La consternación e indignación nacional por el hallazgo del rancho Izaguirre, que se presume funcionó como centro de reclutamiento forzado del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y donde se se encontraron más de mil objetos de personas desaparecidas, aún estaba a flor de piel cuando el grupo Los Alegres del Barranco entonó en un concierto en Guadalajara, su famoso corrido El del palenque mostrando sendas imágenes del líder del CJNG de fondo, un claro homenaje.
Mientras en México, hay 125 mil personas desaparecidas y más de 30 mil asesinatos al año, en gran medida a causa de la violencia criminal, la popularidad de la música que habla de la droga y los capos sigue en aumento. Esto ha vuelto a traer al debate público la conveniencia de su prohibición.
Hasta ahora, diez estados de la República han prohibido la interpretación de narcocorridos en eventos públicos, argumentando que estas canciones hacen apología del delito y glorifican al crimen organizado. Las sanciones varían según la entidad, e incluyen desde multas económicas hasta penas de cárcel. Por su parte, la presidenta Claudia Sheinbaum promueve políticas para que el género de los corridos aborde temas distintos al de la violencia y las drogas. Además, el gobierno de los Estados Unidos retiró las visas a los integrantes de Los Alegres del Barranco, en un claro mensaje a todos los cantantes del género.
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Los narcocorridos surgieron en los años setenta, aunque sus raíces se remontan a los corridos revolucionarios del siglo XIX, donde se exaltaban las hazañas de personajes que desafiaban el orden establecido. En lugar de héroes populares, los narcocorridos modernos presentan a jefes del crimen organizado como protagonistas, mostrando sus operaciones, estilo de vida y enfrentamientos con las autoridades. Desde entonces, han evolucionado hasta convertirse en un fenómeno cultural ampliamente difundido y también profundamente controvertido.
Durante las décadas de 1980 y 1990, con el auge de cárteles como los de Sinaloa, Tijuana y Juárez, el narcocorrido se consolidó como una forma musical popular entre las comunidades del norte de México y del sur de Estados Unidos. Grupos como Los Tigres del Norte y Los Tucanes de Tijuana llevaron el género a las listas de éxitos con canciones como Contrabando y traición o El señor de los cielos, en las que se retrataba el poder y la influencia de los capos del narcotráfico. A finales de los 2000 surgieron los llamados “corridos bélicos”, una variante más agresiva y explícita en la que se exaltan armas de alto poder, enfrentamientos armados y la figura del sicario. En los últimos años, con la llegada de artistas como Natanael Cano, Fuerza Regida o Peso Pluma, los “corridos tumbados” han conquistado audiencias más jóvenes. Estos mezclan trap, hip hop y regional mexicano, manteniendo muchas referencias a la narcocultura.
La popularidad del género ha crecido de forma exponencial gracias a plataformas digitales como YouTube, Spotify o TikTok, donde los temas alcanzan millones de reproducciones. Para muchos, los narcocorridos representan una expresión auténtica de una realidad que ha marcado a distintas regiones del país. Desde esta perspectiva, los artistas no hacen más que narrar lo que viven o escuchan en sus comunidades, convirtiéndose en cronistas populares que visibilizan fenómenos que las instituciones no han logrado contener.
Sin embargo, existe una posición contraria que sostiene que los narcocorridos no son solo un reflejo de la realidad, sino una glorificación de la violencia y el crimen. Diversos sectores sociales, autoridades y especialistas consideran que estos temas contribuyen a normalizar y romantizar el poder del narcotráfico, especialmente entre adolescentes y jóvenes. Argumentan que al presentar a los narcotraficantes como personajes admirables, con riqueza, mujeres, autos de lujo y respeto, se ofrece un modelo aspiracional que puede influir en la construcción de valores y expectativas en contextos de marginación.
El debate sobre si deben prohibirse los narcocorridos sigue abierto. Para unos, hacerlo sería una forma de censura cultural e incluso un intento por silenciar voces populares. Para otros, es una medida necesaria para contener la apología del delito en un país donde la violencia y la inseguridad tienen consecuencias devastadoras. En medio de este debate, persiste la pregunta de fondo: ¿es el narcocorrido una expresión legítima de la cultura o una herramienta de propaganda criminal? La respuesta, como muchas cosas en México, está marcada por el contexto, las realidades locales y la profunda complejidad del fenómeno que busca narrar.
