La fotografía, más que un acto de capturar, es un gesto de supervivencia. Cada imagen que nace de la luz se convierte en una forma de detener el tiempo, de reclamarle al olvido una presencia. Pero lo que verdaderamente se colecciona no es solo la imagen física, sino la memoria que contiene: el instante suspendido que se resiste a desaparecer.
El coleccionismo fotográfico es un discurso de deseo y de permanencia. Quien colecciona imágenes no busca tanto acumular objetos como establecer un diálogo con el pasado, con la mirada de otros, con las huellas que el ojo humano deja cuando intenta comprender el mundo. En una fotografía habitan no solo la técnica y el encuadre, sino también las pulsaciones íntimas del autor; su manera de mirar es su manera de existir.
En tiempos donde la imagen se multiplica sin cesar, reflexionar sobre la trascendencia se vuelve un acto de resistencia. La fotografía auténtica —aquella que interroga, qué hiere, que revela— sigue teniendo el poder de detenernos, de volver significativa la experiencia visual. Quizá ahí reside su valor más alto: en su capacidad de recordarnos que cada mirada es finita, pero que el eco de una imagen puede sobrevivirnos.
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La autoría, entonces, no se mide solo por la firma o el crédito, sino por la precisión con que una imagen nos devuelve a lo humano. Cada fotógrafo deja una huella en la luz, aunque el tiempo borre su nombre. En el fondo, coleccionar fotografías es coleccionar formas de mirar el mundo, y mirar el mundo es, en sí mismo, un acto de búsqueda y trascendencia.
Es por ello, que aprovecho su atención para invitarlos al ciclo de conferencias en torno a la fotografía que tendremos en la Fundación Elena Poniatowska durante todo el mes de noviembre.
A partir del 5 de noviembre abrimos la conversación con Gabriel Figueroa y una serie de autores que cada semana nos compartirán su experiencia y trabajo de cara al bazar de fotografía que organizamos junto con el BEF el próximo 6 y 7 de diciembre en nuestra casa cultural.
La fotografía no comienza con la mirada, sino con la ausencia. Cada imagen es un acto de desaparición disfrazado de presencia. El instante capturado no es el presente, sino su eco: un rastro frío de lo que ya no es. En ese vacío, el fotógrafo no afirma su dominio sobre el tiempo, sino que lo confiesa. Al apretar el obturador, no detiene el mundo; lo entrega a la deriva. Y sin embargo, en esa entrega, nace la autoría: no como posesión, sino como testimonio.
En la Fundación Elena Poniatowska, donde las paredes respiran el aliento de las imágenes que han habitado México, un grupo de fotógrafos conversa sobre el sentido de lo que hacen. No hablan de técnicas ni de lentes, sino del peso de la mirada, de la responsabilidad del registro, del silencio que sigue al clic. Hablan de cómo la cámara, lejos de ser un instrumento neutro, es un cuerpo extraño que interpela, que interrumpe. Y también redime.
Uno de ellos, con voz baja pero firme, dice: “Fotografiar es asumir que no puedes salvar al mundo, pero que puedes salvar un instante de su olvido”. Otro responde: “Y ese instante, cuando es visto por otros, deja de pertenecerme. Ahí comienza su vida verdadera”. En esa cesión está el corazón del coleccionismo: no como acumulación de objetos, sino como acto de fe en la supervivencia del sentido. Una colección no es un depósito, es un diálogo suspendido entre el autor, la imagen y quien la recibe.
El autor, en este escenario, no es un demiurgo, sino un mediador. Su presencia no se mide por la fuerza de su firma, sino por la profundidad del espacio que deja abierto. La autoría mexicana en la fotografía ha sido, históricamente, una autoría de resistencia: de Tina Modotti denunciando con nitidez, de Nacho López retratando la ciudad como crónica social, de Graciela Iturbide caminando con los seres que no quieren ser vistos y mostrándolos sin traicionarlos. En cada caso, la presencia del autor no se impone; se desvanece para que el otro aparezca.
Hoy, en tiempos de saturación visual, donde las imágenes se multiplican sin rumbo, el coleccionismo adquiere un matiz ético. Elegir una fotografía para conservarla, exhibirla, hablar de ella, es un acto de contrarrestar el olvido masivo. Es decir: esto importó. Esto importa. Y en ese gesto, el espectador deja de ser un receptor pasivo y se convierte en cómplice del autor. No por admiración, sino por reconocimiento: ambos, el que miró primero y el que mira ahora, comparten la misma urgencia.
En la Fundación, la luz del atardecer entra sesgada, como si también ella quisiera fotografiar.
Los fotógrafos callan un momento. Alguien comenta que, al final, lo que queda no es la imagen, sino el rastro de la mirada que la hizo posible. Y que ese rastro, invisible pero real, es lo que convoca. Lo que convierte un encuentro entre desconocidos frente a una foto en un acto de presencia compartida: el autor, aunque ausente, sigue ahí, no en la firma, sino en la grieta entre lo visto y lo sentido.
Porque la fotografía no preserva el tiempo. Lo revela como pérdida. Y en esa revelación, nos devuelve, por un instante, a nosotros mismos.
Así las cosas. Armen su agenda, a partir del 5 de noviembre habrá charlas informales sobre la imagen y el trabajo de nuestros colegas, todo a las 17 hrs los martes, miércoles y jueves de noviembre.
Los participantes de estas charlas serán: Gabriel Figueroa, Alejandro Sánchez, Lourdes Almeida, Pepe Jiménez, Arturo Bermúdez, Yolanda Luna, Silvia González, Alan Carranza, Lorenzo Armendáriz, Antonio Ruíz y Marina Morris.
Ya lo saben, los esperamos en la calle José Martí 105 en la Escandón, Alcaldía Miguel Hidalgo en la Ciudad de México. No habrá transmisión en vivo. Es una experiencia presencial y la entrada es libre.
