A Rodrigo Guerra, por su dolor, aprendizaje y enseñanza
El papa Francisco falleció el lunes en Roma, dejando tras de sí una huella profunda en la historia contemporánea. No fue un papa común. Tampoco fue un político con sotana. Fue un hombre que hizo del Evangelio una brújula ética, y de la sencillez una forma de liderazgo. En un mundo saturado de cinismo y de polarización, Francisco nos recordó que la coherencia y el bien aún pueden ser revolucionarios.
Aquí siete claves para comprender su legado:
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- Fue pionero en muchos aspectos. Primer papa latinoamericano y del hemisferio sur, primer papa jesuita de la historia (y como buen jesuita: humilde, reflexivo y preparado). Primer papa en elegir el nombre Francisco y con ello hacer una declaración de principios: la pobreza, la fraternidad universal, el amor por la creación y la paz. Primer Papa en hablar abiertamente en una encíclica del tema ambiental (Laudato Sí, 2015) con aspectos como el cambio climático. Primer papa en vivir fuera del departamento papal, y con ello rechazar ostentación y privilegios materiales.
- Comenzó su pontificado abrazando a los migrantes. El primer viaje del papa Francisco no fue a una capital, ni a una catedral, ni a un santuario. Fue a Lampedusa, una pequeña isla italiana donde naufragan los cuerpos -y los sueños- de miles de migrantes africanos. Celebró misa, tiró flores al mar en memoria de los muertos, y pidió perdón por la indiferencia del mundo. Ahí trazó el mapa de su pontificado: estar con los que sobran, los que no cuentan, los que el sistema descarta. No habló de doctrina. Habló de dignidad.
- Grabó un documental llamado “Amén” (dirigido por Jordi Évole), una conversación que es también examen de conciencia. En el material (que no tiene desperdicio) Francisco responde y muestra al papa sin púrpura ni coro. Se rodea de jóvenes con heridas reales -abusos, suicidios, crisis de fe- y no pontifica: escucha. No sermonea: dialoga. "Amén" no es un homenaje: es una lección pastoral. Francisco no intenta convencer, intenta acompañar. Su autoridad no está en la respuesta, sino en la honestidad con que se deja interpelar. Fue, en muchos sentidos, el pastor del siglo XXI.
- Reformó sin destruir. No cambió la doctrina, pero sí el tono. No dinamitó estructuras, pero sí descentralizó el poder. Reformó la Curia, transparentó las finanzas, amplió la participación de laicos y mujeres, dio voz a las periferias, y sobre todo, impulsó un estilo sinodal: caminar juntos, escuchar juntos, discernir juntos. Su propuesta no fue progresista como muchos creen, fue profundamente evangélica. Supo que la Iglesia no se salvaría volviendo al pasado, sino volviendo a Jesús.
- Se animó a pedir perdón. Pidió perdón a los pueblos originarios por los abusos cometidos en nombre de la fe. A las víctimas de abuso sexual clerical por el encubrimiento y el silencio. A las mujeres por haber sido relegadas. A los migrantes por nuestra insensibilidad. A los pobres por los lujos de la Iglesia. No pidió perdón como estrategia política. Lo hizo porque entendía que el perdón es un acto de justicia. Fue un gesto que incomodó a muchos, pero con su gran ejemplo, humanizó a todos.
- Un liderazgo global sin ejército ni presupuesto. Habló en la ONU, en el Congreso de Estados Unidos, en las universidades más importantes del mundo y ante líderes de todas las religiones. No impuso y llamó a escuchar antes de hablar, su fuerza era moral. Y eso lo hizo más poderoso que muchos jefes de Estado. Su liderazgo era silencioso, pero contundente. En tiempos de populismos ruidosos y egos desmedidos, fue un recordatorio de que la verdadera autoridad no grita: transforma.
- Su legado no será un dogma, sino una manera de mirar. Francisco no fue un teólogo de biblioteca, un filósofo con la profundidad de Benedicto XVI o un político carismático como Juan Pablo II que cambió la historia mundial. Fue un pastor que miró a las personas antes que a los esquemas. Nos enseñó a mirar sin juzgar (dijo literal “quién soy yo para juzgar”) a los descartados como preferidos de Cristo, y a los enemigos como hermanos heridos. Su legado no es una encíclica: es su coherencia y su historia. En un mundo lleno de promesas rotas, de posverdad, de líderes que llaman a la división y al odio, la coherencia y el ejemplo de bien siguen siendo un milagro.
Francisco se va, pero no se borra. Su paso por la historia no será el de los que ocuparon un trono, sino el de los que se bajaron de él para caminar entre los demás. Llevó a la iglesia a otras trincheras, a las redes y a las plataformas de video (si busca en Disney+ está “Amén”, en Netflix está “Los dos papas” y en Max está “El papa Francisco, un hombre de palabra”). La Iglesia que deja no es perfecta, pero sí más humana. Y eso, en tiempos como estos, ya es una forma de santidad.
