una segunda vuelta. 

Sin embargo, el reconocimiento a Uribe Vélez estaba todavía por producirse cuando se presentó a la reelección en 2006, su victoria resultó categórica e histórica. Obtuvo más de 62% de los votos, lo que le convirtió en el presidente más votado de su país. No solo no se produjo el desgaste en los índices de popularidad, que son ineludibles en el recorrido de cualquier gobierno, sino que, como consecuencia de su trabajo, de su visión del ejercicio de la política y de su poderoso carisma, sumó lealtades en todo el territorio de Colombia.

¿Qué decir de aquellos ocho años? Primordialmente, que constituyen el período protagonizado por un hombre de coraje excepcional. Y no uso la palabra coraje de forma gratuita: en la férrea voluntad de afrontar las grandes problemáticas de Colombia, Álvaro Uribe Vélez sabía los numerosos riesgos que corría entonces -que incluían la posibilidad real de perder la vida-, y que continuarían acechándole a lo largo de los años, incluso cuando ya hubiese finalizado sus dos ejercicios como presidente de la República. Uribe Vélez siempre supo que el costo de las tareas que había emprendido como gobernante y como actor político de proyección histórica harían de él un perseguido crónico, un ciudadano al que se acecharía y atacaría cada vez que fuese posible, un demócrata sobre el que se lanzarían denuncias con el propósito de erosionar su popularidad y causar daños a su reputación

El proceso judicial en curso en contra de Álvaro Uribe –que lo señala de fraude procesal y soborno en actuación penal- es uno de los capítulos -no el único, por supuesto- diseñados y ejecutados en su contra. Tiene un protuberante e inocultable carácter sistémico: en la conspiración se han aliado autoridades del Estado, facciones del Poder Judicial, dirigentes y organizaciones políticas colombianas, articulistas y editorialistas que alientan la turbiedad, y un sinnúmero de operadores que actúan en la trastienda. Detrás de las cámaras, operadores de las mafias y la narcoguerrilla, las izquierdas que se financian con los dineros de la delincuencia organizada, empresarios que representan intereses de Maduro, Díaz-Canel y Ortega, y muchos más. Debo añadir, y aunque sea doloroso decirlo, es probable que esta no sea la última conspiración, y que en los próximos tiempos seamos testigos de la escenificación de otras campañas en su contra.

¿Qué explica que tantos factores disímiles -incluso opuestos- se hayan creado alianzas contra una de las mayores figuras políticas contemporáneas de Colombia y de América Latina, contra uno de los políticos latinoamericanos más resonantes que hayamos podido escuchar en las últimas décadas? Me referiré a las que considero las tres principales.

La primera de ellas: Uribe Vélez se puso al frente de una compleja estrategia para reducir la violencia y desarticular sus principales focos. Hizo campañas de pacificación, pero no dudó en emplear la fuerza policial y militar cuando fue necesario. Por encima de la relación de todo cuanto sucedió en los ocho años de sus dos gobiernos -relación que no podría omitir las acciones mal ejecutadas o que no alcanzaron cabalmente su cometido-, Uribe supo movilizar a la opinión pública en contra de los violentos, logró que muchos sectores de la sociedad apoyaran sus iniciativas y resultados, y demostró -la que debe ser reconocida como una de sus máximas conquistas- que la sociedad colombiana entendiera que los violentos podían ser derrotados, y que el Estado podía ser también un exitoso pacificador, sin hacer concesiones contrarias al Estado de Derecho y la convivencia.

La segunda cuestión, inequívocamente asociada a la anterior, se inscribe en el meollo del debate político latinoamericano y mundial: Uribe se estableció como una voz legítima, potente, reconocida y escuchada de la denuncia del castrismo, del chavismo-madurismo, del engendro de Ortega y Murillo en Nicaragua, de los populismos, por sus cada vez más evidentes vínculos con el narcotráfico y la operaciones internacionales de blanqueo de capitales y apoyo al terrorismo

Estos graves hechos que he mencionado en el párrafo anterior, hoy son visibles y notorios. Sobre ellos se han pronunciado y se pronuncian constantemente gobiernos, parlamentos, organismos multilaterales, autoridades policiales y militares de varios países. Pero cuando, a partir de 2002, Uribe asumió un liderazgo político e ideológico de proyección continental en contra las narco dictaduras y los populismos antidemocráticos, sus discursos y declaraciones, combinados con la acción de gobierno, removieron profundamente la conciencia pública dentro y fuera de Colombia. No olvido que fueron muchos los que, en los inicios de su primer gobierno, escribieron que Uribe exageraba cuando hablaba del peligro que representaba, por ejemplo, la fusión entre política y narcotráfico en Venezuela y otros países de América Latina.

Sin embargo, en el trasfondo de la venganza contra Álvaro Uribe Vélez, hay una motivación más profunda y estructural: causar un daño político y reputacional al más influyente y decisivo líder de la centro derecha, un hombre que no ha rehuido nunca de sus deberes democráticos y de la denuncia de la asociación entre comunistas, progresistas, narcotraficantes y delincuentes de toda ralea. 

Miguel Henrique Otero

@miguelhotero