DERECHO

El Leviatán inteligente

El derecho es un Leviatán inteligente que organiza, estructura y limita el poder no por virtud moral, sino por pura eficiencia institucional. | Rubén Islas

Escrito en OPINIÓN el

Cualquier estudiante de derecho que haya sobrevivido los primeros semestres se ha topado con el mantra repetido hasta la saciedad: "el derecho es un conjunto de normas que regulan la conducta de las personas". Qué reconfortante resulta pensar que el universo jurídico se reduce a una lista de enunciados normativos, distribuidos amablemente en derechos y obligaciones, casi como un manual de buenos modales con respaldo estatal. El problema es que esa narrativa, heredera directa del “modelito” romanista del Digesto y consagrada por el positivismo normativo del siglo XX, está basada en una falacia fundacional: el olvido voluntario de que el derecho no puede existir sin el poder público organizado, el Estado. Aquí no se trata de elegir entre huevo o gallina, sino de reconocer que el DNA vino antes.

Planteo, sin escrúpulo alguno, que el derecho no es ni debe ser considerado como una colección de normas descontextualizadas, sino como la forma superior de racionalización del poder político. Un Leviatán inteligente, si se quiere, que organiza, estructura y limita el poder no por virtud moral, sino por pura eficiencia institucional. Y antes de que los kelsenianos puros (si es que quedan), los neoconstitucionalistas y los iusnaturalistas se escandalicen, adelanto: este texto no se postra ante la formalidad vacía del deber ser, ni ante la quimera de los derechos naturales, ni tampoco recae en la utopía de los derechos sin garantía. Lo que sigue es un ajuste de cuentas metodológico e histórico con esa ingenua lectura del derecho como red de relaciones interprivadas, y una reconstrucción realista (aunque nada cínica) del derecho como lo que es: una tecnología de organización del poder público.

1. La gran ficción del normativismo: Kelsen, Austin y cía.

Empecemos por la joya de la corona: la teoría pura del derecho. Kelsen, con toda su obsesiva elegancia lógica, decidió que el derecho debía ser analizado como un sistema normativo cerrado, limpio de impurezas sociológicas, políticas o incluso morales. Maravilloso experimento analítico; pésima guía para entender cómo funciona el derecho en el mundo real. Su Grundnorm, esa norma hipotética que da validez al sistema, es precisamente eso: una hipótesis, un deus ex machina que aparece al principio del relato jurídico para que todo lo demás tenga sentido. Pero fuera del papel, nadie ha visto jamás una Grundnorm. Es el equivalente teórico de la energía oscura: todo depende de ella, pero nadie sabe bien qué es.

Austin, por su parte, redujo el derecho a mandatos del soberano respaldados por una amenaza de sanción. Claro, un esquema que sirve de maravilla para describir cómo funciona una prisión, pero que resulta insuficiente para explicar un orden jurídico moderno donde los parlamentos deliberan, los jueces razonan y los ciudadanos exigen. Ambos modelos, aunque rigurosos, caen en el mismo error: confundir el derecho con el contenido de sus normas, ignorando por completo que dichas normas solo existen porque hay instituciones públicas que las producen, interpretan y aplican. Es decir, porque hay poder.

2. El Digesto y la supresión del ius publicum: el gran blackout conceptual

El fetiche con el Digesto romano y el ius civile ha sido uno de los mayores equívocos de la historia intelectual europea. A fuerza de glosas, comentarios y codificaciones, generaciones enteras de juristas asumieron que el derecho era, esencialmente, propiedad, contratos, familia y obligaciones. Todo muy bonito, todo muy privado. Que Ulpiano haya dicho que el derecho público atiende a la república y el privado a los particulares no era solo una línea teórica; era una advertencia que la tradición jurídica decidió ignorar. Resultado: una teoría jurídica formada sobre la mitad del derecho, y no precisamente la más interesante.

De hecho, las estructuras del poder político –las reglas que definen quién decide, cómo, cuándo y con qué límites– quedaron fuera del canon jurídico por siglos. El derecho público fue tratado como una anomalía, un anexo institucional que no encajaba en la pureza dogmática del derecho civil. Ni hablar de incluir la administración pública, el derecho parlamentario o la organización judicial como objetos centrales del saber jurídico. Aquello que realmente sostiene el orden normativo fue excluido del esquema por no caber en el molde romanista. Un molde, por cierto, heredado sin demasiada crítica.

