Si usted tuviera un hijo o hija adolescente, ¿dejaría que tomara una pastilla que le provoque problemas de sueño, impacte en sus calificaciones, afecte su salud mental, e incluso que le haga sentirse peor con su vida después de tomarla? La respuesta obvia es que no. Pues le tengo noticias, en la realidad no solo permitimos que la tome sino que somos nosotros los que la compramos y se la damos.
Solo que el producto no es una píldora sino las redes sociales. Estoy seguro que más de uno dirá que son exageraciones, miradas prejuiciadas de adultos que no entienden sus beneficios. El problema es que estos efectos no son un juicio de los padres, sino la percepción de adolescentes de Estados Unidos entre 12 y 17 años, que fueron encuestados por el Pew Research Center, y forman parte de un estudio publicado apenas en abril.de este año.
Los hallazgos son impactantes por varias razones. Primero, porque muestran que la preocupación de los propios adolescentes está creciendo con el tiempo. Si en 2022 el 32 por ciento (es decir, uno de cada tres) consideraba que las redes tienen un efecto “mayoritariamente negativo en las personas de su edad”, en la nueva medición la percepción crece hasta el 48%, prácticamente uno de cada dos.
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Su preocupación es consistente con los efectos que identifican. El 45 por ciento, por ejemplo, reconoce que las redes les afectan en el sueño, 22% en las calificaciones, 31 por ciento se siente presionado para publicar contenido que genere “me gusta”, y el 27 por ciento se siente peor con su vida después de ver las redes sociales.
Los efectos además son peores para las mujeres que para los hombres, en rubros como el sueño (10% más afectación en mujeres), salud mental (11% de diferencia), confianza (10% adicional) o sentimiento de exclusión (36% vs 25% en los hombres).
Por supuesto, las plataformas también tienen efectos positivos. Las redes -según el estudio- les ayudan a mantener contactos con sus amigos, sirven como soporte emocional y son útiles para expresar su lado creativo. La pregunta es si los beneficios compensan los costos, o incluso si los efectos positivos no podrían obtenerse de formas más efectivas -con actividades presenciales, pertenecía a diversos grupos, etc.- que les permitan tener lo bueno de las redes, sin los costos que cada vez están más documentados.
La discusión sobre qué hacer con las redes no es nueva. Hace apenas unos días Bill Gates -que no es precisamente un hombre antitecnología- advertía sobre los riesgos. Libros como el de la “Generación ansiosa” -o incluso el mío, sobre la “Batalla por la atención”- han abonado al respecto, y hasta algunos actores públicos en México -como el gobernador de Querétaro- han hecho acciones para sacar los celulares de las escuelas, pero el esfuerzo por revisar el tema ha sido insuficiente.
Necesitamos un debate que no se limite a enfocar la discusión solo como un asunto de prohibiciones, ni que acote la decisión a un asunto solo de cada familia, sino que ponga sobre la mesa la evidencia de los efectos que tienen las redes -como ocurre con los medicamentos que advierten sobre sus consecuencias negativas- y que nos conduzca a un replanteamiento de fondo de la relación con la tecnología. Se trata de lograr que las redes y los dispositivos sean útiles pero sin la larga lista de costos aquí señalados.
Por lo pronto, en lo que llega ese debate necesario, ¿le seguiremos dando a nuestros adolescentes -al menos sin una reflexión crítica- la pastilla que tanto daño les hace?