3. Contra la pureza: Hobbes, Schmitt, Romano y demás herejes

Por suerte, algunos decidieron no tragarse el cuento. Hobbes, por ejemplo, sabía perfectamente que donde no hay poder común, no hay ley, y sin ley, no hay justicia. Simple, brutal y cierto. El derecho, para él, es lo que el soberano dice que es, no porque lo diga cualquier loco con poder, sino porque sin una estructura que garantice la paz, hablar de justicia es hacer retórica vacía.

Schmitt, con su carga de ambigüedad teológico-política, puso el dedo en la llaga: la norma no decide por sí misma, y en la excepción se revela el verdadero soberano. Un planteamiento que escandaliza a los juristas de corazón normativo, pero que refleja con cruda claridad lo que todos sabemos: que las reglas importan, sí, pero importa más quién decide si las reglas siguen rigiendo.

Santi Romano, por su parte, tuvo la elegancia institucionalista de devolvernos al punto de partida: el derecho no es un conjunto de normas, sino un ordenamiento. Una estructura que se autoproduce, que tiene mecanismos, que actúa como organización. Su idea de que cualquier grupo social con estructura normativa y fuerza de aplicación es un orden jurídico de pleno derecho sigue siendo uno de los argumentos más poderosos contra la ortodoxia legalista. Y luego está Foucault, que aunque se deleita en dinamitar conceptos, recuerda lo obvio: el derecho también es un instrumento de poder, sí, pero uno público, ritualizado, visible y racional. El hecho de que pueda usarse para disciplinar no lo hace menos derecho, sino más eficaz.

Luhmann, con su frialdad sistémica, puso el broche: el derecho es un sistema autopoiético que se reproduce mediante decisiones institucionales codificadas. Ni moral, ni voluntad soberana, ni norma aislada: sistema. Y si algo deja claro su obra, es que sin un aparato institucional que decida y actúe, el derecho es ruido.

4. La evidencia: sin instituciones, no hay derecho (ni aunque grites "inconstitucional")

No hace falta ir muy lejos para comprobar que el derecho sin instituciones es pura literatura. Un artículo constitucional puede prometer el derecho a la vivienda, al trabajo digno o al medio ambiente sano, pero si no hay jueces que lo declaren exigible, legisladores que lo desarrollen, o burocracias que lo gestionen, se queda en una expresión de buenos deseos. La historia está llena de constituciones que garantizan todo y producen nada. Porque, sorpresa: el papel no hace al derecho; las instituciones lo hacen.

También está el caso de los tribunales constitucionales. Su mera existencia ha cambiado el panorama jurídico moderno más que cualquier declaración de principios. Y no porque interpreten mejor la ley, sino porque son la última palabra institucional sobre su vigencia. Sin instituciones como esas, hablar de supremacía constitucional es un ejercicio retórico. Y el derecho internacional también lo sabe: antes de tener normas efectivas, necesitó tener tribunales con dientes, comisiones que sancionen, órganos con competencias. Ahí empezó a funcionar como derecho. Antes, era diplomacia vestida de toga.

5. Reconstrucción: el derecho como tecnología de orden institucional

Si algo queda claro de este recorrido, es que el derecho no es la lista; es la estructura que la hace funcionar. La ley no vale por ser justa, ni por estar escrita: vale porque hay un aparato institucional que decide que vale. Y en ese sentido, el derecho moderno no es otra cosa que una forma de gestionar públicamente el poder. Ni utopía, ni herramienta moral, ni código de ética: una tecnología de organización del poder público.

De allí que antes de hablar de derechos subjetivos, debamos hablar de instituciones públicas racionalizadas. No hay propiedad sin registro, no hay libertad sin juez, no hay garantía sin procedimiento. En ese sentido, la pregunta correcta no es qué normas existen, sino qué instituciones las producen, las interpretan y las ejecutan. Y qué tan inteligente es ese Leviatán que las mantiene vivas.

El derecho no es la gramática de las conductas humanas; es la ingeniería del poder político. Un sistema que sobrevive y se reproduce en la medida en que haya instituciones públicas capaces de sostenerlo. Reducirlo a normas es amputarlo. Sacralizar el ius civile como fuente del conocimiento jurídico es un acto de fe, no de ciencia. Y confiar en que el derecho protege por sí mismo es como creer que la declaración de impuestos te hace millonario.

Bienvenidos al siglo XXI. El derecho no es un conjunto de normas; es un Leviatán inteligente.

Rubén Islas

@RubenIslas3

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